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Cupo de boludos

Existe una tendencia global a querer construir un mundo ideal como si el planeta se tratara de un enorme escenario del videojuego Los Sims. El escenario de juego frena en la frontera con el mundo oriental por una sencilla razón: del otro lado las reglas de juego son distintas. Los jugadores de este lado ven esas diferencias como pintorescas.

Dentro de esa fantasía de un mundo ideal en el que desean vivir sin que nada los exalte, se ha dado rienda suelta a la hiper regulación de los vínculos humanos. Y les puedo asegurar que en el primer mundo han exagerado mucho más de lo que a nosotros podría parecernos intolerable. Lugares donde proliferan zonas en universidades para que las minorías se sientan seguras deberían llamar la atención como para, de mínima, preguntarse si no es un chiste que se haya vuelto a un segregacionismo “positivo”.

Con la avanzada de la Selección Argentina en el Mundial, ya son varios los artículos periodísticos en los que se intenta explicar cómo es que nuestro combinado nacional no tiene negros. Vamos a centrarnos en la del Washington Post por una sencilla razón: supo ser la vanguardia de la honestidad política. El diario históricamente alineado con el Partido Demócrata no solo ha caído en la brutal grieta norteamericana, sino que ha dado vía libre a la proliferación de cuanto concepto caprichoso apareciera. Ahora le tocó a la selección y se preguntan por qué no hay negros.

Por suerte para nosotros la nota es bastante explicativa. Pero subyace algo que en una redacción siempre prima antes de abordar una nota: quién la leerá. O sea, si hay alguien que desea esa información. La imagen a continuación responde la pregunta:

 

Ya no les genera curiosidad nuestra inflación sino que el tope de preguntas obedece al patrón de colores dérmicos de nuestro seleccionado. Y el motivo por el que me pongo a escribir estas líneas no es por el norteamericano promedio, ya que podríamos preguntarnos con mayor rigor estadístico cómo es que la selección norteamericana no tiene un 70% de jugadores con obesidad mórbida. Escribo para nosotros, que nos gusta comprar cualquier verdura para cualquier aspecto de nuestra vida social. Hasta que nos tocan el fútbol.

Lo primero que debería interpelarnos es el discurso histórico que hemos tenido con dos posiciones totalmente contrapuestas: la versión progre que habla de raíces africanas y llora por un comportamiento segregacionista, europeísta y asesino que nunca tuvimos; y el pensamiento contrario que supone que la Argentina es la Europa del sur.

El argentino que se haya cruzado con un norteamericano lo habrá notado: no entienden cómo somos de América Latina. El estereotipo latinoamericano es México, Cuba, con suerte. En la serie How I met Your Mother bromearon fuerte con este nivel de ignorancia generalizado cuando una de sus protagonistas se va de vacaciones a Buenos Aires y se enamora de un argentino… Buenos Aires aparece como una playa caribeña y el argentino es Enrique Iglesias.

Decía que el tema debería importarnos porque hoy es el fútbol lo único que hace que dimensionamos el nivel de delirio. La redonda es como un escudo y una excusa que permite que hasta el más progre de los progres grite obscenidades homofóbicas sin alarmarse. Es el único lugar en el que a las sociedades se les permite ser naturales. Esto debería llamar la atención de quienes promueven políticas públicas que ni en pedo recuerdan ni bien llegan al estadio.

Nosotros podemos llegar a tener actitudes clasistas, matar a un pobre para celebrar que somos mejores y demás cosas. Pero por cuestiones de piel o nacionalidad, solo somos discriminatorios de la boca para afuera. Ni el más bocón pide el DNI del vendedor a la hora de comprar o contratar servicios. Nos puteamos entre porteños y el interior, santiagueños y tucumanos, cordobeses y santafesinos, correntinos y la Argentina. De hecho, ni siquiera le decimos negro al negro, sino al pobre o al marginal.

Precisamente por no tener políticas segregacionistas es que los negros que quedaron en el país se fueron diluyendo en los genes del mestizaje hasta la llegada de los senegaleses. Nuestros pobres del siglo XX eran europeos en su mayoría, los que llegaron en bolas y eligieron el lugar por oportunidades y porque ya habían colectividades donde insertarse. Repito para que se entienda, porque estoy un poco con los huevos al plato con el discurso de la Patria Nuestroamericana como contraposición de un “país de europeos del conservadurismo”: si en la Argentina se necesitaban trabajadores que supieran arar la tierra y se nos llenó de europeos, es porque no tenían dónde caerse muertos o estaban hartos de las guerras. Ningún pueblo emigra en masa si la pasa bien.

En mis venas no existe una gota de sangre aborigen, pero desconozco que habrá en el rastreo más allá de los barcos. Porque la historia del mundo es la historia de la migración de los pueblos. Ni siquiera los aislados británicos son los bretones de hace dos milenios, aniquilados y desplazados por romanos, vikingos, normandos, jutos, sajones y anglos.

Pero más allá de cualquier explicación racional a la composición demográfica de nuestro crisol, hay cuestiones culturales que el debate esquiva y no debería: la culpa, el mérito y la apariencia. ¿Acaso nos corren por no poner cupo en un lugar donde sólo deberían estar los mejores o en todas parte dejó de ser costumbre leer antes de escribir?

Yo también me he hecho preguntas en cada acto escolar de mi infancia, puntualmente los concernientes a la conmemoración de la Semana de Mayo. Mientras mi madre cubría mi cara con corcho quemado, me intrigaba cómo es que había negros en 1810 y el primero que vi en mi vida era el novio de una amiga de mi madre procedente de la ciudad de Washington, Estados Unidos.

La pregunta tuvo a lo largo de los años las más variadas respuestas. Primero, que a los negros los habíamos mandado a morir a la guerra del Paraguay. Luego, con los documentos en la mano, comprendí que en Paraguay combatieron negros en masa, pero también murieron hijos de presidentes.

Las colonias españolas en América, a diferencia de las colonias inglesas en el norte, no dependían tanto de la mano de obra esclava trasplantada, dado que contaban con la propia: la “civilización al salvaje” como mano de obra gratuita. Los negros que habitaban el Virreinato del Río de la Plata llegaron a conformar casi un tercio del censo encargado por Vertiz en 1778. Pero incluso el mestizaje ya hacía de las suyas por aquel entonces.
La Asamblea del año XIII había decretado la libertad de vientres, pero no abolió la esclavitud de los negros ya nacidos. El comercio existió hasta que se prohibió la trata de personas y los que todavía eran esclavos consiguieron la libertad con la Constitución. Al menos en los papeles, porque ya entonces las leyes eran un listado de sugerencias.

Cuando José de San Martín marchó hacia Chile en 1817, llevó consigo batallones completos de negros comandados por negros. Ése es un antecedente que quienes afirman que al Paraguay los mandamos al muere pasan por alto: los negros ya habían demostrado que eran realmente aguerridos en campos de batalla, a tal punto que tenemos grabada en la memoria colectiva el rol del sargento Juan Bautista Cabral, un zambo –mestizaje de aborigen y negro– que salvó la vida de San Martín perdiendo la suya en la batalla de San Lorenzo. Cuando la campaña llegó al Perú, los negros decidieron no volver al sistema que reinaba en el Río de La Plata.

En este lado del mundo han existido libertos que trabajaban incluso para el Estado virreinal. Con la libertad de vientres, fue cuestión de un par de décadas para que los negros nacidos a partir de 1813 llegaran a adultos y comenzaran a participar de la vida social activa. Sus costumbres y el prejuicio de aquella sociedad frente a los que alguna vez fueron cosas, generaron un accionar peyorativo hacia el negro que, por razones obvias, encima pertenecía a la pobreza. En las grandes urbes, ser negro era ser pobre.

El paso de los años, los que se fueron a otros países y nunca volvieron y, fundamentalmente, el mestizaje diluyeron la percepción de afroamericanos en las calles argentinas. Si durante siglos tenés leyes que impiden a los negros coexistir con los blancos, es probable que veas negros y blancos en vez de personas. Acá no existieron. Allá ibas preso si tenías vínculos sexoafectivos interraciales.

Los pobres arribados de Europa frecuentaban los mismos lugares que los negros. No es una teoría sino una realidad tan palpable como el mayor rasgo cultural de Buenos Aires: el tango. Dicha música no existía antes de las oleadas migratorias y fue la evolución de ritmos africanos y melodías europeas. Y la única forma de que eso pueda ocurrir en tiempos en los que no existía Internet es gracias a la coexistencia de las distintas culturas sin leyes de segregación.

Candombe, guitarras españolas, el bandoneón llegado con los alemanes, los violines de los rusos e italianos… Desconocer este rasgo es de burro o ciego.

[En este punto les recomiendo escuchar la canción Dorogoi dlinnoyu, cantada por Alexander Vertinsky. No se asusten por el idioma, que es ruso aunque suene a tangazo. Y si la melodía les resulta familiar, es porque fue popularizada en inglés por Mary Hopkin como Those were the days en 1968, en un disco producido por Paul McCartney.]

Negar lo que fue esta tierra antes de que lleguemos es querer sumarnos una cocarda que no es nuestra y olvidarnos de poner las cosas en contexto: este presente libre de esclavos como política de Estado no es la normalidad de la historia humana sino una excepción que, ojalá, perdure por siempre. Hasta bien entrado el siglo XIX y desde que existen las civilizaciones, han habido esclavos y no importó nunca el color de piel, dado que el primer esclavo siempre era el capturado en batalla.

Y a su vez es un legado de un puñado diminuto de hombres en comparación con el resto de la civilización occidental que integraron mientras vivieron. Un grupo de personas que idearon un sistema con miles de errores que pueden ser criticados porque vivimos en ese sistema. Si la progresía moderna todavía no se enteró, en los países con otro tipo de visiones, con otras reglas de juego que gustan mirar con cara de ternura y comprensión, citicar la falta de integración racial o la discriminación sexual se paga con la prisión, la muerte o en ese orden.

Por eso estas líneas. Porque es importante recordar que los jugadores que nos representan también son un mix de hijos de la clase media y baja. Apellidos españoles, italianos, británicos; distintos colores de pelo y textura de piel. Que tanto el que nació en una familia pobre como el que lo hizo en una más acomodada proviene de un linaje que sí o sí proviene de algún pobre que logró hacerse la América.

Y porque es importante recordar que las reglas están buenas y que bastaría con probar qué onda si jugamos todos con el mismo reglamento por una vez y sin hacer trampas. No lo digo porque estemos distraídos por el Mundial. No creo que esa sea nuestra distracción, sino un presente crítico con una catástrofe económica y social sin precedentes que hace que no podamos pensar en otra cosa que no sea en cómo sobrevivir. Pero en algún momento pasará, como todo. Y ahí es cuando la gente se aburre y comienza a querer llamar la atención con exigencias desde la superioridad moral de haber encontrado un nuevo flagelo que el resto no había visto. Como cuando comienzan a cuestionar cosas que nos gustaron mucho. Como cuando un montón de apellidos europeos financiados por el Estado comienzan a hablar del flagelo del país europeísta.

Quizá la FIFA, en su dinámica troglodita y corrupta, sea el último bastión de la realidad, esa que no puede modificarse con gritos y leyes: a las selecciones llegan los mejores, sin importar su color de piel y sin que a nadie se le haya ocurrido un cupo. Todavía.

O quizá sea hora de dejar de compararnos con América Latina o con Europa y volver a compararnos con nosotros mismos. No es nacionalismo ni por lejos, es casi psicoanálisis: lo que fuimos, lo que pudimos ser, lo que somos y lo que podemos llegar a ser.

 

Nicolás Lucca

 

 

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