Las reglas del caos

Las reglas del caos

De la abundancia de frases apócrifas que repetimos como si nada, y en base a un análisis que hice en cinco segundos entre mi memoria y mi prejuicio, creo que la más popular de todas es que Voltaire dijo “no estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero daré mi vida por su derecho a decirlo”, cuando la autora de dicha frase fue su editora a modo de resumen. Pero quién soy yo para juzgar a alguien por utilizar un resumen y decir que leyó al autor.

Cuando no hay una frase firmada de puño, tenemos un problema: retroceder en la búsqueda de fuentes más allá de la invención de los soportes de grabación implica dar por válidas las declaraciones de quienes dicen haber sido testigos. Es una cuestión de fe, pero así funcionan las cosas. Dicho esto, amo que de las cartas dejadas por John Adams y las toneladas de textos escritos por Benjamin Franklin se haya podido reconstruir un intercambio entre un ya veterano Benjamin y el entonces delegado de Massachusetts ante el Congreso Continental. Mientras el tío Ben intentaba aplacar los ánimos y la verborragia asesina de Adams, Franklin manifiesta estar “demasiado en contra” de “decir lo que se piensa” porque “pensar en voz alta es un hábito responsable de muchas miserias de la humanidad”.

Me agrada el silencio en su estado más puro y me agrada el sonido en su armonía. Entre un buen disco y el silencio, quiero lo primero; entre el silencio y un bocinazo, también. Y en un sentido más amplio, respetar el silencio es no decir una barbaridad por el simple objetivo de llamar la atención o, peor aún, para dar rienda suelta al goce del sufrimiento ajeno.

Sin embargo vivimos tiempos en los que el silencio no es salud, sino un síntoma de olvido. Una persona que guarda silencio en medio del tsunami de palabras cotidiano, se queda afuera de la historia. Por si fuera poco, ya no se fomenta la participación solo con el pedido de opiniones, sino que hasta las mismas empresas de microblogging pagan al que más cosas diga bajo el hermoso eufemismo “creación de contenidos”. El problema, al menos para mí, comienza cuando nada se debate, todo se grita y gana la postura más gustada, como si la vida fuera un concurso popular.

Como ávido usuario de cualquier nueva tecnología de comunicación, he tenido épocas de mayor participación y otras de menor exposición hasta llegar a este punto en el que me da vértigo solo recordar una vez que recibí decenas de miles de puteadas por un tuit. En aquel momento también me dio vértigo, pero hoy ni tengo ganas de pensarlo. No gano nada, nadie gana nada, no tiene sentido más que el de autoflagelarse al exponerse ante el escrutinio de demasiadas personas a las que no conocemos.

Cada tanto entro a las redes que frecuentaba sólo para ver que personas que deberían estar plenamente ocupadas tienen el tiempo suficiente para pasarse el día deslizando el dedo por una pantalla táctil de seis pulgadas. Es como la contracara de una moneda que tiene al conocimiento concreto del otro lado. ¿Recuerdan cuando seguíamos a personas especializadas en un tema porque estaban especializadas en un tema? Bueno, de a poco comienzan a quedar desactualizadas o ya no pueden participar de otras conversaciones sin convertirse en opinadores compulsivos de cualquier cosa. Pasaron de ser especialistas en algo a llamar la atención en todo.

Hace poco vi a una colega especializada en salud que tuvo su pico de interacciones durante los primeros meses de la pandemia de Covid-19. Mostró que se había dado un nuevo refuerzo de la vacuna, con fotos y todo. ¿Está bien? ¿Está mal? No tengo idea, sólo sé que su comportamiento posterior ante los comentarios de gastadas me llevó casi a la compasión hacia alguien que necesita volver a ese punto en el que tuvo su momento de importancia.

No siempre está bueno ser el centro de atención. Lo sabemos quienes nos criamos con hermanos, lo sabemos los que sobrevivimos a la escuela, lo sabemos todos. De ahí a que sepamos qué hacer con eso, es otra cosa. Hay personas que no soportan dejar de ser el centro de atención. Es la bonita sensación de dopamina pero mal canalizada. Es curioso, pero de todas las formas que tenemos de generar dopamina se elige la sensación placentera de la satisfacción del ego.

La dopamina se libera al escuchar música de nuestro agrado, ver una foto de alguien que queremos, una película que nos gusta, una serie que nos apasiona, un libro que disfrutamos. También con un orgasmo, con ejercicio, con deportes, con caminar al sol, con drogas varias, con alcohol. En definitiva, con cualquier cosa que nos genere placer. Con todo ese listado, hay cada vez más personas alienadas por la necesidad de sentir placer a través de la interacción virtual. No, no es este un texto de 2010 que critica las redes sociales, es uno de 2025 en el que no se puede entrar a una sin ponerse un casco y un chaleco antibalas. ¿Como siempre? Bueno, los que estamos desde siempre tenemos nuestros reparos.

Puede ser que siempre haya sido así y ahora yo esté más viejo, también puede ser que los cambios de trincheras constantes nos hayan dejado con el caballo cansado. Lo cierto es que me cuesta entender cómo es que hacen las personas para producir y, a la vez, estar 20 horas al día en Xwitter. No entiendo cómo lo logran si, además, tienen vida, ni tampoco comprendo cómo no tienen nada más importante para hacer nunca. Porque yo puedo entender una tarde al pedo, una noche de desvelo, un día en particular por equis tema. Pero todos los días a cualquier hora no dejará nunca de sorprenderme. ¿En qué momento pasarse el día en el fino arte de boludear gente es un mejor plan que mirar algo en las quinientas modalidades existentes, leer un libro mientras se toma un café al solcito, escuchar música con atención o verse con amigos?

Esta semana de anuncios previos a la veda electoral –vigente a la hora de redactar y publicar este texto– el Presidente firmó la baja de aranceles a un grupo de productos tecnológicos en dos tramos, uno inmediato y otro en 2026. Dedicó el resto del tiempo a retuitear a los que festejaban la medida y a los que puteaban a los que criticaban. A continuación, ese mismo martes se presentó ante el Instituto Argentino de Ejecutivos Financieros (IAEF) para dar un discurso. La charla se convirtió más rápido que lento en una clase de historia monetaria ante gente que, al menos en la teoría, son los que saben de monedas. Pero no fue ése el punto que llamó mi atención, dado que no es la primera vez que ocurre, ni tampoco la extensión de una hora y media, mucho menos la necesidad de dar una catarata de agresiones –mandriles, pasquines, periosobres, econochantas y toda la fanfarria– y autocelebraciones por cada definición económica. Fue la falta de un enemigo claro.

Solo citar a Franklin y no puedo evitar pensar en su piedra basal de la diplomacia: observa mucho, actúa poco y habla con sutileza. Está bien, lo dijo hace un cuarto de milenio, pero creo que estaría bueno poder escuchar al Presidente delante de niños sin la necesidad de ponerse auriculares o de tener que explicar parafilias que no tienen porqué entender todavía. Pero son cosas del conservadurismo selectivo, ¿vio?

Ya que hablamos de clases magistrales, debo volver a una de las más premonitorias: la disertación “Construir al Enemigo” por Umberto Eco ante la Universidad de Bologna el 15 de mayo de 2008. Para quien no lo haya leído, es un ensayo profundo en el que el autor plantea su teoría de que las sociedades, cuando no tienen un enemigo real que amenace la integridad y subsistencia de un país, necesitan fabricar uno.

A diferencia de la teoría de las divisiones impulsada por Laclau, Eco apuntaba a algo distinto: un enemigo que aglutine a la mayor cantidad posible de personas. No es una división en mitades iguales, sino una mayoría que aplasta a una minoría, lo cual es todo un tema al hablar de una democracia. No hay margen de discusiones fútiles cuando tenemos un enemigo que amenaza nuestra existencia.

Podría decirse que de aburridos buscamos a algún potencial enemigo. Es importante tener uno porque sirve para varias cosas, entre ellas poder culparlo por cualquier cosa que salga mal. Hasta que llegue ese momento, un bonito enemigo es un buen lugar para depositar las energías por males pasados, los males presentes para reparar los pretéritos y para tener entretenidos a los seguidores. De paso, si ocurriese la variable de que aparezca algún recién amanecido que no sabe qué ocurre, es conveniente que exista un enemigo para señalar.

La elección de ese enemigo tiene que ser de una precisión quirúrgica. No puede ser cualquier enemigo, tiene que ser uno que genere adhesión en su contra. Por ejemplo, no hay forma de aglutinar gente en contra de un ídolo popular. Podrá tener detractores, como todo el mundo pero, por definición, es imposible que sea masivo el rechazo a una persona que es depositaria de una admiración masiva. Hay que apuntar a otro lado, a todo lo que genere sospecha y a todo lo que pueda generar rechazo o el recuerdo de algún rechazo. Y ahí es donde entran las generalizaciones y también es allí donde surgen las encuestas más malaleche.

Por ejemplo, si salimos a preguntar al tuntún qué se opina de “la Justicia” en general, tendremos un resultado que podrá variar en algunos puntos, pero que tendrá a los encuestados divididos entre quienes ya fueron cagados por algún fallo judicial y quienes lo serán en un futuro. La Justicia, entonces, podría ser un buen enemigo. Lástima que se desgastó. Fueron tantos los años en los que nos quejamos de la Justicia que ya nadie sabe a ciencia cierta qué es lo que nos molesta de la Justicia y no podemos precisar personajes en particular sin olvidarnos de la generalización. Cinco o veinte jueces no son “la Justicia”, sino cinco o veinte jueces. Tampoco es lo mismo una sentencia criminal que un fallo de un tribunal de casación o de un juzgado laboral. No es idéntica la situación de una persona que debe acudir a un tribunal de familia que la que lo hace a un juzgado comercial o a un tribunal oral. Tampoco es lo mismo un juez que un fiscal o un defensor y así podríamos llegar al infinito y, si ya lo aburrí con éste párrafo, es la prueba real de que “la Justicia” no sirve de enemigo.

“La política” tiene el mismo destino. Puede ser una enemiga perfecta por un tiempo, mientras ocurre alguna crisis de esas terminales que tanto nos gustan a los argentinos, pero tiene un serio, gravísimo defecto: votamos. Putear a la política es putear a todos los que no votamos y, tiempo más tarde, también a los que votamos. El otro problema es que “la política” también aburre por ser un universo aún más grande que “la Justicia”. Putear a “la política” es hacerlo con el intendente, el gobernador, el concejal, el diputado, algún ministro perdido, un delegado del ente recaudador suelto en un pueblo en medio de la nada, un director municipal y así hasta el infinito y más allá.

Pero el mayor problema que acarrea “la política” como enemiga es que, cuando realmente es el momento de ponerla en el cadalso, su verdugo deberá ser votado. Es una paradoja pero así funcionan los sistemas democráticos desde que a un grupo de locos se le ocurrió eso de que las personas podían elegir quiénes los representan. Entonces el verdugo necesita de sus condenados y el enemigo ya no es tan enemigo. Hace falta otro. Sobre todo porque llega un punto en el que putear a la política por los errores políticos deja de ser creíble: o sos muy torpe, o sos cómplice o te duermen siempre. Ahí entran los economistas.

En un país en el que cualquier ciudadano ha vivido en recesión dos tercios de su vida, putear a los economistas es fácil, barato y eficaz, pero tiene un serio conflicto: sólo son conocidos los economistas que ocuparon un cargo nacional y en el pasado reciente. Putear a Cavallo ya nos queda lejos, pero tampoco suma si fue el mejor ministro de la galaxia hasta la llegada del Toto. El resto de los economistas a los que putea el Presidente pueden ser conocidos en el círculo de la gente hiperinformada y sabemos que, por definición, nunca puede ser una mayoría popular.

Ahí entramos nosotros, los pobres boludos que pasamos cerca de algún medio, los que alguna vez cruzamos al dueño en un ascensor, los que cobramos el sueldo en cuotas y los que pasaron de tomarse el bondi a pasar los findes en una lancha en el Tigre. Básicamente los que merecemos ser odiados porque es fácil: todos hemos puteado alguna vez a algún periodista al menos en las últimas 24 horas. No hay discriminación ni de rubro de información. ¿Consumís sólo Gran Hermano? Tenés tu panelista favorito y uno al que le deseás el peor de los males. ¿Curtís el palo de la música pop surcoreana? Lo mismo. ¿Sólo pensás en fútbol y tu cabeza puede mencionar el plantel completo del Ferro Campeón de 1984 pero no recordás cuándo cumple años tu mamá? Apuesto mi resumen de la tarjeta de crédito a que se la tenés jurada a varios periodistas. No hay forma de no sentir cohesión frente al enemigo ideal. Es tan amplio el abanico de temas a abordar y tan abundante en ideologías y simpatías, que es imposible no odiar al menos a uno.

Cuando al cierre del texto de la semana pasada propuse no darle bola a los berrinches en contra del periodismo, lo dije por una sencilla razón: no garpa. A nadie le gusta escuchar las razones de un periodista, a nadie le gusta escuchar a un periodista hablar de sí mismo y es un grave defecto que tenemos absolutamente todos. Si a eso le sumamos que retroalimentamos la máquina al responder o hablar de lo mal que nos hace, esta realidad se vuelve insufrible.

Por si nadie lo ha notado, la teoría reinante es la del caos. No es lo mismo que el anarquismo ni tampoco es la destrucción del Estado: es el caos. Un caos al que entró el aparato político solito y de a pie mucho antes de la irrupción de Javier Milei. Él es producto del caos y lo alimenta porque es su zona de confort. En el caos no hay forma de que no sea una figura central. En un país ordenado, aburrido, puede que nunca nos enteremos que el Presidente no entendió El Zorro, que mucho antes de ser un anarcocapitalista contra la monarquía fue un noble que luchaba contra la barbarie del flamante México independiente en un lavado de cara de la nobleza española.

Y en el caos todo es posible menos saber qué va a pasar. Se pierden una, dos, quince elecciones, a nadie le importa más que a los que pierden. Si el Presidente pudo gobernar y hacer todo lo que hizo estos dos años, poco y nada le importará que se pierdan elecciones. Si se gana, mejor. Y si se pierde, problema para los que ganan, que deberán ponerse de acuerdo entre todos los que se odian de antemano para ver cómo votan y de quién es la culpa de que salga o no salga una ley que ya ni saben si beneficia o perjudica a alguien o a nadie.

En el caos político, los pases de un partido a otro no son por enamoramiento ni por prebendas: son por supervivencia.

Pero el caos nunca debe confundirse con revolución. Entiendo que para nuestras mentes seteadas por el siglo XX, toda revolución es comunista, pero el surgimiento de las democracias liberales del siglo XVIII y XIX también fueron parte de un proceso revolucionario sin precedentes en la historia de la humanidad. El caos reinante fue producto de la revolución, pero fue caótico para los que no participaban. Los que encararon las revoluciones tenían clarísimo el objetivo y los posibles resultados.

Ya que andamos con citas de pensadores de antaño, pocos tipos hicieron tanto quilombo a nivel mundial como don Thomas Jefferson, activo quilombero y redactor de las bases de la declaración de independencia de las Trece Colonias y testigo para nada imparcial de la Revolución Francesa. De Tomasito se recuerda, quizá, la frase de que el árbol de la libertad debe ser regado con sangre de patriotas y traidores, pero esa frase queda pequeñita al lado de sus ideas de la revolución periódica. Jefferson sabe que la destrucción del sistema nunca es el final de la revolución sino el inicio. Y espere, no se vaya que no me voy por las ramas, ya verá.

Jefferson encontraba una gran contradicción que no sabía cómo solucionar: los métodos de la transición que van en contra de los objetivos que se quieren obtener. O sea, en términos de revolución liberal de hace un par de siglos, llegar a un estado democrático, liberal y de imperio de la ley requería de métodos muy poco democráticos, muy poco liberales y muy poco legítimos.

Es curioso que, un siglo después que Jefferson, otro teórico revolucionario volviera a hablar de transiciones traumáticas, pero en su búsqueda de la destrucción del Estado. Para Vladímir Ilich Uliánov, el Estado constituye siempre un instrumento de opresión y se interpone en el objetivo revolucionario de crear una democracia nueva y plena. Esta democracia es una en la que la población se gobierna a sí misma de forma activa sin un poder que esté por encima de ella. El Estado debe ser abolido pero no inmediatamente como harían los anarquistas, sino que tiene que ser desmantelado transitivamente. Se necesita del monopolio de la represión para proteger la revolución de los enemigos y, a la vez, se requiere del Estado para lidiar con una población incapaz de librarse del yugo del dominio del Estado.

La transición nunca termina y esa es la paradoja de la revolución leninista en la que el mismísimo Lenin (Uliánov por si nos perdimos) terminará sus días a las puteadas por no haber apurado la cuestión educativa y permitir que se le llenara el gobierno de funcionarios del régimen depuesto por la revolución.

Si en lugar de enfrascarse en los teóricos que ratificaron su sesgo, Vladimiro hubiera abierto un poquito su cabeza, quizá se hubiera encontrado con un Jefferson que explica y ratifica la necesidad de la educación entendida en su máxima expresión y no en una mera batalla cultural. Y gracias a Dios que no abrió su cabecita. Tomasito creía que la naturaleza humana no es inalterable, que puede mutar, y que la democracia puede llegar y funcionar a través de la educación. En el medio, ni caos ni pasada de rosca en represión: transición como salga.

Todo muy bonito, pero también podría decirse que Lenin terminó por demostrar que la profecía de Jefferson estaba muy floja de papeles en cuanto a su aplicabilidad. De hecho, no solo la Unión Soviética fue una transición de nunca acabar sino que, aún colapsada, lleva más de treinta años de una nueva transición. Jefferson fue presidente de ese país que ayudó a fundar y el paso del tiempo ha demostrado que sus intenciones de autogobierno y educación quedaron tan en el olvido que la mitad de la gente no vota y quienes sí lo hacen ven al mundo de formas muy distintas. Thomas, el más ambicioso de los pensadores de la revolución americana, el que quería una nueva constitución “cada veinte años” para que cada generación sepultara a la anterior, sí dejó un legado que debería levantarse y llevar como bandera: la resistencia ciudadana responsable.

En pos de garantizar cierta estabilidad, las democracias fueron creando mayores contrapesos institucionales, una suerte de sistema inmunológico que previene que cualquiera que logre bajar una fiebre se convierta en enviado divino y deba ajustarse a las leyes y normas porque no hay desigualdades ante la ley, porque no hay personas con más derechos naturales que otras. Sin embargo, es casi un grito a la almohada hablar del vaciamiento de la Unidad de Información Financiera, del tackle que el ministerio de Justicia le está por hacer al sistema penal federal a partir del 11 de agosto con un nuevo código de procedimiento sin recursos ni infraestructura, o putear por la caída de algo tan estúpido y elemental como una ley que diga que un prontuario penal es motivo suficiente para no poder ser dignatario de ningún mandato popular.

Ahí vienen los puristas a decir que “no se necesita de una ley para que la gente deje de votar corruptos”, un argumento que no sé si es naive o malaleche. Qué se yo, tampoco se necesita de una ley para que la gente sepa que no puede matar ni robar, y sin embargo ahí tenés al Código Penal. No es para los buenos: es para los hijos de puta. Sin embargo, a todos lados se reparten piñas por la caída de los pliegos de los candidatos para la Corte o por la caída de la ley de Ficha Limpia. Si por lo que hicieron a la vista de todos nos tratan de corruptos, imaginen si nos quejamos de todo lo demás.

Más allá de todo dejo de normalidad que surge de medidas que nos toman por sorpresa –miren al punto al que nos acostumbramos que nos sentimos raros por una baja de aranceles a los celulares en el año 2025– la actitud del gobierno pareciera ir hacia el escenario de la política real y bien argenta. El peronismo no es el enemigo, lo es el kirchnerismo. El PRO debe ser aniquilado y arrojado al baúl del olvido para que reine el nuevo movimiento hegemónico, popular y tan amplio que en su seno tienen lugar los líderes populistas regionales, los caudillos provinciales y los teóricos liberales que basaron sus vidas y carreras en torno a la crítica hacia esos líderes regionales y caudillos populares. Un lugar en el que los malos son los que ganaron en 2015 y el que perdió es un ser de luz.

“El espíritu de la resistencia al Gobierno es tan valioso que me gustaría que siempre se mantuviera vivo” dijo por escrito Jefferson y agregó: “A menudo se ejercerá en el momento equivocado, pero es preferible a que no se ejerza nunca”. Eran tiempos en los que no se conocía otra cosa. El mayor legado de esta postura fue el de la resistencia cívica a los excesos del Poder, algo que quedó plasmado con el tiempo en las constituciones del mundo que Jefferson contribuyó a crear.

Y también dejó otro regalo a la posteridad: la creencia de que todos podemos cambiar, que Suecia no es Suecia por estar habitada por suecos, que el ser humano es mutable y no sólo manipulable, que la educación es crucial para la incorporación de los derechos inherentes a cada ser humano, que la libertad no es una concesión, que la autodeterminación no es una dádiva, que la búsqueda de la felicidad es un derecho, que un Estado que deja de acogotar con impuestos no es motivo de agradecimiento alguno y que las disidencias cívicas son sanas y deben fomentarse para la buena salud del Estado, como quien se vacuna para evitar enfermarse.

Claro, primero hay que volver a creer en el poder mágico de las vacunas.

El solo hecho de estar todos 100% conformes con un gobierno no es ningún síntoma de bienestar político. Cuando no hay nada de qué quejarse puede que se esté muerto.

Nicolás Lucca

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