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Corría noviembre de 1999 cuando una versión mía de 17 años vagaba preocupado por la calle Pedernera rumbo a Rivadavia para tomar la línea 36. Acababa de salir del colegio y mi cabeza no dejaba de pensar en el resultado del test vocacional al que éramos invitados de forma voluntaria. De las primeras opciones, una me encantaba pero mi familia no le veía futuro y a la otra no la había tenido en el radar aunque viviera dentro de un diario impreso con la radio AM al lado.
Durante mucho tiempo había recordado mi Quinto Año de la secundaria como anécdotas divertidas sueltas. Los diferentes puntos bajos los metí en una bolsa totalizadora de un período que, de adulto podrá resultar pequeño, pero que a esa edad convierte cada verano en un siglo y cada cursada en un milenio.
Hace un par de semanas lo ví. Inesperado e irreverente –cualidades que, seguramente, no estuvieron en la intención del emisor– el mensaje decía “Promoción 1999, 25º Aniversario; 20 horas misa y entrega de medallas, 21 horas cena”. Lo leí, dije “qué loco” y seguí con mi día. Después de todo, es un mensaje que llega todos los años cambiando algún que otro caracter. No sé si vengo sobrepasado o muy boludo, pero recién por la noche caí en la cuenta de que, después de 25 años, el listado no enumerado de homenajeados me incluye a mí.
“¿Qué se hace con esto?” fue lo primero en lo que pensé, seguido de qué ponerme, qué tan formal o informal ir para evitar las gastadas o, peor, el ridículo. ¿Conviene ir a la peluquería antes? ¿Irán muchos? ¿Algunos? ¿Alguien? ¿Qué habrá sido de la vida de aquellos a los que no tengo en Instagram?
Desde entonces, varias veces al día me atrapó algún pensamiento vinculado a recuerdos a los que cuesta despojar de adornos. Y el peor de los castigos del ser humano: sufrir porque pasaron tantos años de situaciones idílicas, sin poner en la balanza todo lo que pasó en esa misma cantidad de años.
Lo idílico invadió mi pensamiento y este lunes pasado se hizo tan presente que se desvaneció toda duda sobre qué me tocaría escribir esta semana. No importara qué fuera a pasar, esto tenía que estar. No, la sensación de geriátrico de cumplir un cuarto de siglo de egresado, no: lo idílico.
Siempre me llamó la atención que idilio e ídolo fueran dos palabras que tuvieran la misma raíz, cuando la primera habla de cuestiones amorosas y la segunda de una figura representativa de alguna divinidad. Son cuestiones que, en un colegio católico, podrían haber sido saldadas de forma muy sencilla si en Filosofía nos hubieran explicado que el idilio es una forma de divinizar a la persona amada o que un ídolo es una figura en la que representamos todo lo que desearíamos tener en nuestra vida, todo lo que amamos.
Bueno, puede ser que lo hayan explicado, después de todo, Filosofía es una de las tantas materias que me llevé a diciembre. O a marzo, creo.
Qué alumno patético. Entre las materias que me llevé a mesa de examen y las que arrastré como previas de un año al otro, debo haberme presentado a una veintena de evaluaciones en días de exorbitante calor de veranos porteños. A la distancia, y con el analítico en la mano, puedo decir que no era un idiota, sino un sujeto totalmente carente de disciplina. Solo así se explica que aquellas materias que me interesaban fueran una paliza de notas altas y, aquellas que no, estuvieran ahogadas por debajo de la línea de flotación. Y hablo de disciplina porque todas esas materias eran finalmente aprobadas sin mayores problemas. Un trámite. Bueno, varios trámites por año.
La idolatría e idilios serían una constante en estos 25 años. Las situaciones de idilio me llevaron a lugares de tanta oscuridad que hoy ya no siento euforia por ningún acontecimiento porque quedé entrenado para esperar nada. En cuanto a ídolos, aún conservo los mismos de la adolescencia y se sumaron un par a mi Olimpo personal, pero todos carecen de la misma cualidad: ninguno es o fue político.
Soy early millennial, cumplí los 18 en el 2000, y como buen representante del inicio de una generación, fui criado y educado por las generaciones que me precedieron. Sus creencias colisionaron con las realidades que moldearon las nuestras y salimos así, medio rotos, colapsados de estrés y ansiedad, viendo como un sueño aparentar la edad que tenemos y no diez o veinte años más.
Veo un hilo conductor entre el nihilismo que me precedió y la idolatría de presidentes que me siguió. Una crisis se atraviesa y, eventualmente, se supera. De la oscuridad y perdición donde no hay futuro, te salvan. Así vi un nuevo milenio con salvadores y mesías en vez de funcionarios públicos.
Vuelvo a 1999 y ya no puedo contar con tanta liviandad que me fui de viaje de egresados una semana después de la tragedia de LAPA. Porque el paso del tiempo hizo que supiera que esa mancha de escombros que vi al despegar del Aeroparque fue evitable. Claro, si los responsables hubieran hecho lo único que tenían que hacer.
Unos meses antes de ese mismo año, mientras participaba del modelo de Naciones Unidas, sentí que mis ganas de armar quilombo podían tener un objeto más interesante, como cuando nos levantamos en un pequeño grupo y decidimos desobedecer a los organizadores para acompañar a los chicos de la colectividad judía que debían rendir un homenaje. Era 18 de julio, domingo, y se cumplían cinco años del mayor atentado que había vivido Occidente hasta entonces. Y había ocurrido en mi ciudad.
De tantas cosas que he pensado sobre aquellos años, hay algo que escapa a toda lógica y fue la expresión de deseo de la educación. No puedo cargar contra mis docentes que mucho hicieron por despertar mi curiosidad y, por si fuera poco, apuntalar mi existencia con tareas que no estaban remuneradas. Fuimos preparados para un mundo inexistente fuera de los libros de Fukuyama y la euforia post soviética. Y, aunque cueste dimensionarlo a esta altura del partido, en ese mismo 1999 asumió Hugo Chávez en Venezuela. Mientras, en Rusia, un desconocido Vladimir Putin juraba como Primer Ministro y cerraba el año como Presidente. Yo tenía 17 años. Tengo 42.
Soy bachiller y mercantil, fui adiestrado en organización comercial de la empresa y sistemas administrativos contables. A los 14 años ya habíamos estudiado la Ley de Sociedades Comerciales y para los 15 realizábamos balances de doce columnas. Física, Merceología, Química Orgánica, Matemática Financiera, Literatura argentina en profundidad, Borges, Cortázar, Lugones y Bioy Casares ya estaban en el back up antes de tercer año. La literatura española y británica fue enseñada con líneas temporales para aprender historia incluso en literatura. Filosofía antigua, Psicología, Economía Política, Derecho, Educación e Instrucción Cívica se sumaban a las materias obligatorias para pasar de año.
Y por si fuera poco, se me antojó participar de las Olimpíadas de Historia, que en aquel año abarcaba el período 1880-1916. Las autoridades me lo impidieron por una razón que me hizo hervir la sangre, pero que agradecí muy pronto: “No podés representar a una institución en una materia si desconocés todas las demás”. Y sí, para el segundo trimestre tenía medio boletín desaprobado. Se enseña y se aprende incluso por fuera de las materias.
Me enseñaron que este país tiene tres poderes, uno Ejecutivo, uno Judicial y uno Legislativo y que los tres se controlan y son independientes entre sí. Me explicaron que hay Defensorías del Pueblo, que las provincias son autónomas, que los diputados representan al pueblo que los votó y los senadores a sus provincias. Fui educado en las bondades de una Constitución Nacional que me garantizaba el derecho a la vida, a la integridad física y a la libertad. También la posibilidad de peticionar a las autoridades, de votar y ser votado y de entrar, permanecer, transitar y salir del territorio argentino. En serio, pueden buscarlo, está en ese libro.
También me dijeron que tengo el derecho de usar y de disponer de mi propiedad, de publicar libremente sin censura previa, de enseñar y de aprender. Obviamente, me contaron de mi derecho a tener condiciones dignas de trabajo, aunque nadie se tomó el trabajo de precisar qué sería lo digno. Agregaron que tenía derecho a una jornada laboral limitada, descanso y vacaciones pagos, retribución justa, salario mínimo, vital y móvil, protección contra el despido arbitrario, derecho de huelga, seguro social obligatorio, jubilaciones y pensiones móviles. Ah, y el derecho a tener un medio ambiente sano.
Me garantizaron que nadie puede ser juzgado por otra persona que no sea su juez natural, y que tampoco se puede ser condenado sin una ley anterior al hecho que se impute. También me dijeron que en este país no hay privilegiados ni prerrogativas de sangre, que todos somos iguales ante la ley y que la privacidad es sagrada.
Fui adiestrado para respetar los mandatos constitucionales, peticionar por las vías institucionales y a no temerle a un mundo que ya había dejado atrás dos guerras mundiales y una guerra fría, que ya no había disputas ideológicas sangrientas y que lo peor de la historia humana había quedado atrás.
Menos de dos años después, vivía en un planeta con una guerra contra el terrorismo islámico, una economía detonada, cinco presidentes en un puñado de días y sin saber si tenerle más miedo a los delincuentes, a la política o a los atentados.
¿Dónde quedaba ese Disneyworld que me pintaron y que ni los diarios de la época reflejaban? ¿A cuál supermercado de derechos y garantías debía recurrir con esa listita? Al final, tanto estudiar y todo se resumió en que, al menos en la Argentina, la Constitución es una enumeración de sugerencias.
Y después nos preguntamos cómo es que hay una generación totalmente dopada contra la ansiedad. ¿Cómo no reventar mentalmente? ¿Cómo es que no estamos todos detonados?
Siento que tuve grandes profesores. Incluso hoy, si miro hacia atrás y pienso en que ellos eran los adultos frente a ese enjambre de mocosos pretenciosos e incontrolables, no le veo ninguna incoherencia a la ecuación resultante entre lo que enseñaban y la realidad que se vivía. Porque una cosa es que te enseñen a jugar y otra, muy distinta, es que te expliquen el reglamento. Así existe al menos una posibilidad de que, aunque una inmensa mayoría diga que una patada en la cabeza es válida en el fútbol, alguno que otro pueda gritar que no, que el reglamento dice que no y que no importa qué tan fuerte grite el público ni qué tan unánime sea el cantito.
Puede que también me sienta sorprendido por las trampas de la memoria. ¿Cómo es que pasó tanto tiempo si todavía recuerdo en colores nítidos, si tengo presente aromas, voces y ruidos? En 1999 Inteligencia Artificial apenas era un proyecto que Stanley Kubrick le cedió a Steven Spielberg y hablar de la Matrix, de Milagros Inesperados, de un Club de la Pelea o de un Sexto Sentido era hablar sólo de cine.
Un cuarto de siglo de aquel año en el que 250 mil almas nos reunimos en el recital de Charly en Costanera, el año de Demasiado Ego, Honestidad Brutal, Abre, Californication, Enema of the State, 13, Americana, Ray of Light y la irrupción del Club de Mickey en la música pop con Britney y Christina. Época de mega discotecas y, les juro, la escena musical era una cosa de locos antes de Cromañón.
A mis 17 años había pasado el 54% de mi vida gobernado por el mismo partido. A mis 42, ese porcentaje asciende al 62%. Internet era algo que aprovechaban los padres de algunos compañeros por necesidad, tener celular era de viejos y el mayor miedo que tenía era que en año nuevo dejaran de funcionar todas las cosas. La política, entonces, se movía de forma distinta y para putear al gobierno había que mover el cuerpo y poner la cara. Para alentarlo, también.
Un cuarto de siglo de aquel año en el que la economía estaba en crisis y faltaba todavía poco para que llegara otra aún peor. Lo curioso es que, cuando siento que el 100% de mi adultez fue una crisis perpetua, no es sólo una sensación. Pero luego está lo otro, eso que realmente importa y que no son cuántas personas dicen que soy bueno, copado, lo mejor que hizo la vieja, ni cuántas personas me putean. Todo aquello que hice, que hicimos mientras otras personas jugaban al Poder para lidiar con sus traumas infantiles, la vida que sacamos adelante a pesar de no ser el momento indicado. Porque, como decía una persona a la que quise mucho, cuanto más sabemos de historia, más nos damos cuenta de que nunca es el momento perfecto para nada, porque no existen momentos perfectos.
Yo no le dí bola a muchas cosas ni consejos, que para algo uno fue joven: para creerse mil. Cometí errores garrafales y otros preciosos. No todos dejaron enseñanzas, algunos solo fueron eso: errores. Hubo cosas que aún duelen y también otras que jamás pensé que pasarían, como cuando la vida te acomoda aunque te resistas. Podría comenzar por ese bendito test vocacional al que no le dí bola, por ejemplo, hasta que no quedó otra.
Básicamente, hablo de todo eso que llamamos vida, aquello que pasa mientras los demás quieren arreglar el mundo para que se parezca a lo que creen que debe ser ese mundo. Y si repaso lentamente esta ruta, no está tan mal.
No sé si daba para una medalla, pero tampoco está mal.
P.D: He dicho esto tantas veces, pero espero que mis hijos no lean esto.
P.D. II: La Carli me dio la medalla. No puedo más de alegría.
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(Sí, se leen y se contestan since 2008)
Un comentario
Al hacer ese recorrido por un cuarto de siglo de tu vida, me llevaste a recorrer el más de medio siglo de la mía desde que egresé como Maestra Normal Nacional (mirá qué antigüedad). Gracias