No tan mal

No tan mal

Una mañana de 1915, en un pueblo perdido en el Reggio al sur de Italia, un joven al que llamaremos Rocco saludaba a su madre y partía hacia Milano, un lugar que nunca había pisado y que no volvería a pisar. En su brevísima estadía, dejó como recuerdo para la posteridad un seguro de vida a nombre de su madre a la que le envió por correo previo a presentarse ante el regimiento que lo convocaba. Marchaba aún más hacia el norte, a una zona que no conocía, con el objetivo de batirse en una guerra que no decidió, contra países enemigos cuyos nombres no podía escribir y por motivos que eran ajenos a su comprensión.

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No sé bien por qué surgió la idea de estas líneas, pero la anécdota que encabeza no fue la única. Varias historias que me son conocidas me invadieron mientras pensaba cómo ejemplificar una idea, una escena para comparar, quizá, y decir que no, que el mundo no se va a la mierda.

Calculo que no es casual que haya leído y oído palabras similares en distintas ocasiones a lo largo de una semana. Me refiero a eso, a que el mundo se va a la mierda y nosotros estamos de testigos con diferentes formas de abordar el tema. Algunos consiguieron un lugar en un bote salvavidas y no pueden creer lo que ven sus ojos: esa cosa inmensa y hermosa que se hunde sin reparos. Son conscientes de lo que sigue, pero les queda la tranquilidad de que nada les cambiará la vida. Otros se tiran al agua y agradecen el shock de hipotermia porque leyeron que el agua helada rejuvenece el organismo. Hay otro grupo que mira, emocionado, cómo suenan las cuerdas de esa bonita orquesta y piden “otra, otra”, mientras muchos pasajeros no saben qué hacer: si arrojarse al gélido océano o esperar a que aparezca una solución mágica antes de que los agarre la parca.

Tengo mil argumentos para sostener que nada es tan grave, pero como nunca me gustó que me digan “tenés que tomarte las cosas con calma” cuando estoy en un desequilibrio maníaco depresivo, tampoco pienso menospreciar la percepción ajena. ¿En qué se basan? Bueno, para dar un inicio, en lo que todos vemos a diario: que nuestra forma de ver las cosas se lleva a las patadas con la mirada del que tengo al lado. Lo que antes eran distintos puntos de vista sobre el reflejo de la luz en una obra de arte, hoy tiene una mirada a veinte centímetros de distancia del cuadro y otra a 500 años luz.

Cada vez que veo o leo –por lo general esto último– un comentario sobre el mundo y su camino hacia la mierda me pongo automáticamente en el lugar de esa persona para tratar de entender qué es lo que le afecta puntualmente para llegar a tamaña afirmación. Porque sí, puede que mucha gente crea que todo se va a la mierda, pero cada uno se va a la mierda con un medio de transporte distinto.

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Ya que hablamos de medio de transportes, nadie sabe precisar cómo hizo don Rocco para volver del frente en el norte de Italia a su casa del sur. Nunca nadie supo a ciencia cierta responder esa pregunta por varios motivos, primero el básico y elemental “de eso no se habla”, en referencia a la desgracia que puede significar una guerra. Pero probablemente sea porque ni idea tienen de lo que le pasó a Rocco. De hecho, más sorprendente de que haya vuelto a su casa es que haya sobrevivido a una batalla que se cobró medio millón de bajas italianas y un número infinito de heridos en uno de los delirios militares más insólitos de Europa, que el General Cadorna, quien nunca había disparado un tiro fuera del polígono, fuera el responsable del frente contra los ejércitos austrohúngaros.

Por suerte para la madre de Rocco, el hijo volvió sano y salvo. Al menos físicamente. La suerte también abarcaba lo financiero, dado que el seguro de vida contratado antes del conflicto ahora alcanzaba para una hogaza de pan. Literalmente: una vida, un cacho de pan.

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Creo que la palabra que mejor define nuestros tiempos es la exageración. Podemos exagerar que nada pasa con la misma fuerza que exageramos que todo es un horror. El presidente más votado de la historia, el mayor riesgo para la cultura occidental de los últimos milenios, la extrema izquierda, la extrema derecha, los ultranacionalistas, los globalistas por el dominio de la humanidad, la última oportunidad para ser un país serio, el punto de no retorno.

Y dentro de esa exageración hacia el extremo, no sé si alguna vez vivió una generación que tuviera tanto, pero tanto miedo como tenemos nosotros aunque lo disfracemos de odio o bronca. Quizá tengan razón los que hablan de exceso en la información. Nunca tuvimos tanto acceso a la noticia y no sabemos qué hacer con eso que se nos escapa de las manos. Supongo que sí, que hubo períodos de profundo temor. No me refiero a toda la historia de la humanidad. Con un poco de conocimiento de la historia del cristianismo sabemos que nació como un culto apocalíptico y luego tuvo que adaptar parte de sus creencias ante la evidencia de que esta farsa continuaría por unos cuantos milenios.

Pero pensemos en tiempos más modernos. No sé, el par de siglos que llevamos en esto que llamamos “modernidad”. Si el miedo paraliza o nos lleva a tomar decisiones intempestivas, en mi subjetividad podría elegir una serie enorme de hechos que determinarían que somos la generación más cagada en las patas. La mía y la que viene antes, aunque lo nieguen. Ese nihilismo y todomeresbalismo me resulta sospechoso en cualquiera que deba pagar impuestos. Podría llegar a suponer que atravesar una guerra es un punto de quiebre, pero si es la normalidad en la que naciste y vivieron tus padres, abuelos y demás ancestros ¿es tan desconocido? ¿La costumbre genera anticuerpos y los hemos perdido?

Supongo que en el inconsciente colectivo que nos contó Jung, esa red de patrones comunes a toda la humanidad, están las defensas que nos llevan a preservarnos, a avanzar porque no queda otra y a temerle a lo desconocido.

Pienso por un segundo en los que fueron adolescentes o adultos con hijos a principios de la década de 1960. ¿Cómo hicieron para no temerle a un mundo en el que una potencia pudo colocar doce misiles nucleares a menos de 400 kilómetros de la otra potencia? ¿Estuvieron al tanto de la magnitud en tiempo real? ¿Podemos imaginar cómo nos sentiríamos si esa noticia se conociera hoy? Pregunto a los que vivieron aquellos años y la mayoría, la inmensa mayoría lo cuenta como una anécdota, nunca como un trauma.

“El mundo está complicado, difícil», dice una voz en la radio en el prime time matutino y yo pienso nuevamente en que podría ser una buena idea para escribir. Un chico me pregunta con curiosidad cómo fue ser adolescente en la década del ´90. Para no romper la costumbre, contesto “fantástico” mientras el aire desparrama una risa sobre la palabra. Por primera vez agrego “si vivías de tus viejos”.

Entiendo que más de una vez hice referencia a ese mantra de que nos criaron sin miedos, de que el Fin de la Historia de Fukuyama es una realidad indisoluble y que diez años de relativa paz eran sinónimos de que el mundo se había vuelto un lugar mucho mejor. Entiendo que el punto final a esa fantasía fue tan brutal que vimos en directo a través de una pantalla cómo un avión de pasajeros era tragado por una torre de hierro como parte del mayor acto terrorista de la historia y que más cumplió con su propósito: se desató el terror a nivel global.

Lo que a nivel cultural puede parecer insoportable, en los tiempos que corren también se rige por el sesgo de proximidad. Si todo lo que me rodea es malo, es normal que crea que el mundo es un lugar horrible. Si en redes sociales todos mis contactos sostienen que la música es una mierda y comparten música de mierda para demostrar el punto, es más que obvio que crea que nunca nada superará aquellos años dorados en los que nuestra música era una mierda para la generación que nos precedió.

Después aparecen videos mal recortados con gente que hace alguna perfo en un lugar equis del mundo y un coro se suma a decir que “no todo está perdido”, cuando ese recorte es una foto de una película mucho más grande: hay cosas buenas y nuevas, sólo que no las vemos porque nos rodeamos de los que nos da confort.

Acompáñeme en esta bonita historia. Los que laburamos de esta cosa llamada periodismo sabemos de presiones insoportables: la hora de cierre, la velocidad por llegar primero, la necesidad de que nada tenga errores, el temor a equivocarnos y el mayor de los pavores que es quedar obsoletos. En una época se hablaba de “dinosaurios del papel” para designar a los periodistas que se negaban a la tecnología. Hace ya varios años aparecieron los “dinosaurios digitales”, gente digitalizada que resiste la imposición de nuevas herramientas, la mayoría de las veces sin razón válida.

No sé si todos están familiarizados con el término SEO, que es el acrónimo en inglés del Optimizador de Motor de Búsqueda. Es un curro que las tecnológicas crearon para que pudiéramos jugar en Google con nuestros contenidos. En esta página, por ejemplo, el SEO indica si el título funcionará, si tiene los suficientes enlaces internos y externos, si tenemos una palabra clave y si esta aparece en el título, al inicio de la bajada y varias veces en texto. Básicamente, nos pide que destruyamos cualquier forma aceptable de redacción para que mucha gente pueda acceder a un contenido pésimamente redactado a propósito para que pueda funcionar.

Por si fuera poco, las advertencias vienen como un semáforo: verde, amarillo, rojo. Puede que funcione, no funciona, ni en pedo funcionará. También hay un semáforo de legibilidad que cuestiona decisiones ridículas. Sólo el 25% de las frases del texto tiene permitido extenderse por más de 25 palabras. Ningún párrafo puede tener más de 150 palabras y no se puede utilizar voz pasiva ni tres oraciones que comiencen con la misma palabra. En, cambio no sugiere, nada, respecto de cómo, coloco las, comas. Ese es el criterio imperante a la hora de generar contenido.

“Carta a una Señorita en París”, de Julio Cortázar no aprobó el examen de legibilidad. Lo comprobé con un copipasteo. Una vergüenza que una de nuestras mayores plumas, un docente escolar y escritor de renombre sea tan burro como para escribir un texto con ocho párrafos mayores a las 150 palabras y casi la mitad de las oraciones de más de 25 palabras. Otro animalito llamado Jorge Luis Borges también es un terrorista del idioma castellano. Probé con transcribir “La biblioteca de Babel” y tiene 11 errores en rojo (sobre 16 punto) en la planilla del SEO, mientras que la legibilidad lo bocha por circunstancias similares a las de Cortázar.

Al probar con “El jardín de senderos que se bifurcan” del mismo escritor, me encontré con la aberración de tres oraciones seguidas iniciadas con la misma palabra. En medio de un proceso que genera angustia en el lector, Borges dispara: «Argüí que esa victoria mínima prefiguraba la victoria total. Argüí que no era mínima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario de trenes me deparaba, yo estaría en la cárcel, o muerto. Argüí (no menos sofísticamente) que mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a buen término la aventura. De esa debilidad saqué fuerzas que no me abandonaron.»

La regla de las tres, una expresión presente en todas las lenguas del mundo, aunque no tenida en cuenta por los motores de búsqueda más que para penalizar a quienes recurren a ella.

En un badén anímico, esto que conté deja de ser una boludez para pasar al rango de malicia supina. Todos los grandes escritores del siglo XX publicaron en diarios y revistas, con lo que puedo trazar una depresiva línea que lleva a este presente que dicta que sus escritos no son rankeables y pensar en un futuro oscuro, aún más.

O puedo pensar en el vacío inmenso que siento que habito dentro de la esfera periodística. Si me quieren bajón, no saben cuánto puedo descender. Me crié con exclusiones culturales urbanas y ridículas. Por no ser skater o biker, punk o stone, no formaba parte de nada. Hoy abrazo todas sus músicas y convivo con la exaltación del desprecio al conocimiento. Ahí estamos, con la estúpida ostentación de la carencia de cultura general, junto a los vendedores de soluciones mágicas, a los ladrones de contenidos, a los bananas del “yo me lo merezco”, versión posmoderna de “tu envidia es el motor de mi progreso”. Un mundo en el que la gente parece no comprender que el Joker es un psicópata asesino y en el que los políticos recurren a frases de El Padrino sin detenerse a pensar, ni ellos ni nosotros, de que son palabras de mafiosos; ficticios, sí, pero mafiosos.

Concursos donde gana el menos ignorante o el más afortunado, chistes sobre no saber inglés que quedaron viejos cuando murió Juan Carlos Altavista, gente que se ríe de no saber algo con el desprecio del “eso pasó antes de que yo naciera”, viejos nostálgicos que no escuchan nada nuevo, pero dan por sentado que todo lo nuevo es una porquería.

Que en medio de todo lo que arrastramos se den discusiones internacionales sobre cuestiones que creímos saldadas hace tiempo, no es otra cosa que una obviedad, un resultado inevitable y es lo que hay. Nos reíamos de los terraplanistas porque resultaba muy obvia la estupidez del planteo, a pesar de que el 99,999% de la población mundial jamás viajó al espacio y son muy privilegiados quienes pudieron observar un horizonte desde el aire. Creemos en cosas que ya fueron probadas porque de algo tenemos que partir. Y yo puedo entender que encontrar cosas nuevas es difícil y por ende resulta más fácil volver a revisar lo probado anteriormente, pero ahí estamos, en la discusión permanente de qué significan conceptos tan básicos y elementales como libertad, derechos, Estado y Gobierno.

Cada vez más títulos para estar autorizados a decir que un erudito es un boludo, cada vez menos requisitos para calificar de imbécil a un genio. Las teorías valen mucho más por sí solas que cualquier práctica que las desacredite y nada debe ser corregido, sino eliminado. Hemos perdido la fe en la redención del ser humano, conceptos tan básicos y elementales para nuestras culturas a las que nos encanta llamar judeo-cristianas occidentales. No hay perdón al error que arrastraremos de por vida. Las excepciones son la regla generalizada en un mundo repleto de personas que buscamos en cuál multitud podemos encajar para poder decir que somos políticamente incorrectos sin que nadie nos lleve la contra.

Puedo seguir rumbo al bajón, puedo recordar que cualquier periódico popular tenía un suplemento cultural y que ahora le piden a aplicaciones de IA resúmenes de notas para no tener que leerlas. Me ha pasado. Esta semana. Puedo seguir ese camino, que el listado es largo y fácil resulta la queja. Pero este mundo es el que habito y con todas esas contras puede que lo prefiera. Es mío, muy distinto al que me prometieron, menos tenso que ese en el que crecieron mis viejos, enormemente más pacifista que el pináculo de la barbarie humana de toda la historia en la que crecieron mis abuelos.

Creo firmemente que nada genera más miedo que lo desconocido y por eso decimos que el mundo se va a la mierda: porque no sabemos dónde puede terminar esto en lo que ya no habitan todas esas cosas que creímos dadas y para siempre. Todo organismo supranacional ha quedado desacreditado, en buena parte por sus propias torpezas y visiones politizadas de cómo debemos vivir, y vaya que le sirvió a los que nunca confiaron en las bondades de la globalización cultural. Y como dijimos que toda excepción se hace regla, de pronto dejamos de creer en el calentamiento del planeta simplemente porque hizo frío un día perdido en un diciembre. ¿Del otro lado? Gente que quiere autos eléctricos para un sistema que genera energía eléctrica a través de combustibles fósiles. Si no veo el dinosaurio licuado, no contamino.

Que Idiocracy se haya convertido en un documental costumbrista es desalentador. Pero no creo que quiera cambiar figuritas con don Rocco, o con su padre, o con sus hijos. Ese consuelo de “al menos no me mandan a la guerra” suena a conformarse con poco, pero aquellas guerras era de todo el fucking mundo. Si no vivías en un país en guerra es porque estabas en el culo del planeta. Acá, básicamente.

Prefiero seguir en esta realidad en la que todos fingimos cordura para no desentonar, prefiero este universo de conformistas en el que todo se justifica con un “acaso preferís que vuelva/siga/llegue” y el nombre de turno para generar una ideación de una realidad alterna mucho más jodida. Qué se yo, ese ejercicio contrafáctico siempre me rompió las guindas porque es muy arbitraria la elección del punto de quiebre. ¿Por qué no ir más atrás, entonces? No sé, pregunten si no preferíamos quedarnos cagados de hambre en Europa.

Cansan las comparaciones inexistentes y que todo pueda resumirse en si preferíamos no haber cruzado nunca el cuerno de África para salir a poblar el mundo.

Vivimos tiempos en los que el espectáculo es más importante que la correcta administración de la cosa pública. En todos los países se reproducen mandatarios que sienten molestias de tener que atender cada problema que surge del ejercicio de la función pública, trabas que impiden el disfrute de monólogos autocomplacientes sobre lo grosos, inigualables, irrepetibles y salvadores que son cuando pueden hablar con amigos. Entre estas figuras reina una unión de cofradía y, si bien puede que no entendamos qué tienen en común la prédica del libre mercado de Milei con la política arancelaria de Trump y ambos casos con el autodenominado “gobierno iliberal” de Viktor Orbán, todos tienen un punto en común: no se calientan por nada que no sea lo que a ellos les interesa.

Pero estoy optimista. No se ría, esta es mi versión high. Si nada genera más temor que lo desconocido, es lógico que vivamos cagados en las patas: el futuro es absolutamente impredecible. Siempre lo fue, sólo que durante muchos siglos nuestros antepasados se vieron reconfortados por un mejor porvenir cuando el tránsito por estas tierras tocase su fin. Luego vino un mundo mejor. Al menos para Occidente. Para la mayor parte de Occidente. Bueno, para Europa y casi toda América. Cerremos para unos cuantos en la mitad de Europa, otros tantos en algunos países de América, ¿sí? Cómo eso se convirtió en previsibilidad, é un miterio.

Solo porque no haya guerra no quiere decir que haya paz. Independientemente de que, mientras escribo estas líneas, en el mundo hay cerca de un centenar de conflictos armados, al hablar de tiempos de paz nos referimos a nuestro entorno inmediato. Supongo que el sentimiento de “el mundo se va a la mierda” es que, antes, una porción gigante de seres humanos sentía que tenía una salida de emergencia: la migración no forzada, esa que no se produce por huir de una guerra o una hambruna, sino porque tu país te cansó y querés probar otra cosa. Hace unos años me debatía con mi depresión en acaloradas discusiones noctámbulas sobre la conveniencia o no de emigrar. Siempre la saldaba con un “a dónde”, por esa maldita costumbre de vivir a noticias. Creo que hoy somos muchos más los que sentimos que no hay un norte en el que refugiarse, que todos los países son un bardo o están a punto de serlo y que todos esos ideales que creímos garantizados hoy no se respetan ni en la cuna de origen. Obviamente, es una percepción tan subjetiva como cada uno de nosotros, pero ahí está: el indescifrable porvenir y el miedo frente a él. Como si alguna vez hubiéramos tenido algo garantizado.

Decía al principio que buscaba una forma de ensayar una respuesta positiva de que el mundo no se va a la mierda, como una forma de decírselo a los demás. Y, como todo lo que se expresa, puede que en realidad me lo tenga que decir a mí.

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Ah, don Rocco… Cuentan los documentos que el tipo cargó los bártulos y con la familia se dirigió a Napoli. Primera vez que el resto de la familia veía una ciudad que, de todos modos, quedaría enana con lo que encontrarían del otro lado del Atlántico. Puede que se haya cansado de nacer y morir pobre en una región que cambiaba de nombre, de formas de gobierno y de aliados, pero nunca de malaria. Por la fecha de la migración, me gusta pensar que no le copó mucho la idea del resurgimiento nacionalista armamentístico y sin tirar una migaja al sur desindustrializado, analfabeto y pauperizado. Lo único que puedo dar por sentado es que no tenía mucha idea de qué encontraría aquí pero sí sabía qué dejaba atrás.

Mucho no se sabe de su vida más que por los documentos porque murió joven incluso para su época. Queda una foto de un señor enorme, un documento que detalla 1.98 metros de altura, una libreta de familia de Gioiosa y el certificado de naturalización argentina. Ah, y la contratación de la bendita póliza de seguro. Aquí, además de traer el apellido, contribuyó junto al millón cien mil italianos emigrados tras la Primera Guerra Mundial a demostrar el cariño guardado por el general Cadorna al convertir su nombre en un sustantivo para definir a una persona inexistente, inútil nombramiento, imposible. Casi tan imposible como sentirse seguro por el porvenir.

Igual, prefiero cualquier incertidumbre que la certeza de la miseria, la muerte y la falta de libertad.

Nicolás Lucca

P.D: Supra lu majuri si ‘nsigna lu minuri, decían en el pueblo. Es la versión sureña de que llegaste lejos gracias a empezar de donde dejaron los que estuvieron antes. Me gusta.
P.D.II: Este texto tampoco aprueba legibilidad ni SEO.

 

Este texto fue escrito sin la utilización de herramientas de IA. Compartilo, que los algoritmos me esquivan. Este sitio se sostiene sin anunciantes ni pautas. El texto fue por mi parte. Pero, si tenés ganas, podés colaborar:

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3 respuestas

  1. «Siempre la saldaba con un “a dónde”, por esa maldita costumbre de vivir a noticias. Creo que hoy somos muchos más los que sentimos que no hay un norte en el que refugiarse, que todos los países son un bardo o están a punto de serlo y que todos esos ideales que creímos garantizados hoy no se respetan ni en la cuna de origen.»

    Esto me resonó fuerte. Vivo en uno de los «mejores» países (Suecia, para qué ocultarlo) del mundo hace 10+ años y no sé si está por ir todo al tacho pero siento, porque no sé si tengo pruebas o no tengo ánimo de sentarme a recolectarlas, que el experimento de puertas abiertas y multiculturalismo fracasó mal. Ya el sólo hecho de decir eso, te convierte para la izq. de acá en un «nazi» xenófobo. Acá el liberalismo de ideas está aceptado siempre y cuando adhieras al dogma de izquierda y no critiques ninguna de sus vacas sagradas.

    Sin embargo, parece que ya no alcanza la guita para garantizar el estado de bienestar debido a la desproporcionada imigración no calificada que no logra conseguir laburo, resultando en serios problemas de integración y segregación en barrios que cuando andás por la calle bien podrías estar en algun país musulmán. Y ahora el gobierno está proponiendo leyes de reducción de beneficios.

  2. Excelente artículo!!! Muchas gracias.

    Por lo menos el hijo de Cadorna puso a buen resguardo el apellido en la segunda guerra…
    La exageración empodera a los fundamentalistas de la chotez que glorifican a los terraplanistas que menosprecian la razón natural y las ciencias confundiendo dogmas religiosos con puntos de partida basados en el conocimiento. Estos terraplanistas desprecian a cualquiera que critique a los que solo tienen certezas.
    Ojalá 3I/Atlas sea una nave espacial interestelar para ayudar a repensarnos como tribu que cuestiona doctrinas religiosas terrenales. Chris Carter dijo que buscó celebrar al gran género de lo misterioso, y puedo imaginar a un Avi Loeb con un papel central en la trama principal de X Files.
    Creo que ayudaría a minimizar la escala planetaria de la grieta libertaria.
    Saludos!!!

  3. En 1961 tenía 16 años. Casi todos íbamos al cine y era frecuente ver películas que hacían referencia a una guerra nuclear. Así que cuando fue la crisis de los misiles estuve asustado. Bastante

    Como de costumbre me encantó tu nota

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