Milagros inesperados

Milagros inesperados

Puede que se deba al fútbol. Bueno, a las publicidades del fútbol. Puntualmente, a las insoportables campañas publicitarias de Quilmes durante los mundiales que esponsoreó a la Selección Argentina. No sé cuántos lo recordarán, pero para el mundial de 2006 la publicidad de tevé de la cerveza fue, directamente, una oración creada para la ocasión y llamada “Bendito sea”. A lo largo de 1.30 minutos, el locutor subía el tono de a poco mientras hablaba de bendiciones y maldiciones en torno a merecimientos, gloria y justicia.

Desde los que nos criamos con un documental sobre el mundial de 1986 titulado “Héroes” en medio del contexto de desmalvinización de la conversación pública, llevamos generaciones criadas con poemas épicos dignos del Cid Campeador para hablar de fútbol. Y como todo lo que forma parte de las masas es cultural, esa cultura se encuentra en la política. A veces con mayor intensidad, otras con menos intenciones por parte de la autoridad de turno, siempre hay percepciones de liderazgos mesiánicos, salvadores de la Patria, hombres profetizados por Parravicini, o sujetos avistados en el sarro de un mingitorio que vienen como hombres comunes a levantar al glorioso pueblo argentino y llevarlo en andas a su destino de grandeza.

Pero incluso en el fútbol tiene sentido el fanatismo, la incondicionalidad, el sentirse parte de algo más grande que el individuo, el placer de ver triunfar a alguien que admiramos y sentir que ese triunfo es también nuestro aunque el último ejercicio que hicimos consistió en una sentadilla para recoger el control remoto y todavía vamos al kinesiólogo por tamaño esfuerzo. Tiene sentido porque nos copan los valores del astro del fútbol, porque nos cae simpático, porque no dispone de nuestra vida ni de nuestros bienes, porque compite para ser el mejor en lo suyo, porque nos regala buenos momentos, y el listado puede extenderse hasta el infinito. En esa identificación es que sufrimos cuando les va mal y hasta rezamos por un partido más de lo que podríamos hacerlo por un pariente internado.

Lo que nunca pude comprender es el sentir cuasi religioso hacia un político. Es evidente que algún coso me falla, porque son demasiados los que ponen las manos en el fuego por gente que no conoce y muchos más los que defienden lo que no le perdonarían a ningún otro. Ante esta lógica, es entendible que sea cada vez más común que la búsqueda de resultados electorales tengan lugar en los campos de la épica religiosa.

Pocas cosas me generan tanta curiosidad como el resultado de otra campaña electoral que apele a la mística. Antes se decía que un tipo “se mandó una patriada” para definir el acto de inmolarse y dejarlo todo, más allá de si el resultado acompañó o no. En 2019, tras la primaria que nos preparó el ocote para la economía de los años venideros, Mauricio Macri y su equipo apelaron a la búsqueda del milagro y casi lo consigue: solo tres puntos lo separaron del balotaje.

Por eso no resulta nuevo ni llamativo que la comunicación del actual Presidente apele a la “búsqueda del milagro” para las próximas elecciones. Lo que sí sorprende es la velocidad a la que se dan los hechos: Macri, de quien copiamos esta maravillosa idea, encaró la campaña milagrosa cuando tuvo en riesgo el resultado electoral de las presidenciales. Milei le pone la cara a una elección en la que no compite y todavía le restan dos años. Quisiera tener el talento del que logró convencer al Presidente de que esta forma de encarar la campaña es una buena idea, cuando el resultado le escapa al milagro. Si sale bien será por otros factores y, si sale mal, es que Dios le soltó la mano cuando resta, de mínima, medio mandato más.

Nada es más místico que una religión. La mística requiere de una grandilocuencia sin igual: mi verdad es la verdad y mi dios es el único. Ahora que religión y geopolítica están en la tapa de todos los diarios, cabe recordar un pequeño detalle: si mi religión es la verdadera, todos los demás son infieles, herejes o seres sin salvación, según qué tan copados sean los dogmas. Si hay una competencia entre dioses, el mío vencerá porque es más grande. Y si vos tenés muchos dioses, yo tengo uno solo porque es tan poderoso que no se necesita más. Y si el tuyo es muy poderoso, el mío es omnipotente, omnisciente y sabe karate.

Si reemplazo religión por ideología, la cosa comienza a complicarse. Ojalá tuviéramos que hacer esa comparación. La actualidad es más triste: hay que cambiar religión por frente electoral. La ideología, al igual que los dogmas religiosos, le importan a un puñadito de nerds que se tomaron el trabajo de leer las sagradas escrituras, sea La Biblia, el Manual de Conducción Política, la Doctrina de la Unión Cívica Radical o el Leviatán. Al igual que en las religiones, pesa más lo que crean nuestros viejos, lo simpático que nos caiga el cura y lo que nos diga para alivianar nuestras culpas.

La mistificación de la política no está mal, eh. Es un buen blanqueo a las religiones paganas que más veneramos en el mundo occidental aunque digamos que nos encanta vivir en democracias: somos teocráticos y dogmáticos.

También está el religioso negador, el que quiere dar una imagen superada para la aprobación de sus amigos en la esquina, cuando viene de rezar tres rosarios completos. No lo niega, se hace el banana con que no le interesa lo religioso, pero cada vez que puede habla del tema. Obviamente, aplica 110% para la política. El supuesto sujeto aludido se pone denso y cansa: solo repite que no le interesa.

Si las religiones surgieron para explicar lo que no podemos entender, la muerte se lleva el primer puesto del listado de cosas que nos cuesta asimilar. Las religiones sobrevivieron, se expandieron y tomaron formas para poder explicar o, al menos, dar consuelo a los que están por morir, a los deudos del difunto y, en épocas de malaria, para dar consuelo a los que nada tienen ni nada tendrán pero que deben ser felices porque de los pobres es el reino de los cielos.

La política la entendemos del mismo modo, pero con reservas, que están los que aman tanto a los pobres que solo los multiplican. No hay garantía de un futuro mejor, pero ¿acaso no les alcanza con que se los nombre?

Para los que me honran con su presencia en estos textos desde hace años, hay una frase que he citado más que otras pero por la sencilla razón de que se adapta a cualquier cosa y, por más que tenga unos 300 años, no solo no pierde vigencia sino que asusta el poder que adquiere a medida que pasa el tiempo: “La raza humana es harto uniforme: la inmensa mayoría emplea casi todo su tiempo en trabajar para vivir, y la poca libertad que les queda les asusta tanto que hacen cuanto pueden por perderla,” sostuvo Johann von Göethe al poner estas palabras en boca de su personaje en Las penas del joven Werther.

En todos lados seguimos líderes y buscamos salvadores. Al igual que en las mejores religiones, la libertad no la ganamos, nos tiene que ser concedida por un tercero, un mesías, alguien que nos guíe. No vamos a la batalla, no marchamos a ninguna guerra por más que utilicemos términos bélicos para referirnos a una disputa por la hegemonía cultural. Es la estupidez de siempre, de todo movimiento que pretenda aglutinar: enervar el mensaje comunitario a niveles insoportables para captar la voluntad de quienes necesitan culpables, o líderes, o sentirse parte de algo por algunas vez en sus vidas, o todas las opciones juntas.

Tan religiosa es nuestra forma de encarar la política que nos convertimos muy temprano en un país necrofílico. Una campaña es imbatible si cuenta con un muerto. Si se muere el líder de tu espacio, la elección está ganada por paliza de antemano: murió por nosotros, se inmoló por el pueblo, dejó la vida por la causa o el verso que recuerden del fanático que conozcan que se haya convertido en un talibán de una causa que ni el muerto sostuvo en vida. Y como en toda religión, cambiarán las palabras y los nombres, pero las disputas entre creencias se dan entre fieles que desconocen que tienen más cosas en común que diferencias. Al fin y al cabo, son todas formas de adorar al mismo dios: el de los negacionistas de las bondades de una república con instituciones sanas y políticas de Estado a largo plazo que sobrevivan a un cambio de gobierno. O a la próxima elección.

Pero de qué clase de religión victoriosa hablamos si no contamos con milagros, ¿no? Según la Real Academia Española, un milagro es un “hecho contrario a las leyes de la naturaleza, que se atribuye a una intervención divina o sobrenatural”. Tiene una segunda acepción como “cosa extraordinaria que no concuerda con lo previsible” y hasta pone de ejemplo a un ministro como “el artífice del milagro económico”. Parece joda, pero vamos: en España saben bien lo que son los dogmas disfrazados de política.

Lograr un resultado positivo justo cuando más se lo necesita puede provocar una reacción que varía en base a las creencias de cada uno. Algo pudo haber salido bien “gracias a Dios”, “de milagro” o un pagano “de pedo”. Bien los sufren los médicos de emergencias, que pueden estar sin dormir días enteros para lograr estabilizar a una persona luego de resucitarla y todo para que la familia le agradezca a Dios delante de un tipo con un ambo empapado de sangre ajena y sudor propio. Y es que, como dice un antiquísimo refrán, en las trincheras no hay ateos: en cuanto tu existencia entra en riesgo, comenzás a creer en cualquier cosa que te pueda salvar.

El primero de los milagros ocurrió como corresponde a un fenómeno absolutamente sobrenatural: de manera inesperada, sin aviso y cuando ya estaba consumado. No hay otra forma de entenderlo si nuestro historial es profuso en rifas que no ganamos ni aún habiendo comprado todos los números del talonario. La historia nos acostumbró a cobrar en el piso. Recuerdo que ser niño a fines de los años ochenta requería una enorme dosis de imaginación ante la carencia de televisión. Hoy me basta con buscar una revista de la época para ver que, a la falta de mantenimiento y la carencia de guita para renovar el sistema, se le sumaron un par de incendios en lineas de transporte eléctrico, la salida de una central atómica y, cuando el combo no podía agrandarse más, llegó la sequía y también nos quedamos sin energía hidroeléctrica.

Puse ese ejemplo como botón de muestra, pero pueden elegir el que quieran, raspar un poco y encontrar un enorme listado de cosas que haran decir “nah, dale, también eso…” a cada rato. A modo de autoflagelación, cuando no miro la cotización del Bitcoin en 2010, busco los indicadores de la bonita temporada 2001/2002. Con todas las pálidas encima, tuvimos que sumar la recesión, el desempleo, la crisis de deuda, el auge de las boys bands, el pantalón de tiro bajo y la soja a la mitad del precio de 1997 y menos de un cuarto de lo que valdría unos años después. Cuando ya nada podía ser peor, nos volvemos en primera ronda de un Mundial al que llegamos con un plantel soñado. En el piso y el San Bernardo que venía a rescatarnos nos meó.

Como parte de nuestra historia reciente, nos aclimatamos a esta lógica de una crisis recesiva cada vez más repetitiva y en períodos más cortos. La famosa crisis cada diez años se convirtió en una eterna que te daba un respiro de uno o dos años antes de que llegara de vuelta la pálida. El asunto es que esa salida a tomar aire a veces podía extenderse como una fiesta que todos sabemos que en algún momento se paga. Incluso los más críticos de la joda ven llegar la factura y la aceptan con resignación mientras cierran los ojos y piensan con fuerza en esa semanita de vacaciones que pegaron o sacan cuentas de cuándo podrán volver a cambiar el auto. Esta vez pareció que la factura llegaba sin que hubiéramos tenido tiempo para tomar aire. Algunos tomaron aire, otros ni la vieron pasar, la mayoría se acostumbró a vivir de salto en salto, pero ¿a cambio de qué joda viene esta factura cambiaria de la semana pasada? ¿Qué rompimos si no hacemos más que repetir “y sí, esto no se arregla en dos meses”? Ahí entra la foto con el Presidente de los Estados Unidos, líder de los liberales intervencionistas arancelarios antiglobalización, una nueva forma de interpretar las sagradas escrituras.

¿Cómo no sentir que presenciamos un milagro?

Sí, putearán los que esperaban con ansias que esta semana se terminara de ir todo al carajo y sentirán alivio los que esperaban con angustia que esta semana se terminara de ir todo al carajo. Y si bien son muchos los que ya sonreían de solo pensar a mucho boludo en posición fetal y con manta de apego para paliar el fracaso de tanta fanfarronería maleducada y abusiva, me habría sumado a la ola si viviera en otro país y no tuviera que pagar un alquiler y, con lo que queda, llegar a fin de mes con algo nutritivo en el estómago.

Lo bueno de los milagros es que pareciera que ocurren en cadena. Calmado el dólar hasta nuevo aviso, descubrimos con espanto que hemos vivido engañados, que hay bandas narco, ajustes, vendettas, organizaciones criminales internacionales, trata de menores totalmente en blanco y crímenes horrorosos. Uno que pensaba que podía tener una semana tranquila y los apátridas de siempre nos traen una banda inmediatamente para jodernos la vida. Algún conspiranoico dirá que, si el consumo de merca no para de aumentar hace añares, alguien vende, pero es mejor patearse la pelota para no tener que hablar de marginalidad naturalizada, prostitución infantil, consumos problemáticos a cualquier edad y criminales con la empatía de una piedra. Marginalidad, de estar al margen de lo socialmente aceptable.

Nota al margen: Creo que he abordado la cuestión de la marginalidad un centenar de veces. En algunas de esas ocasiones fue en textos que tuvieron una difusión que escapó a mis previsiones, como en septiembre de 2013 cuando escribí Villa Argentina, tras un discurso de Cristina en la Villa 21, vulgarmente conocida como La Zabaleta. Da la no casualidad de que se trata de la villa allanada cada vez que hay un quilombo narco. En septiembre de 2021 tambien mandé un texto llamado «Anotaciones marginales» donde volví a abordar el tema. Es como si septiembre fuera el mes de la marginalidad.

Entre otras cosas he dicho que, si las villas resultaran un problema para la subsistencia del Estado, ya habrían sido reguladas; que la marginalidad es un gran negocio para la política cotidiana de a pie, la de la calle. Le he dedicado capítulos enteros que me avergüenza llamar ensayos en algún que otro libro. Lo he tratado desde mi experiencia del otro lado del mostrado en la justicia penal del conurbano, lo manejado desde la perspectiva de crecer en barrios que tienen asentamientos en la convivencia diaria. Cada noticia trágica me aniquila y me duele, aunque no conozca a las víctimas. Me parte al medio porque me recuerda que hay un mundo muy de mierda allá afuera, uno no sabía que existía hasta que tuve que convivir con punteros, transas, presos, pibes muy pibes chorros, cafishios y el largo listado de delincuentes que puedan imaginarme. Me recuerdan que huí de trabajar en ese mundo porque nada cambiaba, porque no había una sola intención de que nada cambie. Y repito: si fueran un problema para la supervivencia del Estado, la marginalidad ya se habría resuelto.

También he explicado que la marginalidad no es ser pobre y que ser pobre no es ser marginal. Parece idiota, pero es demasiada la gente que nos rodea a la que hay que aclararle esta perspectiva de las cosas. Nadie, en el peor de los escenarios, desea que su hijo muera. Ni siquiera las madres que saben y alientan a sus hijos a delinquir: no desean que mueran. Entonces hay un problema aún mayor y tan complejo como intentar entender qué es lo que pasa por la cabeza de personas que llevan una vida marginal. He pretendido tratar el deseo como uno de los principales recordatorios de que tenés una vida mierda.

Todos consumimos las mismas publicidades, es de idiota suponer que no vamos a desear lo mismo. ¿Acaso soy el único que desea cambiar el auto cuando ve la publicidad de un nuevo modelo con un montón de innovaciones que nos hacen sentir en el pasado? ¿Acaso soy el único que se siente frustrado al no poder satisfacer ese deseo? Ahora pensemos en satisfacer otros deseos más básicos: comer, vestirse como las personas a las que admiramos, poder salir de joda una vez cada tanto, sentir placer de alguna forma. Puedo ir más allá y volver a redactar otra vez todo lo que pensé y ya no pienso y todo lo que pensé y ahora ratifico. Pero me hace mierda.

Y yo entiendo el esquema de negocios de la noticia, la necesidad de consumo de información y el obvio aprovechamiento de una tendencia. Pero esto que vemos hoy con tres adolescentes, no es una novedad, no es la mexicanización de la Argentina, ni es un caso aislado novedoso que nos aterra y por eso nos llama la atención, como pretendió decir un especialista en seguridad: pasa hace décadas, ocurre delante de nuestras narices y, por distintas razones, no nos damos cuenta o no le prestamos atención. El mundo de la marginalidad no queda reducido a determinados asentamientos: es un universo paralelo que coexiste con nuestra realidad y cada tanto se rasga la malla del espacio-tiempo y vemos que hay una realidad alterna que nos resulta insoportable.

También he tratado la cuestión cultural y he marcado una diferencia entre la romantización de la marginalidad y el contar las cosas como ocurren. Ni Okupas, ni El Marginal ni las letras de La Joaqui fomentan que gente educada, contenida por sus familias y con recursos económicos y herramientas psicológicas, decida largar todo para vivir en la marginalidad. Son reflejos, son retratos de lo que ocurre aunque no nos guste. Y está bien que no nos guste. Ojalá pudiéramos hacer algo con todo eso que no nos gusta.

“¿Cómo hacen los vendedores ambulantes que proceden de la marginalidad para sobrevivir con los pocos centavos que recolectan?”, se preguntaba el periodista Ted Córdova Claure para luego agregar que “este es apenas uno de los misterios de la economía marginal en las ciudades latinoamericanas, un misterio que los planificadores, ya sean desarrollistas, keynesianos, friedmanianos o marxistas, prefieren no enfrentar: la marginalidad es el moderno e implacable Waterloo de capitalistas, tecnócratas, dictadores y hasta revolucionarios». Lo dijo en 1984 luego de analizar el fenómeno en ciudades como Lima, Bogotá, Caracas, Chicago, el Bronx neoyorquino y los guetos de Berlín occidental. En su sesgo progresista, dejó afuera a Cuba, pero el punto es válido igual. Mientras acá se habla de “latinoamericanización” de nuestra sociedad, la verdad es que tampoco es un fenómeno nuevo.

Me encantaría tener una solución para la marginalidad. Me fascinaría poder contemplar una idea milagrosa y militar, casarme con ella hasta lograr un cambio. Pero vivo en un país en el que la cárcel de máxima seguridad de la Provincia de Buenos Aires fue inaugurada por Dardo Rocha en 1882, cuando en el conurbano vivían más vacas que personas. Nunca interesó nada. Antes de hablar de reinserción se necesita una política carcelaria. Antes de hablar de política carcelaria se necesitan cárceles. Antes de hablar de torpezas y lentitud judicial se necesita un Poder Judicial que funcione o que, al menos, tengo todos sus cargos ocupados.

Sería muy fácil, también, decir que se trata de un problema de educación. No sé si lo es. Si hay docentes que tienen que atender la marginalidad de sus alumnos, no diría que la educación es un problema sino todo lo contrario: muchas veces es la única ventanilla del Estado y ni siquiera es por obligación, sino por la buena voluntad del docente o directivo escolar de turno. Si quieren terminar de escandalizarse, pueden preguntarle a un directivo escolar cuál es el promedio de edad de debut sexual de sus alumnos y luego me cuentan que tan hechos mierda estamos. O pregunten cuándo comienzan a consumir drogas esos chicos que son futuros votantes. Ya que hablamos de milagros, el verdadero milagro sería que esto pase a ser una preocupación de verdad y no que, de vez en cuándo, un crimen horroroso nos ponga a debatir sobre quién tiene la culpa. ¿Te acordás de Candela? ¿Te acordás el combo de marginalidad que la rodeaba? ¿Pasó algo? Mientras, seguiremos en el fino arte de correr detrás de lo urgente para escaparle a lo importante. Así es como me siento y no puedo ni quiero que otra pálida más de ese universo paralelo termine de arruinarme. Básicamente, porque no puedo hacer nada. Y me hace puré la impotencia.

En fin. Más asustado que el contador de Karina, estos tiempos inter electorales los llevo con el temor propio de los que miran que las opciones se debaten entre los que tuvieron siempre la posta de cómo debería funcionar cada rincón del Estado y resultó que no saben siquiera llegar a sus oficinas sin perderse, y los que siempre tuvieron la posta de cómo debería funcionar la economía cuando todos sabemos que se arregla con más militancia. Como la marginalidad, claro. Obviamente, hablo solo de los líderes, que dentro de las filas ninguno tiene idea de nada en ningún lado. Un día se van a cruzar los candidatos de las distintas listas en el Congreso y se van a abrazar mientras, en medio de un mar de lágrimas, uno le dirá al otro “no te ví más y pensé que te habías muerto”.

Después se verá si el milagro del despilfarro norteamericano alcanzará para validar en las urnas el plan de la motosierra argentina. Por lo pronto, los que necesitábamos respirar, agradecemos que el mesías haya ido a buscar al Dios Padre para pedirle la gauchada.

Demos gracias al Señor.

Nicolás Lucca

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