Ausencia divina

Ausencia Divina

Entre las frases exageradas a las que nos hemos acostumbrado, quizá pique en primer punta “perdona Dios, yo no” y sus variantes. La colocaría en el primer puesto de las desproporciones entre lo que somos y lo que creemos ser. Analizada fríamente nos coloca en un pedestal desde el cual decimos que Dios que haga lo que quiera porque nosotros tenemos mejores razones y más valederas.

No me gustan los panegíricos ni las necrológicas. Esquivo los velorios y, si voy a uno, me quedo en la puerta. Incluso cuando manejo trato de esquivar los cementerios. Sí, está claro que tengo un tema con la muerte. Sin embargo, como esto no deja de ser un espacio nacido como blog personal hace tanto tiempo que ya puede votar, me siento obligado en mi capricho a decir lo siguiente: me dolió la muerte de Francisco y no supe explicar por qué.

Estaba despierto cuando llegó la noticia y me cayó el baldazo. Sabía lo que se venía porque soy argentino y me crié en la nación en la que se puede desatar una guerra civil por el correcto relleno de una empanada. Al despertarme lo viví al igual que todos. Muestras de dolor de un lado, festejos insólitos del otro y un “sí, pero” generalizado. Nada que no supiéramos que podría pasar. Pero una cosa es saber que te están por pinchar y otra sentir el pinchazo.

Fui bautizado el 24 de junio de 1982. No hay forma de recordar algo que ocurrió a mis seis meses de vida, pero doy por sentado que no había muchas ganas de festejar cuatro días después de la capitulación en Malvinas. Desde los tres años de edad y hasta séptimo grado fui al colegio correspondiente a una familia clase media laburante de raíces tanas: uno católico subvencionado en el Bajo Flores. Catequesis los martes en clase, catequesis y misa juvenil los sábados en la parroquia Santa Clara de enfrente, primera confesión a los nueve años para desprenderme del pecado de no hacer la tarea, primera comunión, confirmación, etcétera. La secundaria la inicié en otro colegio, también católico, también en Flores, y comenzó otro tipo de formación religiosa, mucho más laica y misionera a la vez, en tiempos que, dichos hoy, parecieran haber ocurrido hace cinco siglos y no hace tres décadas. La máxima autoridad religiosa argentina de aquellos años era el Cardenal Antonio Quarracino, Arzobispo de Buenos Aires y Presidente de la Conferencia Episcopal Argentina. Mediático como pocos, al tipo lo recuerdo como el autor de las frases más homofóbicas que haya escuchado en boca de una figura pública: “los gays deberían vivir en un Ghetto” y “la homosexualidad es una mancha de la humanidad”.

En 1995 hacía la fila, por primera vez, para comulgar en Luján. Quienes hayan peregrinado saben que nadie entiende cómo acomodarse y se hace lo que se puede. No me tocó el Arzobispo y un poco me alivió. Me tocó uno de los cuatro obispos auxiliares. Me gusta creer que fue el Obispo Bergoglio y prefiero creer eso, aunque no hay chances de que pueda recordarlo ni corroborarlo. Digamos que hubo un 25% de probabilidades en cada peregrinación. Las mismas de que la Confirmación me haya sido otorgada por él. Debería buscar el certificado.

Es increíble como vemos una película y nos quedamos con una foto. Quarracino quedó en mi cabeza por lo que dijo y olvidé hasta los temitas de corrupción. Pero si no buscaba su historia, no me habría enterado de que puso el gancho para reclamar la pacificación nacional a través de la investigación y juicio al terrorismo de Estado. Y algo debe haber visto en Bergoglio, dado que fue él quien pidió al Papa Juan Pablo II por su consagración episcopal. Bergoglio fue Obispo Auxiliar, Vicario y mano derecha de Quarracino, para horror de mi memoria selectiva, tan susceptible.

Juan Pablo II consagró a Bergoglio como Cardenal a principios del milenio. Durante la larga crisis de 2001 y 2002, a Bergoglio lo tenía de nombre. Bastante tenía con el intento de sobrevivir a mi familia y a la política y no registré su participación en las mesas de diálogo. Tampoco tenía muy presente los intentos del gobierno nacional por hacerlo pomada con vinculaciones a desaparecidos y mentiras similares bien impulsadas por los forros de siempre. Bergoglio quedó en la mira una y otra vez por sus homilías. El matrimonio presidencial lo esquivaba y buscaba sus tedeums tradicionales en lugares con sacerdotes más piolas y sumisos.

En 2008, sin embargo, algo comenzó a hacer ruido ya de puertas afuera de la Iglesia. Bergoglio pidió en privado y luego abiertamente a Cristina Fernández un “gesto de grandeza”. Que un obispo siempre vinculado a los sectores más carenciados del país se pusiera del lado de los “agrogarcas” fue demasiado para Cristina, una mujer que no ha encontrado una contradicción entre su ferviente catolicismo y el dinero malhabido.

Lo gracioso del asunto, visto a la distancia, es que Néstor Kirchner había dicho en 2003 que las tres personas más poderosas del país eran Héctor Magnetto, Hugo Moyano y Jorge Bergoglio. No pudo con ninguno de los tres.

Cuando el kirchnerismo perdió las elecciones de 2009 ocurrió el verdadero “vamos por todo” mucho antes de que lo dijera Cristina. Ley de Medios, la quita de los derechos del fútbol a Clarín, Papel Prensa, la persecuta a los hijos adoptivos de Ernestina Herrera, la dilapidación de guita en medios oficialistas. Todo fue acelerar al palo en la curva cerrada y que sea lo que tenga que ser. En 2010 se puso en juego la Ley por el Matrimonio Igualitario. La Ciudad de Buenos Aires ya había tenido su avance con la Unión Civil y Mauricio Macri se ganó la mirada venenosa cuando decidió no apelar un recurso administrativo y, por omisión, permitir la celebración del primer matrimonio entre dos personas del mismo sexo. Puertas para adentro, Begoglio pidió a sus colegas que aceptaran la unión civil como un punto intermedio, aunque no cosechó apoyos. Referentes de la comunidad homosexual lo putearon hasta en japonés y fueron muchos más por fuera de la comunidad los que le cuestionaron su oposición al matrimonio. Yo me preguntaba por qué debíamos esperar otra cosa de un obispo católico y máximo representante del Vaticano en la Argentina.

Para 2013 Bergoglio ya había sido víctima de todas las operaciones berretas a las que nos tiene acostumbrados el kirchnerismo que, en aquel entonces, era lo más poderoso que podía existir. Cuando al final de la quinta jornada del Cónclave salió Bergoglio vestido de blanco me caí de ojete. Lo grité como un gol y no pensé en la política ni en el catolicismo del que me encontraba totalmente alejado. Era argentinismo en sangre, los más mejores del mundo mundial.

Todavía recuerdo al inútil para todo lo que no sea hacer daño Luis D´Elía querer difundir una foto con un sacerdote que le daba la comunión a Videla. Todavía recuerdo a Cristina hacer sus típicos silencios para permitir que lo chiflen y puteen. Creo, si mal no recuerdo, que fue en un acto en Tecnópolis. Y recuerdo la vergonzosa primera carta que le envió la entonces Presidenta al Papa.

Luego llegaron los viajes, las fotos, los regalos, las conversaciones. Era como si Santa Marta se hubiera convertido en la Puerta de Hierro contemporánea. Luego llegaron los Rosarios a cualquier preso, las fotos con los dictadores y la permisividad con la que dejaba que cualquier delincuente argentino pudiera decir lo que se le cantaba el ojete porque era “amigo de Francisco”. En fin, todo lo que me llevó a putearlo fuerte.

Y mierda que lo he puteado. Lo ataqué mucho, en continuado, por años. En mis razones existía una orfandad tremenda y repetida. Fui criado con una profunda Fe católica como corresponde a mi metro cuadrado de un pueblo perdido en los acantilados calabreses. Y cuando llegó mi divorcio, yo me sentí excluido de la peor forma: la prohibición de la Eucaristía, eso que me habían dicho que era lo que más me acercaba a Dios, porque era aceptar su verbo hecho carne en mí. ¿Hay mayor castigo perverso que prohibirlo? Todavía hoy me lo minimizan personas que están casadas por décimo sexta vez y predican un conservadurismo católico del que respetan las reglas que les convienen.

Cuando Francisco visitó Cuba, el sentir del argentino traicionado por el comunismo, peronismo o peronismo comunista de Francisco no registró que el Juan Pablo II –siempre citado como contraparte de Bergoglio– había hecho una visita histórica en 1998, cuando todavía reinaba un Fidel Castro en su máxima salud. Yo estaba entre los desconcertados e indignados. Qué me importaba que fuera el cardenal cubano uno de los que mejores argumentos dio para que la Iglesia eligiera al primer Papa americano, el primero perteneciente a los jesuitas expulsados del catolicismo por siglos y el primero no europeo desde el año 714. No vi ni una devolución de favores ni la parábola del Hijo Pródigo. No vi un “necesitan más de mí que los que viven en libertad”. Vi la convalidación. Y eso que el régimen no necesitó de la convalidación de ningún Papa para hacer la catástrofe que desató.

Con Chávez y Maduro me pasó lo mismo al igual que al resto de mis compatriotas desconcertados y ya enojados. Y es que al Papa más influyente –las publicaciones de países no católicos lo colocaron como personalidad del año o entre los más influyentes todos los santísimos años del señor– acá no era profeta ni de pedo. Nos traicionó y aparecieron las teorías conspiranoicas falopas: que se llevó la plata de Cristina al Banco Vaticano o que no era Bergoglio, sino un reemplazo, como Paul McCartney desde 1964.

Los tiempos son lentos para nuestros plazos de vida, pero cualquiera que conozca un poco de historia política mundial –y más del Vaticano– sabe que, al menos por ahora, es un lujo haber nacido en la segunda mitad del siglo XX. Con sólo agarrar un período al azar de los dos mil años previos, notaremos que es un milagro que la institución Católica siga en pie. Quizá sea por la finitud de nuestras vidas que nos cuesta dimensionar el salto hacia adelante que dio en el último siglo. No permitirá el matrimonio igualitario, pero pasaron de querer mandar a los gays a un ghetto a un Papa que pide que sean aceptados. ¿Francisco no hizo todo lo que tuvo a su alcance? No lo sé, no estudié para Cardenal, escribo acá desde la Parroquia de Villa Ojete, pero basta una búsqueda simple para notar el contraste entre “son una mancha para la humanidad” de Quarracino al Franciscano “son una condición humana y yo no soy quién para rechazar a un hijo de Dios”. Pero mucho más no puedo decir al respecto porque, como no soy homosexual –creo, por ahora– no sé qué se siente ser católico con menos derechos que otros católicos.

Tuve que ir a buscar cuándo fue la última vez que había puteado a Francisco. Años. Tres desde un sarcasmo, cinco desde una crítica. Como si a alguien le importara, claro, lo que tiene para decir Nicolasito respecto de la máxima autoridad de la Iglesia Católica. Pero junto a la muerte llega la introspección. Bueno, al menos si lo digo en primera persona.

No es la muerte. Hace tiempo que dejé de pegarle al Papa por numerosas razones, pero que todas salieron juntas por un ángel humano que apareció sin aviso. Un lector de esos con los que nos ponemos a charlar y terminamos de café. Para mi sorpresa, así conocí a mi amigo, confesor y sacerdote “personal”. Yo venía de ver cómo había que ser un delincuente para recibir una palabra de aliento del Papa mientras que mi carta con una crisis de Fe entregada en mano nunca obtuvo respuesta. Como si el hombre no tuviera a otros cientos de millones de personas meta pedir cosas y en peores condiciones que uno. Venía de sentir en carne propia el escarmiento de un grupo de hijos de mil putas, de esos malos que dan miedo, pero que decían ser amigos del Papa. Podría decirse que tenía mis motivos humanos para sumarme al sentimiento compartido de ver que el mundo saluda el liderazgo religioso de una persona de la que acá no se podía hablar sin hacer quilombo.

Este amigo que la vida me dio en un momento de profunda crisis –que en mi caso son abismos– me recordó que lo más difícil de la piedad es que cuesta más cuando se aplica al más descarriado. Si sos honesto, si podés dormir después de repasar tu día, si nadie te grita delincuente por ser un delincuente, es lógico que no estés en las prioridades de un tipo que no puede hacer de la venganza una bandera.

“Fui educado por Argentina, con sus riquezas y sus contradicciones”, dijo Francis en una entrevista, como para recordar que el tipo de la sotana blanca no dejaba de ser una persona, pero pedimos más.

Hay conceptos tan trastocados que a veces me asusta que tengamos a unos en reemplazo de otros. Como cuando hablamos de la magnanimidad del perdón. No sé dónde recibieron catequesis algunos de mis amigos, pero el perdonar no es divino, sino un acto de humildad, de aceptar que todos cometemos errores. Dios siempre te va a perdonar. ¿Qué gracia tiene dejarle el fardo a él? Algunos errores son más errores que otros, lo entiendo. Algunos pecados son más graves que otros, lo comprendo. Pero también está la humildad de aceptar que el Papa no puede ni debe negársele a nadie que quiera verlo o conocerlo. Aunque desde este lado he boludeado cada pedido del Papa por un mayor diálogo en Venezuela, cuando de un lado estaba el aparato represivo ilegal del Estado y del otro gente cagada de hambre y torturada.

En 1994, el obispo auxiliar Jorge Bergoglio fue la primera figura de peso en poner la firma en la condena pública al atentado contra la AMIA y en pedir Justicia. Durante los primeros años del siglo XXI efectuó labores solidarias en lo que se llamó Tzedaká, según dichos de Israel Singer, antiguo capo del Congreso Judío Mundial. Participó de celebraciones de Rosh Hashaná en sinagogas y presidió ceremonias ecuménicas e interreligiosas en memoria de los muertos por los nazis en la Noche de los Cristales Rotos. Escribió libros en conjunto con un rabino, invitó al Gran Rabí de Roma a su coronación como Papa y afirmó públicamente, para el horror de buena parte de su feligresía, que un cristiano “no puede, por definición, ser antisemita”.

Su pedido de alto al fuego y paz en Oriente Medio sonó a Miss Simpatía pero, nuevamente, ¿qué podíamos esperar de un líder religioso más allá de la condena de las atrocidades cometidas por Hamás? Eso no quita que pueda entender la bronca de muchos, a pesar de que, como no soy judío –creo, todavía– no puedo sentir en carne propia qué se siente ver un paño palestino en un pesebre en el Vaticano, aunque haya durado dos de los 30 días en los que el Pesebre se exhibió. En 2015 me había sacado de quicio cuando lo escuché decir, tras el atentado contra Charlie Hebdo, que “si alguien insulta a mi madre puede esperar una trompada”. No faltó el que recordara, nuevamente, la grandeza de Juan Pablo II sin percatarse de que fue la fuente a la que recurrió el Obispo Bergoglio para distanciarse de los dichos de Benedicto XVI en contra de los musulmanes: “los veinte años de cuidadosa construcción de un vínculo” por parte del Wojtyla.

Hablo de mí y trato de ir a la primera persona lo máximo posible porque no quiero herir susceptibilidades. Siento que durante mucho tiempo esperé que Francisco fuera político al hacer religión y que se comportara como religioso cuando no me gustó su opinión política. En tiempos en los que cada uno pretende una religión personalizada, hemos redefinido y llevado al extremo el axioma “más papistas que el Papa”. Y por lejos, muy, muy lejos.

En buena medida, este texto me lleva a pensar que mi tristeza podría deberse a una oportunidad perdida. Una más y van en un país que le ha dado al mundo cosas que, a simple vista, parecen accidentes. Nada nos alcanza a nosotros, humanos perfectos, impolutos y en camino a la santidad. Sin embargo, detrás de un premio Nobel en medicina hay un Bernardo Houssay que llevaba cuatro años cesante en la UBA por firmar una solicitada a favor del bando Aliado en la Segunda Guerra y por pedir elecciones libres. Detrás de un Nobel en química hay un Federico Leloir que largó todo en solidaridad con su maestro Houssay y una carrera financiada por altruistas a la que el Estado no le dio importancia hasta la creación del Conicet presidido desde un inicio por Houssay. ¿De César Milstein podemos hacernos cargo cuando todas sus investigaciones fueron hechas en Cambridge?

Sí, podemos. Ya se me hizo costumbre escuchar que el principal capital de los argentinos empleados en el extranjero es la capacidad para resolver problemas y la tranquilidad con la que encaran esos conflictos. El secreto es simple. ¿Querés problemas de verdad? Te invito una temporada a la tierra que tuvo cinco presidentes en una semana y sólo votó al primero. Vengan a capacitarse al país en el que sabés a qué hora salís de tu casa pero nunca cuándo, cómo ni en qué condiciones llegarás a destino. Seis meses de intentar reencasillarte en el Monotributo y te volvés a casa con una Diplomatura en Temple y con un Certificado Oficial de Huevos de Titanio. ¿Cómo no sentir orgullo de esta escuela de sobrevivientes de psicópatas?

Por eso es que creo la versión de que Bergoglio viajó en 2013 para votar en el Cónclave sin ninguna esperanza mayor a la de volverse pronto. Para el tipo, como buen argentino, le resultó totalmente normal que entre cinco cardenales hubiera seis opiniones distintas. Tan natural como que los que nos ven desde afuera hayan pensado “esta Iglesia es un quilombo, pongamos al argentino que desayuna catorce problemas y doce tragedias antes de terminar el café”.

Hace muchos años, atribulado, salí a manejar dejando que el auto me lleve fuera de la ciudad. Terminé en Luján y salí a dar una vuelta por la Basílica. Vi pasar al Padre G., cura párroco de mi infancia, nuestro defensor frente a la catequista, el hombre que me sacó del aula y estuvo toda una mañana consolándome por mi primer encuentro con la muerte a través de la partida de un abuelo. Su pañuelo generosamente regalado todavía está guardado. A pesar de los años transcurridos y de que un niño de doce años difícilmente pueda parecerse a un barbudo, G. me reconoció y me pidió que esperara, que lo esperaba la Misa. Yo no presenciaba una desde hacía años. Lo esperé, sentadito lejos, que en Luján puede ser a un kilómetro del altar sin necesidad de salir del templo. Cuando terminó de saludar a los feligreses tras la misa, hizo el típico gesto de “dame un minuto” y, tras una vuelta por la Sacristía, reapareció de civil. Nos sentamos en una banca. Es increíble lo distinta que se ve la Basílica vacía y de noche. Le pregunté cómo terminó en Luján y me contó que, con Bergoglio, los Jesuitas estaban de parabienes y ahora era Rector de la Basílica. Me preguntó por qué presencié y no participé, y le conté mi estado civil. “Si tenés un problema de conciencia, pasamelo a mí, que yo no te voy a privar de eso”.

Son esas pequeñas cosas, esos enormes gestos los que hacen que uno no se sienta tan descarriado: que cuando estás en el piso y a disposición de tomar cualquier atajo que te de algo, aparezca una mano e intente colocarte de vuelta en el camino. Cualquiera que hubiera sabido de esa circunstancia habría pensado que el Padre se cagaba en sus obligaciones. Esto viene a cuento porque hoy, tal como entonces, es fácil ser anticlero o ir en contra del Vaticano desde dentro del catolicismo. Hace dos siglos y medio, en cambio, regía la inquisición. Y yo puedo decir lo que quiera gracias a que vivo en la modernidad de los Estados Nación, donde las Iglesias ya no forman parte de la toma de decisiones, donde los dogmas religiosos deben quedar fuera de las leyes, por más que les duela a los mayores críticos, tan herejes en términos doctrinarios como el mayor de los ateos, solo que el último sabe que es hereje y lo tiene sin cuidado.

En cuanto a si Francesco abrazó, recibió o se fotografió con los malos de nuestras historias, hay una imagen que debería servir, de mínima, para pensar. No recuerdo a ningún político occidental que haya dicho de Francisco, ya Papa, las cosas que dijo Javier Milei. Nadie lo trató de ser un enviado del infierno ni lo insultó tanto. Y ahí estaba Pancho, con sonrisas y abrazos, con el hombre que más lo puteó. Debe ser feo ser carpeteado dos veces por tu propio timeline en un mismo día por despedir a Hugo Gatti y luego al Papa. Pero, si bien desistió esta vez de despedir a un colega, el Presidente demostró con su acto de duelo lo que pudo hacer Francisco y otros no: perdonar, aunque no le haya pedido disculpas por decir las peores barbaridades. Varios hubiéramos dado de todo por tener esa chance de meternos la lengua en el ojete porque el otro tuvo lo que uno no: la humildad del perdón.

Se fue. Se rompió su sello y en mi país, el de él, el nuestro, llovieron mensajes desagradables. Buena parte llegaron desde el típico argento: el que dice pertenecer pero con beneficio de inventario. Católicos divorciados, cuarentones y cincuentones que no formaron familia y nos dicen cómo tenemos que hacerlo y con quién. Más papistas que los más papistas que el Papa.

Y entendí que mi dolor puede que vaya por ese lado. Con la muerte de Francisco se va, quizá, la mejor oportunidad que tuvimos en la vida de tener algo que rompiera esas medianeras que levantamos con el de al lado. Algo me dice que Francisco sabía que eso era imposible, que nadie vive tantos años en la Argentina al pedo. Él, fanático de Borges –ateo manifiesto– al que invitó a una clase especial cuando enseñaba en Santa Fe; él, enamorado de la obra del ortodoxo ruso Dostoyevski, no encontró en sus diferencias motivos de rechazo a la obra. Disfrutó de lo que le dieron.

Se fue y nos quedamos con estas cargas tan, pero tan pesadas. Obviamente recé por él. Y por nosotros, tan irritables y con tan pocas ganas de ser felices por lo que damos al mundo. Nosotros, los que no perdonamos, porque para eso está Dios. Nosotros, los que hasta nos olvidamos de que Juan Pablo II, tan repetido para contrastar a Francisco, fue a una cárcel para perdonar al hombre que quiso matarlo y que arruinó su salud para siempre. Quisimos ser más papistas que el Papa y no nos dio bola. Habrase visto.

La muerte no redime, he leído por ahí aunque no existe religión que valide esa máxima. No redimirá, pero es el final de la película en la que ya no se muestran fotos sueltas y podemos comprender toda la trama. La película terminó, están pasando los créditos y puede que haya una escena posterior para el que haya esperado, esas en las que te recuerdan que la historia puede continuar y ya no como la conociste.

Y como toda película larga, tardará mucho tiempo en caer la ficha del cacho de historia que hemos presenciado.

Nicolás Lucca

 

P.D: “Predica el Evangelio en todo momento. Si es necesario, usa las palabras”, dijo un tal Giovanni di Pietro di Bernardone, conocido como San Francisco de Asís.

P.D.II: Y el Rosario me llegó recién este año… De la mano de la segunda persona que más lo ha puteado. Qué maravilla.

 

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5 respuestas

  1. Muchas gracias. Me siento muy identificada con lo que decis. Sobre todo en lo referente a no haberlo valorado… en fin. A veces somos un poco ciegos y victimas de unos medios de m…. que sólo dicen lo que les conviene y uno se traga el sapo por no pensar o no querer investigar. Por esa cosa de «verguenza ajena»cómo un argentino se va a mandar esa…. y todo sacado de contexto. La muerte no redime… tal vez. Pero nos permite ver más allá. Y tal vez conocer a la persona que se fue en toda su dimensión. No por nada el nombre de este jubileo es «La esperanza no defrauda.» El tampoco defraudó. Gracias.

  2. Fui a una escuela católica desde mis 3 años, estuve en la Pastoral de los Hermanos Maristas. Me dieron años hermosos, aunque me había olvidado de eso con el paso del tiempo. Al Papa nunca le di bola, hasta ahora, que repaso su historia, su hacer. El tipo todo el tiempo tuvo gestos coherentes con su decir y modo de vivir. Recién ahora lo valoro, y si, también me pone triste. Algo habrá que aprender de lo que nos dejó.

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