Ayer, por suerte para todos, Cristina vino a traer un poco de luz a esta sociedad presa de las compañías eléctricas deficitarias, aunque un par de botes salvavidas y unos barrenadores no habrían venido mal, tampoco. Desde Puerto Madryn encabezó un acto en conmemoración al desembarco argentino en las Islas Malvinas. Divina, nos contó lo angustiada que la pasó en 1982 porque se corría la bola de que los ingleses bombardearan Río Gallegos para obligar a Argentina a doblegarse. Menos mal que nos relató esa historia, porque en Buenos Aires nunca estuvimos enterados del riesgo de un bombardeo, más allá del detalle de estar en guerra contra el Reino Unido. Luego, dedicó varios minutos a relatar el flagelo de tener a la guerra en el continente. Raro, sobretodo en boca de una mina que niega -y cuando puede, encana- a los soldados del TOAS que se encuentran de acampe ad eternum en la Plaza de Mayo, bajo el pretexto de que no combatieron.
Así fue que, tras dedicarse a putear al Reino Unido por no querer sentarse a dialogar y, tras darle consejos económicos al Primer Ministro británico, nos contó que su ideal es el amor al prójimo y redefinió el concepto de Patria como el interés por el que tenemos al lado. Por último, citó una frase del exvivo expresidente: «Los especuladores no pasan a la historia». Néstor podrá caer en el olvido, pero es un precio que estuvo dispuesto a pagar a fuerza de comprar media patagonia y enriquecerse con la información confidencial del Banco Central.
Por primera vez en mucho tiempo quedó demostrado que el gobierno se sostiene sólo en la oratoria de Cristina, lo cual no es como para sentirse orgulloso. Casi un mes sin cadena nacional, sin discursos agresivos, ni pedidos angustiosos de ayuda, ni carita de estreñimiento mientras cuenta lo mal que la pasa porque Néstor aun vive. Un puñado de apariciones moderadas dio el pie a que prestáramos atención a quienes no dejan de hablar nunca, o sea, aquellos que se sienten con representatividad popular por el hecho de detentar algún privilegio -monetario- del Estado. Siempre estuvieron, pero es raro escucharlos sin una línea argumental que los aglutine, solos, ideológicamente en tarlipes.
Luis D´Elía, desde su local Einch Volk de González Catán, no pierde oportunidad de recordarnos a todos que el mundo será un mundo mucho mejor el día en que él vuelva al anonimato de puntero berreta del segundo cordón del conurbano bonaerense. Para demostrarlo, arroja visiones pascuales y afirma que «con el Papa Francisco y Daniel Scioli presidente, se indultará a todos los genocidas». En otra sintonía, Julián Domínguez -el exfuncionario de Menem presidente y de Ruckauf gobernador- aprovechó Semana Santa para convocar a la militancia pascual. No entendemos bien a qué quiso hacer referencia el dandy de Diputados, pero en algunas unidades básicas quisieron hacerle caso armando asado con vino mistela. Al borde del coma chocolatero, a María José Lubertino se le dio por arremeter contra los misóginos fabricantes de huevos Kinder, por entender que eso de hacer juguetes para nenes y para nenas, es discriminatorio, actitud con la que demostró que su vida sería menos amarga, si sus padres le hubieran regalado aquella casita de muñecas que pidió para Reyes en 1964.
Por si fuera poco, a Diana Conti, en un lapsus de sobriedad, se le ocurrió afirmar que a Daniel Scioli no lo quieren echar, sino alinear, y que no le van a permitir al gobernador bonaerense que meta ni un sólo candidato en las listas de las próximas elecciones. Diana sostuvo su idea en que el gobernador no está en ese cargo por haber sacado más votos que Cristina, sino «porque nosotros lo pusimos». El tema es que cuando Diana Conti habla de «nosotros» no sabemos a cuál de sus espacios se refiere: si a su histórica militancia en el Partido Comunista Revolucionario, a sus años de funcionaria menemista, a su paso por la función pública con la Alianza, a su banca de suplencia a Alfonsín, o a esto que hace en el kirchnerismo. Así, quedó bien en claro que el oficialismo sufre la patología Cobos. Necesita un traidor dentro del sistema. Necesita que alguien puesto por ellos, sea el que les pone palos en la rueda, así se trate de un vicepresidente radical sin voz, o de un gobernador bonaerense sin sangre.
Dentro de este esquema simpático, a los cráneos de Olivos se les ocurrió que Cristina debía profundizar su giro eclesiástico y, de paso, volverse el organismo de equilibrio entre una izquierda revoltosa -a la que pretendió pertenecer durante años- y el establishment capitalista -del que es socia vitalicia. El experimento arrancó la semana pasada, con sus declaraciones en Twitter, en las que acusaba a las agrupaciones de izquierda de provocar al pacifista Guillermo Moreno y a esa masa de chicos que fueron a luchar contra la dictadura descolgando un cuadro de Lanata.
En todo este delirio, no podían quedarse afuera los grandes baluartes de la pelotudez política, y decidieron imponer que los «Montoneros» están rearticulándose. Le metieron garra y hasta armaron una opereta mediática que prendió menos que un negro en el Ku Klux Klan. Son tres viejos aburridos, dos gatos avejentados con ganas de armar una mesitas, pegar unos afiches en barrios donde a duras penas saben quién fue Presidente antes de Cristina, y un par de cuarentones con voluntad para llevar banderas a algunas plazas del país. La reaparición de estos auténticos dinosaurios de una forma de hacer política que ya no tiene cabida en el mundo, no sólo hizo reir a varios -y asustar a otros tantos paranóicos- sino que disparó muchos interrogantes casi antropológicos. Y es que no todos los días se tiene la oportunidad de ver en acción una muestra tan palpable de a lo que puede llegar la pelotudez humana y cuánto pretenden hacernos creer el verso, cuando Firmenich Jr. concentra a los Camporitas de ultramar.
Todo parte de la idea ridícula de pensar que un grupo de pibes, ultracatólicos de triple apellido, rugbiers aburridos y chicas cansadas del Jockey Club, pudieron llevar adelante un intento de revolución a la cubana, y que la misma quedó plasmada, en parte -y para algunos- con el retorno de Perón en 1973. Poco importó lo que hicieron los zorros políticos mientras la muchachada distraía a la opinión pública jugando al TEG con la sociedad, pero hoy se recuerda aquellos años como «una etapa romántica, llena de ideales», como si fuera romántico entrenarse en resistencia de torturas y recibir descargas de 220v de tus propios compañeros, o la aceptación de la muerte de propios, enemigos y terceros inocentes, como factor de probabilidad. ¿Qué mecanismo perverso puede recordar con nostalgia quedarte esperando a tu hermano, hermana, novio o padre de tu hijo y enterarte que nunca más lo volverás a ver con vida, dormir con una .38 bajo la almohada o vivir huyendo?
Peor que un nostálgico, es el boludo que te habla en términos de juventud e ideales desde la experiencia de estar pisando los setenta años y seguir con los mismos mecanismos de pensamiento. Y es que el problema no son los ideales, sino la forma de exponerlos. Esa generación no podría haber hecho lo que hizo si el contexto internacional no fuera el adecuado. Hoy, en un contexto internacional que ha girado hacia el pensamiento de máximo beneficio personal en menor tiempo, siguen planteando la contradicción dialéctica, la distribución de la riqueza por sobre la generación de la misma, el apoyo incondicional por sobre el respeto ganado, el igualitarismo injusto por sobre la meritocracia.
En el texto anterior me reía de Horacio González. ¿Cómo no reirme de un tipo que llegó a dar clases para 10 mil alumnos antes de los 30 años, y ahora se conforma con aislarse de la realidad en su grupo de jeropas intelectuales a quienes reune en las instalaciones de su puesto burocrático estatal? ¿Cómo no llorar de risa con todos ellos cuando los escucho reivindicar la lucha armada contra un sistema al cual han utilizado para volverse millonarios, sea con licitaciones, con subsidios, o con un carguito?
Ya en aquel entonces, la mayoría de la sociedad les daba la espalda, pero al menos tenían espejos internacionales en los que sentirse reflejados, y varios seguidores que abrazaban la idea de una realidad sin explotados ni explotadores. El mundo ha cambiado y hoy se debate entre estados parásitos y el resto. En este contexto, la verdadera revolución ya no pasa por una sociedad igualitaria, sino por el deseo de no ser más todos lo mismo, sino que nos dejen llegar a dónde querramos, en función de nuestro mayor o menos esfuerzo, sin hacernos sentir culpables por ello, ni castigarnos por no estar a la altura de las circunstancias que un grupo de viejos borrachos -algunos con nostalgia adolescente y otros con arrepentimiento de no tener nada para contar sobre «aquellos años»- fijaron para tener un supuesto reconocimiento que nadie quiso darles ni entonces, ni ahora.
En eso andan, en el desprecio a todo aquel que quiera hacer lo que ellos mismos hicieron: putear al gobierno y resistirse al sistema que los oprime. Se puede estar de acuerdo o no con la escala utilizada para medir «opresión», y por suerte el mecanismo de resistencia es un poquito más humano que el utilizado en otras épocas, pero nadie puede cuestionar que la gente se manifieste y putee. Pero no, se han convertido en revolucionarios conservadores, dueños de la única verdad y sin ganas de tolerar un cambio distinto al de ellos.
Y mientras algunos sostienen que a este gobierno no se lo puede putear, porque es Nacional y Popular, otros nos preguntamos desde cuándo tenemos que callarnos la boca y agachar la cabeza, sólo porque a esta gestión la apoyan algunos de los que pertenecieron a las juventudes politizadas revolucionarias. Si ellos combatieron a un sistema en el que cualquier laburante podía comprarse una casa en un par de años, tenía un auto en la puerta y podía planificar una familia sin mayores sobresaltos ¿Cómo no putearlos si justifican una realidad mucho peor de la que a ellos les resultó injustificable?
Mercoledì. Votar es humano, putear es divino.
(La próxima la seguimos con los vivos que se suman al quilombo para pegar una banca y salvarse)