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Manual para arruinar cualquier opinión

Que fueron 30 mil, 8 mil, 6 mil, quince personas que esperaban el bondi o un sopapo a un vendedor de estampitas de San Perón. Que Gómez Centurión se fue al pasto con sus dichos negando algo que hasta Videla reconoció. Que lo del titular de la Aduana no llega ni a los talones a lo de Guillote Moreno cuando dijo que Videla “al menos no le quitaba la comida a los chicos”. Que las escuchas ordenadas por la justicia son ilegales. Que la que se queja tiene derecho a no ser escuchada cuando se la investiga por el 99,9% del Código Penal argentino y de algunos países más de la región. Que parece joda que la misma mina que da clases de respeto por la intimidad sea la que desayunaba a las 11.30 de la madrugada con las carpetitas de la Side en la cama.

Que las notas periodísticas sobre el Panamapeiper justifican la renuncia de todo el gobierno aunque la pidan los mismos que sobrevivieron a denuncias que van de la muerte de un fiscal federal que imputó a una presidente por traición a la Patria al sobreprecio en cunas de cartón para pobres bien, bien pobres. Que el hecho de señalar que pedir la expulsión inmediata de delincuentes extranjeros 24 horas después de criticar a un Juez por enviar al extranjero a un delincuente es un poquito incoherente. Que la anécdota de una ministra de Seguridad a la que le hackean una cuenta de Twitter sólo puede ser superada por un ministro de Comunicaciones que nos explica qué es una red social a través de una red social a veinte años del nacimiento de los blogs y a diez del surgimiento de Facebook.

Que los inmigrantes de antes sólo estaban compuestos por laburantes que nunca levantaron una Villa (como la 31 de los inmigrantes polacos), que jamás formaron mafias (Juan Galiffi y Francesco Morrone eran italianos que fueron forzados a delinquir por algúna energía sobrenatural y los de Zwi Migdal no comerciaban prostitutas, jugaban a que eran mercadería), que nunca se negaron a cumplir con la ley (la huelga de inquilinos fue un chascarrillo del día de los inocentes) y que nunca comerciaron sin pagar impuestos, ya que esos carros tirados a caballos para vender verduras o leche pasteurizada por Cadorna, entregaban facturas imaginarias para evitar la polución ambiental.

Que está bien que puedas tomar sol en tetas en cualquier playa. Que está mal que la policía te pida que te tapes lo que te queda de busto. Que deberían taparle las tetas a los gordos o que tal vez alcance con la lluvia de azúcar de los churros. Que, en caso de estar de acuerdo con cubrir pechos ajenos, es un exceso enviar cinco policías. Que es increíble que nos horroricen más tres pares de tetas en una playa que un abuso sexual en pleno Palermo. Que resulta aún más increíble que estén todas las opiniones en una misma bolsa y que nadie pueda putear por ambas cosas a la vez, como si el debate por el desnudo y los violetas se autoanularan mágicamente. Que las playas argentinas están vacías porque nadie tiene plata. Que el ruido de joda argentino en Uruguay, Chile y Brasil se escucha desde Pinamar. Que veranear fuera del país es ser un cipayo que prefiere irse diez días a Buzios por el mismo dinero que cuesta una carpa en Mar del Plata. Que esto se pudre, que esto es la gloria, que acá son todos iguales, que acá no ha pasado nada, que cualquiera puede opinar de lo que desee, que lo que desean es opinar cualquier cosa.

Expertos en seguridad, economistas por correspondencia, liberales con beneficio de inventario, nacionalistas que protestan contra los nacionalismos extranjeros, socialistas proteccionistas que descubrieron la bondades del libre mercado cuando el proteccionismo llegó al Imperio, directores técnicos de kiosco de diarios, consultores empresarios que pagan la deuda de expensas en cuotas, críticos de cine que no reconocen la diferencia entre un travelling con steadicam de Kubrick y la escena final de Bañeros 4 los Rompeolas. Todos tienen lugar en nuestra sociedad, y está perfecto que así sea. Sólo me pregunto en qué momento tienen tiempo para hacer algo productivo si la vida parece que se les va en decir a los demás qué es lo que tienen que hacer.

Sommeliers del buen gusto ajeno que creyeron que la movida del empoderamiento hacia el consumidor consiste en exigir cómo tendrían que ser los textos que leen, o de qué nos olvidamos al hacer un chiste en Twitter, o sobre qué tendríamos que hablar, o de qué podemos reirnos y de qué no. Porque hay que estar siempre serios, bien amargados, con cara de que todo el tiempo está por suceder algo. Si por ellos fuera, Netflix tampoco existiría, porque atenta contra la producción nacional de venta de películas truchas, o porque el concepto de ver lo que quiero incluye que las series terminen como nos gustaría a nosotros. Elija su propia censura.

Todos opinan de cualquier cosa y hasta Cristina se copa con sus locas teorías afirmando que si dos funcionarios sostienen un número de desaparecidos diferente al del relato –aunque, irónicamente, idéntico a la cifra oficial– es que el autor de la idea es Mauricio Macri. Tiene sentido: en su loca cabecita pelotudeadora de exfuncionarios y directriz del pensamiento único, considera que nadie puede tener opinión propia. En contra de la expresi: si seguimos su lógica de pensamiento, los actos de corrupción de dos o más personas de su equipo entrarían en la misma lógica, teoría abonada por la propia Justicia. Y puede que hayan sido más de dos, si la memoria no me falla:

Cometas de Skanska, plan Qunita, talleres ferroviarios, Ferrocarril Sarmiento (por mencionar a uno solo), rutas a la nada, represas energéticas sobrefacturadas antes de construirse, hoteles con ocupación plena de aire, familiares multimillonarios, choferes y jardineros convertidos en empresarios, cajeros de bancos devenidos en magnates, los bolsos voladores de José López, el dragón custodio de carbón parrillero, los yates y aviones privados de Ricardo Jaime, las chacras de Julio De Vido, la mansión de César Milani –único imputado por crímenes de lesa humanidad que ocupó un cargo alto desde Luis Patti–; las valijas de Antonini Wilson, la embajada paralela en Venezuela, el caso Ciccone, el médano de Boudou, la imprenta de Boudou, la moto de Boudou, Boudou; el tráfico de efedrina, Sergio Schoklender, Hebe de Bonafini y Sueños Compartidos, el saqueo del PAMI, la recaudación de dinero sucio para la campaña electoral –todas–, los subsidios truchos de la Oncca a los feedlots, los vuelos de merca de Southern Winds, los vuelos de merca de los hermanos Juliá, los no vuelos de la aerolínea sin aviones Lafsa, los seis millones de pesos –con un dólar siete a uno– que cobró el peluquero de Aníbal Fernández por servicios audiovisuales, la bolsa de Miceli, las jodas de Picolotti, los hijos de los amigos contando millones en cámara, los 8 mil millones de pesos evadidos por Cristóbal López que se le pasaron a Ricardo Echegaray, entre otros casos aislados que no tienen por qué empañar lo notable de una gestión que nos devolvió al podio internacional de corrupción, inflación y peores países para emprender un proyecto comercial. No serán los campeonatos que queríamos, pero no vamos a ponernos quisquillosos con la falta de puntería.

A veces creo que Cristina lo hace adrede, que se mete en el momento en el que el Gobierno más necesita que se hable de cualquier cosa. Eso o Macri es un diabólico estratega político que provoca que el país entre en pausa hasta que decidamos si convertir el 24 de marzo en un feriado móvil es más grave que armar un asado en la ESMA. Sea cual fuera el verdadero motivo, y sin poder afirmar que ése sea el fin perseguido, ahí estamos todos en un debate que va por más reediciones que los decimales del número Pi.

La batalla cultural se libra en otro terreno, gente. Eso de seguir discutiendo los setentas es como un Día de la Marmota al que se olvidaron de ponerle un desenlace. Imaginemos un Grandes Valores del Ayer político: pasan los años, a los que le interesan esas historias también van palmando, tiene cada vez menos rating, pero ahí están, contando una y otra vez sobre aquella oportunidad en la que quisieron cambiar el mundo al saludar al flaco del centro de estudiantes. Un corte, una quebrada y enseguida volvemos con más experiencias de tipos que no tienen ni siquiera un éxito para mostrar y viven del recuerdo de una historia que para ellos es épica, para otros un fracaso y, para el resto, una tragedia.

Y están ahí, pidiendo que no se metan con la memoria. El tema es para qué queremos esa mentada memoria. ¿Para que no vuelvan a existir guerrillas de niños ricachones con culpa de clase que matan lo que se les cruce en nombre de un pueblo que nunca los acompañó para llegar al Poder sin saber bien para qué? ¿Memoria para que no se vuelva a dar un Golpe de Estado militar apoyado por el silencio de la mayoría que derivó en una dictadura dentro de la cual se dieron lugar los delitos más atroces? ¿Memoria para recordar que la amnistía del 25 de mayo de 1973 fue aprobada por unanimidad de todo el Congreso? ¿O memoria para que no existan más enfrentamientos ideológicos que fomentan peleas de poder y terminan en soluciones tan pelotudas como la justificación de la muerte?

No se qué le pasará a usted, amable lector, pero desde este lado del teclado, ya no tengo ganas de discutir siempre sobre lo mismo. Básicamente, porque hemos asimilado que un debate es una competencia por demostrar quien tiene las mejores palabras para aniquilar la postura ajena, aunque se trate de un tema que no soluciona una pizca la situación actual ni aporta nada positivo para los problemas que nos aquejan. Lo mismo va para los que generan estos quilombos a título gratuito, esos que en la puerta del cine le preguntaban al extra qué opinaba del kirchnerismo, generando una ola de puteadas de los antikirchneristas que nunca habían oído hablar del trabajo de ese señor y el aplauso de kirchneristas furibundos que tampoco lo junaban, mientras flotaba en el aire la pregunta que nadie se hizo: si no le pregunto a mi peluquero qué piensa sobre el cupo de exportación ganadera, ¿por qué debería cambiar mi humor lo que diga un hombre cuyo rol social es otro? Puede importarme –o no– pero no debería por qué trastocar los roles que cada uno eligió ocupar en la sociedad. Pero es parte de ese daño enorme que ya ni sé cuándo se produjo, ese que dice que si no querés que un político te cague, tenés que meterte en política. Aún no entendí si es para convertirnos en garcas nosotros o qué, pero lo cierto es que cuando me pongo a escribir no tengo a ningún funcionario ayudándome en su tiempo libre. Quisieron dedicarse a eso, pidieron que los voten: laburen ustedes, changos.

Hasta ahora, lo único que veo es lo mismo de siempre: dictaduras buenas si son de un color, dictaduras malas aunque sean socias comerciales de la dictadura buena; golpismos que atentan contra la democracia, golpismos necesarios para que se vayan en helicóptero los que son tan antipopulares que llegaron al cargo por el voto ciudadano.

En unos meses debutan en las urnas los que nacieron en 2001. Entre tanto, nosotros seguimos en la discusión de algo que ocurrió tres décadas antes de que nacieran, o de cualquier cosa que pase a lo largo del día. Estoy seguro de que nadie sabe qué tienen en la cabeza estos chicos, como también doy por sentado que lo más probable es que sigamos marginándolos por que no entienden nuestro mundo de agresión gratuita al que piensa lo que se le canta el ocote pensar, de pedidos de manifestaciones a favor de funcionarios a los que nadie conoce personalmente por cagadas que se mandaron solitos, de peleas titánicas por cuestiones que no aportan nada, de discusiones eternas para hallar respuestas que nadie pidió para preguntas que nadie hizo.

No es que no lo entiendan. Temo que no les importa pertenecer a esto.

Lo bien que hacen.

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Martedí. No me tomen en serio. Después de todo, también soy un boludo que opina sobre lo que quiere, cuando quiere y como quiere.

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(Sí, se leen y se contestan since 2008)