Lo que ves es lo que hay

Lo que ves es lo que hay

Un recuerdo me tomó desprevenido y me despertó una duda sobre algo que dije siempre como ejemplo de un pasado mejor. En ese recuerdo un Nicolasito de 6 años se dirige al almacén del otro lado de una avenida que debe su denominación solo a su anchura. Sin embargo, no sé si fue por el cansancio o por la abstinencia de cafeína, por primera vez frené a sacar una cuenta y a tirar líneas de conexión que unieran años de mudanza, edades y comercios existentes. Caí en la cuenta de que, como mínimo, esa anécdota debió haber iniciado en 1991. Y yo nací en 1982.

A esta altura una diferencia de tres años puede parecer poca cosa. Si nos ofrecen un turno médico para dentro de tres agostos lo tomamos y reservamos toda esa semana para evitar más compromisos. Pero entre los 6 y los 9 años está casi toda la vida que podemos recordar a esa edad.

Puede que mi cabeza repitiera ese error como manto de piedad que ningún diván pudo sacar. Ya saben, eso de que no imaginamos perder de vista a nuestros hijos en la cola de la farmacia y nos desespera la idea de que se vayan al super con 6 años. ¿Cruzar una avenida solos? Puede andar como argumento para un nuevo episodio del Juego del Miedo.

“Era otra época” me repetí mil veces. O quizás fueron un par de cientos. ¿Ponele una docena? Sí, de más está decir que tampoco me cierra la idea de que me mandaran con 9 años, pero hay un domo sobre mis padres denominado “la crianza que ellos tuvieron” y que oficia de buena manera para no mirar la nuestra con la óptica de nuestra adultez cagada de miedos, sino con la de ellos que aprendían a ser padres y no vinieron con un chip de fábrica.

Pienso en esa otra época y me pregunto qué mierda me pasó por la cabeza tantas veces que nunca relacioné ni mis propios textos. Si el Pity de Viejas Locas era un vecino simpático, si esa avenida era un desfile de internos de las líneas 7, 101 y 114, si todo eso ocurría ¿es un pasado amable? Con todo, sí. Un enorme sí.

Tomen todos los días que existen en el resto de la infancia y mi adolescencia, multipliquen por al menos dos viajes al día al almacén y dividamos por la cantidad de veces que me robaron, que fue cero. Existían otros peligros, como que el 101 me lleve a conocer Plaza Francia sin la necesidad de bajarme del parabrisas, o que un guapito quisiera probar su hombría. Bueno, algún que otro tiroteo, pero nada que pueda asustar a un porteño del siglo XXI y muy enfrascado en una pelea puntual que duró menos de una semana. ¿En doce años? Una ganga.

El paso del tiempo –mi expertise de asuntos sin resolver– hace que distintos hechos pierdan sus proporciones. Boludeces convertidas en traumas, angustias devenidas en anécdotas graciosas, tragedias tapadas con la alfombra con la que tropezamos, todo en una habitación carente de toda perspectiva. ¿Nunca les pasó que en cualquier cuenta que sacamos del 2019 para acá le pifiamos por dos años? Lo que es esa negación colectiva, eh.

Por eso es que comencé a desconfiar de determinados hechos planteados con épica y otros intenté rescatarlos del olvido al menos para mí. Obvio que también existen esas cosas que acepto como vienen sin cuestionarlas porque de algo hay que partir para construir.

Sin embargo, entre adultos y con temas que vivimos de adultos, solo me queda pensar que el olvido es selectivo a fuerza de traumas que no queremos aceptar.

 

Hace una década comenzaba el enfrentamiento electoral entre Daniel Scioli y Mauricio Macri. Aquel año en el que muchos habitantes de este conventillo votamos seis veces había iniciado como corresponde a la Argentina, ese país en el que no podés acertar el pronóstico de la próxima hora.

No digo dos años antes, tampoco hablo de unos meses. Bah, ni siquiera hubo un antes. El 9 de agosto fueron las primarias presidenciales. El 11 del mismo mes Elisa Carrió se levantó de un acto mientras Pino Solanas daba un discurso y se convertía en un ex aliado en vivo y en directo. Podría decirse que ahí comenzaba a perfilarse un Presidente, pero el camino fue aún más raro.

Para Scioli tampoco habían sido muy distintas las cosas, pero todo ocurrió con un tono más delirante. Desde que un tipo llamado Diego Gvirtz vendió la brishante idea de hacer un programa para carpetear y psicopatear a cualquiera que no se arrodillara ante Cristina, 678 se dedicó a darle duro y parejo al gobernador bonaerense del Frente para la Victoria. Como los sommeliers no se andaban con indirectas, llegaron a afirmar que Scioli, Massa y Macri eran “los candidatos que eligieron los fondos buitre”. Si usted no lo recuerda, no, no es joda. Simplemente, nuestra cabeza no puede procesar esa información sin sufrir un colapso. Recién cuando Cristina se avivó de qué no le convenía un gobierno de otro signo político es que Scioli recibió la bendición y los traidores pasaron a ser otros. Massa, más que nada.

La cotidianeidad hace que sea imposible un registro de las efemérides personales y así es que nos encontramos en la caja de una farmacia y nos preguntamos si se nos vence el pago de un servicio, si todavía tenemos ese servicio o si ya nos mudamos de ese domicilio del que debemos el servicio. Al menos en mi caso –que, por cuestiones de salud mental, ni siquiera uso los “recuerdos fotográficos” de ninguna red social o del teléfono– hay cosas que siguen totalmente de largo.

En esa ensalada de 2015 que relato más arriba es que salió mi primer libro. En agosto, más precisamente. El texto había sido cocinado unos meses antes, cuando ni siquiera estaba en los planes que Carrió se asociara a Macri y Sanz. La introducción fue redactada cuando entregué el texto y comenzaba con una anotación que había hecho en mi cuaderno el día que tuve la primera reunión:

«Sentado en la London de Perú y Avenida, quien sería mi futuro editor me preguntó si creía que el kirchnerismo se agotaba con el mandato de Cristina, a lo cual dije que sí y que no. El kirchnerismo como ente, puede que desaparezca gracias al culto híper personalista construído por Néstor Kirchner y su esposa. (…) Ahora, como forma de vida, el kirchnerismo podrá cambiar de nombre, pero seguirá vivo por mucho tiempo. Podrán venir otros colores partidarios, críticos exkirchneristas o liberales culposos con discurso de centroizquierda, pero la huella que nos dejan doce años, seis meses y quince días, no podrá borrarse fácilmente. Principalmente, porque el germen del kirchnerismo existió antes de su llegada y el abono con el que se fortaleció estaba a la vista de todos: en la Argentina siempre hay que echarle la culpa a otro.»

No tengo la bola de cristal. Si así fuera, no habría dicho “con discursos de centroizquierda” y no tendría que sacar cuentas antes de ir al supermercado a hacer la compra del día. Hoy lo leo y digo “ah, qué manera de creer que descubriste la pólvora”. Pero a mi versión de 2015, que había vivido la totalidad de su vida adulta con un solo apellido de presidente, ese razonamiento le parecía novedoso. Sobre todo cuando no había chance ni en sueños húmedos de que el panorama político fuera a cambiar en el corto, cortísimo plazo.

Pero qué cosa la memoria. El primer encontronazo mental se produce cuando los textos de historia que generan imágenes en blanco y negro pasan a tener colores y vivencias demasiado cotidianas en nuestra memoria. Es ahí que esa historia larga de desencuentros entre argentinos, generalmente regada de sangre y muerte, no queda tan lejana y pasa a ser parte de nuestro ADN.

Entonces se hace patente esa afirmación de Pérez-Reverte de que la culpa de esta generación colapsada de miedos y furia de teclado se debe a que nos criaron en la burbuja de que el Titanic es inhundible. Ya saben, eso de que las guerras son algo que quedaron en el pasado y que fueron provocadas intempestivamente por malos muy malos vencidos por buenos muy buenos, de que la violencia política quedó en el pasado y que el mundo es un vergel de armonía alterada por discusiones meramente verbales. El cambio de siglo, el terror, la guerra y la crisis económica global nos devolvió a esa realidad en la que todo Titanic tiene su iceberg a la deriva, de que diez años de paz en unos cuantos milenios de guerras no es un paraíso y ni siquiera califica como oasis: es un charco en el Sahara.

En esa manía de querernos y creernos irrepetibles y únicos, tendemos a olvidar que somos muy, demasiado previsibles. De que el ser humano siempre ha tenido miedo, mucho, demasiado miedo a no entender ni por qué está vivo. Y ni que hablar del cagazo supino a no poder encontrar un motivo para justificar esa existencia. Y ahí me entra otro recuerdo infantil, con largas colas de personas que esperaban a que una carpa en la vereda de Mar del Plata les diera una impresión con el linaje de su apellido. Todos teníamos un largo árbol que arraigó en algún castillo europeo. Justo nosotros, que ninguno puede averiguar el nombre del padre del bisabuelo, de pronto podíamos saber que alguno fue dueño de un castillo. Nunca un pelotudo que haya vivido al pedo, que se dedicara a recolectar abono, que muriera gratis de tétanos a los 30 años.

Luego vino la costumbre de sostener que todos nuestros abuelos fueron personas sufridas que se hicieron de abajo sin pedir nada ni recibir ningún beneficio. Más tarde llegó la afirmación de que todos eran estoicos que no sufrieron traumas. El sufrimiento quedó en el olvido. Sufrir es para los débiles.

El criterio con el que seleccionamos el inventario de nuestros recuerdos es absolutamente subjetivo pero pareciera regirse por un instinto primitivo en el que no podemos hacernos cargo ni de lo que hicimos. Podríamos abrazar a nuestro ser del pasado, reconocer que se tomó una decisión en base a las opciones que teníamos y que no se puede juzgar el resultado. En cambio, preferimos negar todo en un inmenso pantano en el que la culpa es de cualquiera. Cuando alguien quiere resetear y que todo comience de cero, tiene un serio problema: el que tenía que dar explicaciones lo vive como un premio, un alivio, un incentivo a que nada tiene consecuencias reales. Es la sensación de una moratoria impositiva o un blanqueo de capitales con perdón divino del Estado, pero llevado al plano político electoral.

Yo sé que recopilo datos al pedo en mi cabeza, que eso quita espacio para otras cosas más productivas y que no hay forma de defragmentar la memoria humana, pero algunas veces me sirven como anillo al dedo, como para rellenar un texto con el bonito concepto de “tabula rasa” que desde hace dos años repetimos como idiotas sin tener idea de dónde viene ni qué significa. Es latín y básicamente es una pizarra de arcilla en blanco. Este sistema de escritura se utilizaba como método de aprendizaje y de recopilación de datos desde, al menos, la antigua Grecia. Lo curioso es que la “tabula”, una vez utilizada, podía volver a “rasa” pero con laburo y fuego: derretir cera y volver a alisar la superficie.

Pero tabula rasa quedó en el imaginario popular de todo Occidente aplicado a un pensamiento simplista de “dar vuelta la página” o de “comenzar de cero”. Nada más alejado al origen de su concepción que se remonta a Aristóteles y su creencia de que el alma del hombre recién nacido es un texto por escribir. Y fue un filósofo musulmán, Avicena, el que más la popularizó al profundizar en el concepto de la mente humana que se desarrolla en base al aprendizaje, como una tabula rasa que se completa con conocimientos.

No es una teoría menor ni una anécdota histórica. El concepto de tabula rasa ha dado vueltas por el mundo de los intelectuales durante milenios y forma parte de la bibliografía de luminarias que van desde Tomás de Aquino hasta Sigmund Freud. Curioso es que el salto a la modernidad del concepto de la mente humana como pizarra en blanco haya venido de la mano de John Locke, quizá la persona que más influyó en el pensamiento político liberal. Cómo carajo terminó tamaño concepto como sinónimo de meter de candidato a cualquier pelandrún, narco, analfabestia y/o inviable incapaz de superar un psicotécnico, será material de estudio para otra rama de las ciencias sociales.

Creo en el cambio humano, creo en la modificación de determinados patrones mentales y en el arrepentimiento o viraje de ideas. El problema de dar vuelta la hoja en términos políticos es que alcanza y sobra con que una persona abandone una fuerza y se sume a otra por mero intento de supervivencia. El único proceso mental que esa persona debió enfrentar es el de pensar dónde para el bondi que lo deposita nuevamente en un cargo público.

También creo que el gran precursor del personalismo es la creencia de que el liderazgo de una persona es lo único que importa para que una fuerza política se comporte de una forma homogénea independientemente del pensamiento o pertenencia de cada miembro. Y eso es lo que, nuevamente, ocurre en cada cierre de listas, en cada armado electoral: creer que solo alcanza con autopercibirse y que la garantía está puesta en una sola persona. Curioso es que con tamaña vista gorda luego se pueda hablar con total desparpajo de “traición”. Una traición que siempre va para otro lado.

Hace poco, no sé si lo dijo como tuitero particular o como Presidente, el Javo afirmó que «Roma no paga traidores, porque el que traiciona qué te hace pensar que no te va a traicionar a vos». En otro orden de cosas, ahora que Patricia Bullrich será la candidata a Senadora «para defender las ideas de la libertad», qué lejos quedó la elección pasada ¿no? Pensar que tanto carpetazo de campaña se resolvió con un simple «tabula rasa». Si era en relación a Pato, está claro que no aplicaba el concepto filosófico liberal de biografía en blanco, sino un más pragmático «che, re fuerte todo lo que dije, sorry, no había desayunado».

En buena medida siempre hubo alguna luz, a veces una linterna, otras apenas un fosforito, que alzaba su voz desde la decencia constitucional y la honradez moralista. Todo sistema necesita uno de esos anticuerpos que a veces cansan, que pueden resultar densos, pero que nos recuerdan que hay reglas para ser respetadas.

Si a ese Nicolás que jugaba a escribir un libro a inicios de 2015 le decía que el tablero cambiaba en un par de meses, quizá no lo hubiera creído. Ahora, si le llegaba a decir que Macri iba a arreglar con un gobierno del que forma parte Daniel Scioli, probablemente me habría recomendado un cambio de psiquiatra. Y eso es lo que pasa dentro del gobierno con el que Mauricio arregló borrar su color, su ícono para adelante y su sigla a favor.

Al menos eso significaba la simbología del Pro prolijamente estudiada y diseñada: propuesta, a favor de algo, positivo, flecha hacia delante, darle play al país y un color anti discordias. ¿A quién le puede molestar el amarillo patito?

Y todo esto sin ponernos a hilar fino en nuestra indignación selectiva. ¿Había lugar para un Mariano Cúneo Libarona en 2015? ¿Se imaginan si en 2016 encontrábamos el nombre de los quichicientos Menem en cada contrato? En 2019, con toda la presión encima, se tuvieron que escribir ensayos antropológicos para justificar a Pichetto en la boleta. Hoy figuran punteritos más kirchneristas que sacarse fotos en culo a bordo de un yate en el mediterráneo. Los podemos ver en cada sección electoral de ese misterio llamado conurbano bonaerense.

Y no pasa nada. No, al menos, a primer nivel. Allá, en un gobierno que solo gestiona roscas, está todo bien. Queda para un reducido grupo de santurrones el dolor de cabeza constante, las tres canas nuevas que la cabellera estampa por día, la naturalización de cualquier cosa porque con buen trato nos trajeron hasta acá y la justificación de otras tantas porque “en frente está el kirchnerismo”. Entre esas nimiedades que se callan están Ariel Lijo, el vaciamiento de la UIF, el despilfarro propagandístico de YPF, el comportamiento tuitero del presidente, la eliminación por decreto de normativas que evitaban el nepotismo en primeras líneas y la utilización de recursos del Estado para ganar elecciones. Porque, entre otras contradicciones maravillosas, utilizar cargos electorales para sumar votos, es una forma de ofrecer algo que es de todos para obtener un rédito particular.

Y no, en frente no está ni Cristina. Queda un Máximo que no junta votos ni entre sus amigos y algunos apellidos bonaerenses. El resto, ya mutó o está en un capullo a punto de convertirse en una bella mariposa sin pasado. ¿El miedo es a que gane el peronismo? ¿Cuál?

¿Y si falla la culpa será del kirchnerismo, de los orcos, del PRO, de los comunistas, de los econochantas o de los periodistas? Ese temor no pareciera ser más que un acto verbal: tras el anunció de absorción del oficialismo al Pro, desapareció el 8% de los votantes y crece el número de gente que afirma que no votará a nadie, no irá a votar o impugnará. Así y todo el oficialismo tiene todas las de ganar, con lo cual surge nuevamente la pregunta sin respuesta: ¿para qué el arreglo si no hay una hoja de ruta que lo explique?

Entre los recuerdos de la infancia que todos decimos tener presentes está la exigencia para que nos vaya bien en el colegio y la política parental de premios y castigos, más centrada en lo segundo. Nadie diría que nuestros padres nos maltrataron o nos jugaron en contra cuando nos dijeron de todo por llevarnos a diciembre hasta las materias de nuestros compañeros de curso. Sabemos que lo hicieron para que nos vaya bien, para llamarnos la atención, para que dejemos de boludear. Cómo es que de una generación que dice haber sido criada de esa forma surgimos tantos, pero tantos que nos inhibimos de decir algo por temor a quedar como los culpables, es un misterio.

Y yo quiero que el gobierno apruebe todos los exámenes y si, de paso, califica para abanderado o escolta, mejor. No por ellos: por mí y por los míos. No tolero más no poder prever nada. Me traba saber que se requieren 85 salarios mínimos para comprar un departamentito para criar hijos. No quiero pagar un crédito hasta los 123 años ni aunque existiera esa forma de hacerlo.

Ahí también se tocan los extremos sociales. El que menos gana, ningún fracaso puede hacerle perder lo que no tiene. El que más gana, siempre tiene una salida, algo para recortar si es necesario, algún backup. Los de la mitad del asunto somos los que vivimos cagados en las patas y leemos la borra del café mientras quemamos palo santo sobre el resumen de la tarjeta de crédito.

Después nos preguntamos por qué creció tanto la astrología en la cultura popular. De alguna tabla nos tenemos que agarrar.

P.D.: Aunque ahora que veo que Venus entra en trígono con Saturno y Neptuno en el Leo de la carta natal de la Argentina…

Nicolás Lucca

El astrólogo no se paga solo. Compartilo, que los algoritmos me esquivan. Este sitio se sostiene sin anunciantes ni pautas. El texto fue por mi parte. Pero, si tenés ganas, podés colaborar:

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3 respuestas

  1. Nico, te leo y te veo y te sigo cuándo puedo y dónde estés (tus libros… en «Es más complejo»… en tus notas…
    Nico: vos iluminás !!
    Va un abrazo y un beso y un café,
    César

  2. Te llegó tarde el tren, Lucca. A Macri había que defenderlo en 2015, y yo recuerdo bien que no lo hiciste.

    Tampoco se merecía que lo defendieran. Si hubiera hecho lo que hace Milei ahora, no hubiéramos tenido a Alberto Fernández.

    Ahora hay que exterminarlos a todos. Kirchnerismo nunca más.

    ¡VIVA LA LIBERTAD, CARAJO!

    1. «Kirchnerismo nunca mas», apoya una fuerza con 60% de los funcionarios de Allverso, apuntalada por Massa, con Scioli y cia.

      Dicen «viva la libertad» como los otros decian «el amor vence al odio». Frases vacias de contenido que algun publicista vendió. En fin.

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