Inicio » Relato del presente » Pegó en el palo
Tratás de conseguir barbijos, alcohol en gel o alcohol fino. Vas de madrugada al supermercado todas las noches al pedo. Te decretan el aislamiento social obligatorio. Te avisan que a vos no, porque trabajar en un medio de comunicación es un «servicio esencial». No, el Poder Judicial y el Legislativo son cosas innecesarias en la Patria de lo absurdo.
Después de cerrarte todos los 24 horas a las 20 contra toda recomendación de la Organización Mundial de la Salud y de armarte el sistema de atención bancaria más extraño del sistema solar, te informan que tenés que tramitar un permiso para circular para cumplir con tu servicio esencial. Nunca una fácil: si ya me habilitaste, enviame el permiso, maestro. Está todo en la misma base de datos de la AFIP que utilizaron para recordarme cuánto gasté y cuánto gané el año pasado.
Iniciás el trámite. Primero consiste en un certificado de tu jefe. Luego en un tramite online. Colapsa la página. Lo conseguís a las tres de la mañana. A la semana, porque a un funcionario de tercera línea del ministerio de Transporte se le ocurrió una buena forma para justificar su salario, el Poder Ejecutivo Nacional decide que los permisos los entregan ellos y que hay que tramitarlo en una página. No funciona. Entras a las tres de la mañana. No funciona. Probás a las 5.45 de un martes impar de un mes par. No funciona. Probás un miércoles. Entra. Te pide el número de teléfono del hogar del titular del lugar donde laburás. Abandonás el trámite. Conseguís el número al día siguiente. Reintentás el trámite. No funciona. Probas a toda hora como un desquiciado y lográs terminar el trámite. «Yo te aviso», te dice la página.
Todavía estoy esperando la notificación a un mes de iniciado y todo parece indicar que seguiré esperando. Pero eso sí, qué bueno que el ministerio de Transporte esté cumpliendo con su trabajo. Por suerte –o desgracia– para la Policía de la Ciudad alcanza con el permiso otorgado por la Ciudad. De todos modos me detuvieron solo una vez.
Lo que en un principio consideré una ventajita, una suerte de salvoconducto para no tener que quedarme clavado en casa las 24 horas todos los putos días de la semana, al poco tiempo se convirtió en paranoia: los que están adentro quieren salir, yo que tenía que salir sí o sí pensaba que algo me iba a agarrar, aunque usara tapaboca o saliera a la calle envuelto en una cortina de ducha.
Como un boludo cumplí con todo lo dispuesto: salía de mi hogar con rumbo al trabajo y volvía. Me rociaba lisoform en el calzado antes de entrar a casa, lavaba una hora, hora y media mis manos hasta recuperar la sensibilidad debajo del centímetro de grasa dejado por litros de alcohol en gel de mala calidad y me rociaba alcohol diluido 70-30 hasta dentro de los ojos. Por las dudas, ¿vio?
Un día, cansado de no hacer nada más que trabajar con esa llave maestra, decidí anotarme como voluntario en algo. Era el cumpleaños de mi abuela, grabé la conversación que tuvimos y, al compartirla, noté que había mucha gente que estaba realmente sola o que necesitaba una mano para cosas que para otros pueden resultar un poco más sencillas. Así fue como me anoté en el centro de atención telefónica del programa de adultos mayores.
El sistema es fácil: me enseñaron a usar el programa, me coloco la vincha por encima del tapabocas y comienzo a atender A personas con pedidos que iban desde alimentos urgentes hasta cómo hacer para tramitar el pago del home banking al súper.
Antes de ingresar al edificio cada día un agente de seguridad privada posa sobre mi sien el lente de una pistola de medición térmica y recién ahí me deja entrar. Se hizo tan normal que es parte del «buenas tardes». Hasta que un día entro, freno, me dice la temperatura, avanzo… y vuelvo a frenar.
–¿Cuánto dijo?
–38,5
–No puede ser
–Pero es
–¿Y qué hago?
Producto de la paranoia reinante pensé en solicitar una muerte digna ahí mismo, luego recapacité y supuse que con una consulta médica alcanzaba y que a esta altura del año tiene lógica que pesque cualquier cosa.
El tema es que me fui a mi casa y llamé al 107. Pacientemente me preguntaron por el resto de mis síntomas. «Solo amígdalas inflamadas», dije, ante lo cual el diagnóstico primario era una «faringitis». Siempre pensé que buscar síntomas en Google me parecía peligroso, hasta que alguien me diagnosticó por celular y noté que existe un grado aún más grave. Luego llamé a mi servicio médico particular y, también por teléfono, me pidieron que aguardara unos días y, si los síntomas no cedían, se actuaría de otro modo. Asimismo me pidieron que me guarde.
Decidido a aislarme, transcurrieron varios días sin notar ningún cambio, lo cual no era ni malo ni bueno: la fiebre era un sube y baja, las amígdalas dos albóndigas y el cansancio generalizado. Hasta que, de pronto, tosí. Amigo: no sabía si lo que obstruía mi garganta eran las amígdalas o los testículos. Fui casi corriendo a buscar una botella de vinagre que olía a nada, lo mismo con la lavandina. Efectivamente, eran las amígdalas y los testículos juntos.
Llamo al 107, describo el cuadro y me piden que me relaje. Luego me preguntan si estuve en contacto con personas que hayan estado en zonas de riesgo de contagio. «Ni idea, salgo a la calle nueve horas todos los días, puede ser». Y ahí sí me pidieron que me comunique urgentemente con mi servicio médico. Con la tranquilidad del mundo llamo a atención médica y les cuento las buenas nuevas. El «por favor, cuelgue, llame al número de emergencias y diga “código blanco”» me pareció un exceso de alguna guerra de espías. Lo hago. Me preguntan de nuevo los síntomas. Me tienen en espera. La angustia crece. Me dicen que no entienden por qué me dijeron “código blanco” si no les parecía que así fuera. Les digo que no soy médico. Me pasan con otra persona y ahí, finalmente, me dicen lo que no tenía ganas de escuchar: «Señor Lucca, se le va a aplicar el protocolo por ser sospechoso Covid-19, en unos minutos estará una ambulancia en su domicilio para trasladarlo, así que le pido que se prepare mudas de ropa, algún libro, cargador de cel…» La mujer seguía hablando, pero yo ya estaba en otra.
A simple vista no sabría explicar si lo que ingresó a mi domicilio era una médica o una descontaminadora de residuos nucleares. Lo cierto es que mientras me tomaba la temperatura y chequeaba mi garganta, yo sólo podía pensar en que no quería pasar por nada de eso, que tenía ganas de que fuera un día cualquiera y que a la noche deseaba salir con mi perro a tomarme un café en algún bar abarrotado de viejos whiskeros en un mundo normal.
Suena mi celular. Eran del 107. Piden hablar con la médica que me atiende y algo le dicen que no le cayó bien. Al colgar, me cuenta que medio que la cagaron a pedos porque me dejaron estar, a lo que agrega «como si no los hubieras llamado a ellos hace una semana». Punto para la doctora.
Así, con guantes y barbijo, bajo a la calle rezándole a Dios, Alá, Jehová y David Bowie para que no me vea ningún vecino. Por suerte no había nadie. Ambulancia y todo dispuesto para el largo viaje de… 300 metros.
Ingresar a un área preparada para Covid-19 es un tanto creepy. No sabría bien cómo describirlo, pero es como si hubiera gente que realmente tomó conciencia de que estalló una pandemia y están todos ahí. Todos con barbijos, máscaras de plástico, guantes, cubre calzado, pasillos vacíos, y esa decoración que demuestra que la zona fue reacondicionada no hace mucho.
Mientras terminaban de tramitar mi ingreso le pregunto a la médica que me pasó a buscar de dónde era. Así fue como la ecuatoriana galena me contó que vino a hacer una residencia cuando estalló la pandemia y que trabaja todos los días en la primera línea con el miedo que tiene por su hija de siete años que quedó en Ecuador. Y todos sabemos lo ocurrido en Ecuador con el coronavirus.
Finalmente, el proceso continuó con una persona que me ausculta, me toma la fiebre, y luego se para a tres kilómetros para explicarme cómo seguimos y que la puerta debía permanecer cerrada. Quince minutos después, alguien golpea y me dice que deja una bata, pantuflas y barbijo nuevos del lado de afuera para que me prepare para la tomografía.
La coordinación era casi coreográfica. «¿Listo?», escucho del otro lado y abro la puerta. Mientras salgo caminando de mi habitación, veo que se cierra otra mientras un personal de limpieza pasa trapeando el piso, lo mismo que hará detrás de mi mientras camino. Luego de la tomografía, el mismo acto de baile para el regreso a la habitación.
Y la soledad total.
La habitación de aislamiento preventivo es enana, sin tele, y se nota que hace no más de dos meses era tan sólo un consultorio, aunque tiene todos los equipamientos por si se complica la cosa.
Luego de una siesta corta ingresa otra mujer vestida con look del Chernobyl Fashion Week de 1986, pero una simpatía que permitía descubrir una sonrisa a través de las líneas de expresión de sus ojos. ¿Quién puede ser tan simpática en el mundo de la medicina? La respuesta es obvia: la que te va a pinchar hasta el apellido. Luego de sacarme unos treinta y cinco litros de sangre de ambos antebrazos, llegó la hora de los benditos hisopados. Los tres de garganta generaron ciertas arcadas, pero los de nariz dieron la sensación de que algo perforaba mi lóbulo frontal y nananadadada vovolvería a ser a ser nornonormal al. Y de paso me hizo una prueba instantánea de meningococo algo.
El libro, la compu, el celu, todo quedó adentro de la mochila: lo único que quería más que irme de allí era dormir. Y dormir. Y dormir.
Al rato me despierta un golpe en la puerta. «La cena», como toda comunicación me dio un poco de bronca. Bronca que se diluyó cuando recordé que no estaba en un spa si no en una guardia de aislamiento de emergencia a la espera de resultados y que el flaco que traía el morfi ni siquiera es médico y sus buenos mambos debe tener con el asunto. Y que también es parte del protocolo: aislamiento total es, básicamente, un aislamiento total. No registraba ni qué pasaba en la habitación de al lado.
Y me dormí.
No sé cuánto habrá pasado, pero suena un teléfono que no era el mío. Tardo en avivarme donde estaba, me acerco y me piden que me tome la temperatura. 38,3 grados. «Gracias, en cuanto tengamos los resultados le avisamos». Cuelgan.
Y me dormí.
Me despierta nuevamente el golpe en la puerta con la frase «el desayuno», lo cual ayudó a darme cuenta de que ya había amanecido. Preferí seguir durmiendo, hasta que el teléfono vuelve a sonar y vino con una cagada a pedos: «Señor, si no repone energías, vamos mal». Antes de colgar, mi fugaz madre putativa me pide que me tome la temperatura. 37,7 grados. «Febrículas, buenísimo, en un rato paso a verlo». ¿Febriqué? Desayuné contra mi voluntad la mitad de la oferta.
Y me dormí.
El rato debe haber sido más largo de lo que pensé, porque me despertó nuevamente un golpe a la puerta: «el almuerzo». Poderoso, nada mal, me odié por no tener hambre. Mientras hacía que masticaba, vuelven a golpear e ingresan. La médica. Parada a una prudente distancia me pide que me tome nuevamente la temperatura. 37 grados. Acto seguido, me da la buena nueva: en el PCR había dado negativo. La doctora se dio cuenta por mi expresión que no entendía un cazzo y pasó a explicarme lo de la reacción en cadena de la polimerasa y que por no sé qué mecanismo eso indicaba que, al menos para ellos, yo no portaba Covid-19. Ni Influenza. Promo pandémica: fui por un resultado y volví con dos.
Luego, la médica me explicó que el resultado que valía es el que proporciona el Instituto Malbrán y que el mismo estaría disponible «de 4 a 5 días» –spoiler: fueron seis–, y que probablemente tuviera alguno de todos los virus habituales de todos los años, solo que tuvieron que activar el protocolo por una sencilla razón marcada no sólo por los síntomas, sino por haber tenido contacto con medio mundo desde el día cero. Asimismo, me informó que tenía que permanecer aislado y tomar una decisión: que me prepararan una habitación de aislamiento con más comodidad, o que esperara el resultado en mi domicilio respetando el aislamiento a rajatabla, aunque un falso negativo es casi imposible. La idea de morfar de arriba y seguir durmiendo mientras otros te atienden resultaba tentadora, pero preferí dejar mi cama para alguien que realmente la necesitara.
Esa misma noche nadie golpeaba mi puerta para dejarme la cena: estaba en mi casa escuchando música.
Durante los siguientes doce días tuve que permanecer encerrado en mi casa por razones que en su momento no entendí, pero que una vez explicadas cumplían con toda la lógica del mundo: por más que tenga una gripe común, es contagiosa. Y si contagio a quince personas, son quince personas que atravesarán el mismo protocolo que yo y ocuparán camas necesarias para atender a personas graves.
A las 00.00 horas de este domingo 3 de mayo finalizó mi aislamiento obligatorio y mañana lunes vuelvo a la calle a hacer lo que hice antes de caer en aislamiento. Y lo hago sin tener, siquiera, la certeza de que zafé a futuro, dado que ser sospechoso no significa haberlo tenido. O quizá sí, y siguió de largo, quién sabe. Nunca me hicieron la prueba de inmunización y ni siquiera sé si existe o, en caso de existir, si sirve de algo.
Lo que sí puedo contar es que vi cómo funciona el protocolo por dentro y que realmente la paranoia hace más estragos en nuestras mentes que la enfermedad en sí. Porque, convengamos, teniendo 38 años y ninguna comorbilidad, debería tener demasiada mala leche para quedarla y lo normal sería que en un par de semanas estuviera recuperado, como lo hace la mayoría de los que tropiezan con este bicho y no están dentro de los grupos de riesgo.
Pero con el temita de «si tenés cualquier otra cosa, también nos cagas la vida» entendí que no comportarse como un pelotudo es un deber. Que aunque el Malbrán informara el negativo, me restaba otra semana más guardado porque un virus tenía. Y porque si te agarrás una gripe común –totalmente normal a esta altura del año– porque se te ocurrió hacerte el rebelde pasándole la lengua a los pasamanos del subte, también le complicás la vida a todos. Y quizás, esa cama que estás ocupando por pelotudo, le sea útil a alguien que realmente la necesite y esté en riesgo.
Al menos yo me sentí un poquito pelotudo y sólo estuve menos de 48 horas. Y no fue mi elección.
¿Lo peor? No poder ser yo quien vaya a llevarle cosas a mi vieja y a mi abuela y así verlas aunque sea de lejos. Pero ya pasó.
El partido sigue, pero qué lindo es cuando te estás defendiendo, pega en el palo y se va afuera.
PD: Muchas gracias, doc Berardo. Trajo paz cuando más se necesitaba.
PD 2: No juzguen mi peinado. Quiero ver cuántos se animan a la selfie con dos meses sin peluquería.
Si querés que te avise cuando hay un texto nuevo, dejá tu correo.
(Sí, se leen y se contestan since 2008)