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Osvaldo era uno de esos vecinos que forman parte del paisaje del consorcio. Lo veía una vez cada tanto y todo el diálogo que mantuvimos por años consistió en una repetición periódica de saludos de buenos días. Osvaldo no tenía nada para ser recordado. No era problemático, no hacía ruido en horarios extraños para mí, no se quejaba de mi música alta en horarios extraños para el resto. Un vecino ideal: del que no sabés de su existencia.
Cuando comenzó la cuarentena fui como buen samaritano a ofrecerle a Osvaldo realizar sus compras. Me agradeció amablemente y me dijo que tenía todo. Le pregunté por sus hijos, con resultado negativo. ¿Una app de aplicaciones? Osvaldo me miró con cara de no entender de qué hablaba. Hasta que me dijo que Cami, la estudiante de no sé qué cosa del tercer piso, le hacía las compras por unos pesos.
Debo reconocer que me molestó que Camila le cobre al pobre Osvaldo por hacer unas compras en vez de hacerlo a título gratuito. Hay aplicaciones que hacen exactamente lo mismo. Pero a mis vecinos les copaba que fuera la piba del tercero. Cami se había quedado sin laburo y en menos de 24 horas ya se había inventado uno. A Osvaldo le venía como anillo al dedo. Y como Cami es una de las cinco personas de todo el edificio que no estaba en edad de riesgo, su agenda se llenó de inmediato.
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He pasado de la depresión por la coyuntura a la expectación. No sé cómo decirle sin que me pongan un chaleco de fuerza, pero realmente disfruto el desastre gubernamental que se vive. Durante más de dos años vimos que el gobierno sólo tenía una política: vamos viendo. Y la aplicaron para cualquier cosa, eh. ¿Hay un problema de salud pública global? Vamos viendo. ¿Tenemos que renegociar la deuda? Vamos viendo. ¿El plomero no puede hacer home office? Y bueno, vamos viendo.
Y en ese “vamos viendo” no había lugar para dos cosas al mismo tiempo: o se masca chicle o se camina. Entre la economía y la salud se eligió la salud. Y menos mal que lo hicieron, porque no quiero imaginar lo que sería nuestra situación económica si hubieran decidido gestionarla. Pero ahí están los 21 ministerios, 109 secretarías, 218 subsecretarías y más de dos mil direcciones y coordinaciones: para abordar de a un tema por vez. Y hacerlo como el ojete, claro.
Entre cartas que denuncian funcionarios que no funcionan y discursitos desubicados en tiempo y espacio utilizados para quitarle el nulo poder que le quedaba al Presidente, podríamos llegar a la conclusión de que la Argentina vive en un estado de anarquía. Y lo defiendo:
La Real Academia Española define a la anarquía con dos acepciones Ausencia de poder público. Desconcierto, incoherencia, barullo. No hablo de de la filosofía política del anarquismo, sino de la situación anárquica, que como todo lo concerniente a Poder, tiene su origen en una palabra griega con múltiples acepciones, una más triste que la otra: ausencia de razones para actuar, ausencia de normas, ausencia de jerarquías, ausencia de autoridad o ausencia de gobierno. La última existe de pura forma. Las otras se cumplen una tras otra en la Argentina. Y si vemos lo que pretenden hacer, esta situación anárquica es lo mejor que nos puede suceder por el momento.
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Cami se había sumado a una interminable lista de emprendedores de emergencia. Todos los vimos y probablemente usted sea uno de ellos. La desesperación por la inmediatez de la mishiadura de todos aquellos que no eran considerados esenciales llevó a que las redes sociales abundaran en emprendimientos más que originales y todos con un componente en común: sin el Estado en medio.
Buscadores y revendedores de discos, pasteleros hogareños, arbolitos de dólares a domicilio, fabricantes de barbijos con onda, imprimadores de remeras; en medio del pandemónium los descartados bajo el parámetro de no ser esenciales encontraron una forma de sobrevivir. Y sin Estado. Es más, meta gambetear al Estado. De pronto, el mozo del bar que me vendía los paquetes de harina que no podían usar me los entregaba en un pasamanos mientras miraba para ambos lados como si me hubiese vendido un kilo de cocaína. Le tenía miedo al Estado. Mucho miedo.
Para hablar con propiedad, el Estado seremos todos pero las medidas son adoptadas por un Gobierno. Un poco nos hemos olvidado, tal vez por instinto de supervivencia –nuevamente– pero cada tanto algo nos retrotrae a esos tiempos y no podemos creer lo que vivimos. Y más allá de las circunstancias, si algo quedó plasmado fue la falta de coherencia entre una medida y otra. Además del temor hacia la implacabilidad de un sistema penal en el que daba lo mismo arrojar un cadáver con peste bubónica a un tanque de agua potable que salir a tomar aire a la vereda.
En ese contexto que preventivamente preferimos olvidar –aunque algunos elijan mantenerlo perpetuo para no volver al anonimato– quedó plasmada la mayor paradoja de la historia de los Estados: cuanto más pretende controlar, menos controla. Lo vimos en el conurbano bonaerense, lo vimos en el interior del país, lo vimos en la Gran Ciudad: el poder de policía del Estado se limitaba a los giles. Luego de ver el resultado de miles de violaciones a los derechos humanos en todo el país, encima hay que agradecer que hayan sido tan ineficientes.
Quizá sea por eso que algunos pretenden regular las redes sociales, que no fueron otra cosa que una vía de escape para gente aislada y un enorme, gigante hipermercado de productos y servicios que esquivaban las garras del fisco.
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Amo el concepto de ganancia extraordinaria. Me parece, valga la redundancia, extraordinario. Gente que al vivir del Estado desde siempre encara un discurso que pega en el asalariado. Para todo aquel que dependa de paritarias para un aumento indexatorio, el concepto de ganancia extraordinaria se puede asemejar a pegar la quiniela del día. ¿Cómo no lograr adherencia a la idea? Lo mejor de todo es el razonamiento: emitimos billetes para pagar bonos a los que están hechos mierda, los “esterilizamos” con un impuesto que seque el mercado de pesos. Pero primero emitirán y luego se comerán la inconstitucionalidad de la ley. Si es que logran que se apruebe tremendo esperpento. Vamos viendo, ¿vio? Total, el resultado también viene como anillo al dedo: putear a todo el Poder Judicial que declaró inconstitucional la ley. Y que lo explique cadorna.
Aún más triste es ver lo que queda del Presidente en un anuncio de humareda para que lo puteen todos, incluso quienes lo votaron. Puse en el buscador “votar” más “fernández” y fue increíble lo que encontré. “Nunca quisimos votarlo”, puso una usuaria para agregar que “ese sábado a la mañana del anuncio queríamos que fuera joda”. Y sí, si se pasaron años con el cantito de traidor amigo de Magnetto que se fue con Massa.
“Lo que ella nos pide, lo tiene, ella siempre sabe”, fue un lindo comentario repetido, palabras más, palabras menos, por muchas personas que donaron su lóbulo frontal al Incucai. Un usuario dijo, abiertamente, “no cumplió con lo que le prometió a Cristina”. Y se enojan. Estamos con hemorroides colectivas y se enojan porque lo que queda del Presidente no cumplió con lo que le pidió Cristina. Mejor no preguntarles que le pidió.
Furioso, el usuario dijo que a Guzmán lo eligió Alberto. Justo Guzmán, el pollito del economista de cabecera de Cristina Fernández. Y le critican, para redondear, que Alberto es amigo de Magnetto. Sin embargo, el momento épico lo encontré en un “los votos son de Cristina, siempre vamos a responder por ella antes que nadie” y la patada voladora a la nuca del “¿acaso pensó que el ‘Aguante Alberto’ era genuino?”.
Si lo pasamos en limpio es triste, pero no por los kirchneristas, sino por los que votaron a Alberto por pensar que se iba a sacar de encima a Cristina. Los kirchneristas al menos eligieron tragarse el sapo.
Pobre Alberto. No tiene ni ganas de hacer daño. Anuncia cosas que no pasarán de esta tardecita. Entregado a la imposible tarea de satisfacer los deseos de Cristina Fernández, Alberto Ídem terminó por aplicar una de sus tácticas patentadas: hacer trampa. ¿La Corte ordenó volver al Consejo de la Magistratura constitucional? No pasa nada: fracturamos el bloque del Senado y nos quedamos con la segunda minoría. Trampa. ¿Lo que queda del Presidente? Silencio. ¿Jugada maestra de Cristina? ¿Desde cuándo cargar los dados es sinónimo de estadista? Algunos le apuntaron a Alberto por no decir nada. ¿Qué va a decir el hombre que rapiñó a Eduardo Lorenzo Borocotó antes de que tuviera que votar con Aníbal Ibarra en el juicio político contra el ex Jefe de Gobierno porteño?
La anarquía es total salvo por un pequeño detalle: lo que sea que controle el gobierno tiene el poder de las fuerzas de seguridad. Si no fuera por ello, no queda nada. Pero nada, eh. De hecho, hasta ni siquiera las utilizan para repeler protestas. Para eso ahora están los carneros de Moyano.
Las provincias dependen de la perforada billetera de Alberto para pagar sueldos. No para obras, no para infraestructura, no para inversión en tecnologías que permitan el crecimiento: para pagar sueldos estatales. En la Casa Rosada todavía no funciona la instalación de Internet ni consiguieron terminar de acondicionar los despachos. Hay que darles tiempo, recién llevan 28 meses de gestión. La mesa chica de Alberto ya es ratona y, como en toda cadena, su fortaleza es la del más débil de sus eslabones. O sea: no existe.
A tal punto llega el desplante hacia el Presidente que nadie le consulta absolutamente nada y, las pocas –poquísimas– veces en las que Alberto levanta el tubo para dar una orden, le dicen que no. Al Presidente. Al que tiene la lapicera para nombrar y echar funcionarios. A un señor de apellido Basualdo que ocupa la Subsecretaría de Energía. Arriba de él tiene a Martín Guzmán, a Aníbal Fernández y al mismísimo (lo que queda del) Presidente de la Nación. Guzmán se reúne junto con Alberto Fernández y la directora del Fondo Monetario Internacional. Acuerdan aumentar las tarifas. Basualdo dice que no. Y no pasa nada. Chau Poder Ejecutivo.
Vayamos al Congreso. En la Cámara de Diputados Massa está de para bienes. Hace lo que quiere, rosquea con todos y solo piensa en su proyecto a futuro. Lo mismo hace Cristina en el Senado, pero con una diferencia: pensar en su futuro es que se le acaben esos temitas judiciales que la aquejan. Y si en el medio hay que llevarse puesto todo, desde lo que queda del Presidente hasta la Corte Suprema, qué importa, si la ciudadanía ya vive sin gobierno.
Lo más triste –aunque con un dejo de gracioso– es que Cristina lleva ya unos seis años y medio en el arte de zafar de la Justicia. Toda su vida gira en torno a zafar de la Justicia. Todos sus discursos, las energías de sus estrategas del Instituto Patrea, la necesidad de hacer caja para financiar el sueño presidencial del millonario aburrido del hijo, todo, absolutamente todo tiene un eje troncal: zafar de la Justicia. Y así seguirá hasta el final de sus días. Qué vida triste.
Chau poder legislativo.
Que la Corte tenga que poner orden en el Consejo de la Magistratura es el colmo de la anarquía. Ver que todas las energías de Cristina pasan por engañar al sistema es el último ejemplo de la anarquía. Y mirar a los acólitos que salen a repetir burradas para justificar lo actuado es el punto cúlmine de la anarquía.
Ya no hay prioridades en la economía; que se controlen cómo suben los precios. Ya no hay prioridades en la seguridad; seamos solidarios. Ya no hay prioridades en educación; se discute una hora más de clases y no la calidad de las mismas. Ya no hay prioridades en salud: vivimos la crisis psiquiátrica más grave del último siglo –según datos de la propia OMS–, un caos de crisis oncológicas y de enfermedades que creíamos erradicadas, pero hay que perseguir penalmente al que entra sin barbijo a un bar en el que todos los comensales se encuentran sin barbijo.
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El Estado ha muerto. Lo que conocíamos como Estado se ha apagado y como toda estrella que en algún momento nos brindó calor hoy solo es un agujero negro de impuestos del que intentamos zafar para sobrevivir. La anarquía se instaló hace rato y no la vimos venir. La pandemia solo la ratificó, la potenció, la dejó expuesta. Casi sin darnos cuenta todos comenzamos a violar leyes inútiles en pos de la supervivencia. La anarquía siempre comienza con una rebelión silenciosa. Lo curioso es que mientras nuestra anarquía es callada, rebelde ante la expoliación tributaria; la del Estado es ruidosa y a la vista de todos. No es una situación anárquica «porque el pueblo no acompaña»: la consiguieron solitos.
Todos hacemos lo que queremos y, siempre que podemos, escapamos al control estatal, centrado desde hace tiempo en crear un nuevo panóptico biodigital que solo sirve como una máquina de filtración de datos personalísimos. Parte de nuestra naturaleza de compra incluye aceptar un 20% de descuento en efectivo. Penalmente es elusión fiscal. Pero eso sería viable si tuvieras un Estado con un gobierno que administra los impuestos de forma correcta, clara y transparente y no una manga de forajidos en la cual cada uno hace lo que quiere según lo que le pinte. Entretanto, pagamos por salud en impuestos y en sistema privado, pagamos por educación en impuestos y en escuelas privadas. Y mejor no hablar de la seguridad.
Lo más preocupante es que ya van un par de generaciones que creen que este estado de anormalidad es normal y que de esto se trata la democracia. De más está decir que una democracia en la que nadie cree sobrevive de milagro.
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Cami era una evasora del fisco. ¿Cómo se le va a ocurrir trabajar en negro, informalmente, sin pagar el monotributo? Y Osvaldo, ay, pobre Osvaldo. ¿Cómo pudo aceptar ser cómplice de esa estafa al erario público? Ya no se puede confiar en nadie. Anarquistas de mierda.
¡Ah! Casi lo olvido. De Osvaldo hablo en pretérito porque ya no es el mismo. No desde el aneurisma que tuvo por la subida de presión que le dio cuando lo asaltaron a dos cuadras de casa cuando comenzó a salir. Al menos ya lo habían vacunado. A ver si después dicen que el Estado no te cuida.
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