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Adiós a Occidente

Adiós a Occidente

Como estoy de vacaciones y este kiosco no factura si no levanta la persiana, me puse a pensar en temas que quería abordar pero que, por la coyuntura diaria, siempre postergo. Sí, aunque no lo parezca, en este país pasa de todo. Así es que me hice una listita con los temas que más veces toqué desde 2008, a modo de autoanálisis.

Entre los primeros puestos encontré “Occidente”. Cuarenta y cinco textos en los que abordo el tema en su totalidad o en parte. Tan manija estuve con el asunto que se convirtió en eje de la entrevista que le hice a Arturo Pérez-Reverte en 2017, cuando el escritor dijo «Occidente está desapareciendo». Hasta lo metí en un par de capítulos del libro Te Odio.

El asunto es que el sábado a la noche me puse a filosofar sobre el asunto y armé unos párrafos que me parecieron demasiado fuera de coyuntura. El lunes estaba manija y lo seguí otro rato. El martes lo terminé. El miércoles me levanté con la certeza de que dejaría el texto para otra ocasión. Hasta que se me ocurrió chusmear las noticias. Debería estar prohibido que alguien se conecte con la realidad al estar de licencia.

Así fue que me encontré con un discurso que el Presi leyó en Davos en el que asegura que Occidente está en peligro. “Yo fui más extremista”, pensé, mientras puteaba mi falta de oportunidad, esa manía de llegar siempre tarde al lugar equivocado. Luego escuché sus argumentos y comencé a torcer la cabeza como si fuera mi perro cuando le digo de salir a pasear un día de lluvia.

Así que va el texto, no más. No pienso contradecir nada de lo dicho por el Presidente. No es la idea de esto porque, vuelvo a aclarar, fue escrito antes y no con la intención de llevar la contra. Lo cual tampoco quiere decir que esté de acuerdo… Ok, ok, ok… Va el texto:

Esta historia comenzó hace mucho tiempo. Convengamos que en algún momento iba a pasar. Lo supimos siempre, solo que no quisimos verlo: nuestra civilización, como la conocemos –como creemos conocerla– desaparece. Y no nos importa.

Suponemos que este presente –plagado de verdades que luchan por imponerse frente a enemigos construidos por nuestra imaginación– es algo que nos corresponde y que así debe ser. Y para siempre. Nos cuesta aceptar que todo está siempre en riesgo, porque así es la historia del universo en general, del planeta en particular y de las naciones como forma excepcional.

En los últimos cinco siglos desaparecieron 1.279 países. Más grandes, más chicos, con mucha cultura, con grandes ejércitos, con mucho comercio o autosuficientes. La inmensa mayoría de esos países fueron borrados del mapa por sus propios habitantes que decidieron formar otra cosa, tener otro sistema, otra bandera, o la misma bajo otro régimen, con el mismo u otro nombre, con las mismas o distintas fronteras.

Cuando cayó la República del Veneto tras casi 1.100 años de existencia –más de cinco veces de lo que nosotros llevamos en el mapamundi– ninguno de sus 1.5 millones de habitantes se evaporó en el aire. Pasaron a tener otra nacionalidad.

La mayor oleada de países desaparecidos ocurrió con las oleadas revolucionarias que impusieron o adoptaron –con demasiada o poca, pero siempre con sangre– esto que llamamos Cultura Occidental, eso que hace que un porteño, un yankee, un parisino, un madrileño o un londinense, tengamos más cosas en común que diferencias, más allá de nuestros gustos culinarios o idiomas. Y todo eso está más que en riesgo: está en terapia y en franco retroceso. Y los culpables no se encuentran en una sola ideología.

Los países nórdicos comenzaron a llevar la contra al mundo, para variar. En Noruega y Dinamarca gobierna la socialdemocracia. En Suecia y Finlandia, el conservadurismo. Los cuatro países se pusieron de acuerdo en cerrar fronteras a inmigrantes irregulares. Dinamarca, mucho más a la izquierda que el resto, impuso un examen de idioma y otro de conocimientos de la historia y de las instituciones. Cualquier condena firme a prisión, aunque sea condicional, impide la ciudadanía a perpetuidad.

Uno podría decir “qué barbaridad, cómo no hacemos lo mismo en la Argentina”. Y lo decimos con la misma cara con la que sacamos la ciudadanía italiana sin saber otra palabra que pizza.

Un chico de apellido europeo está aburrido en su casa. Se angustia con una novela que le es presentada como la realidad de un ensayo sociológico y abraza la causa de los pueblos originarios despojados de su nación y cultura. ¿Entrega la casa que heredó? ¿Compra un terreno y se los regala? No. La línea directa entre esfuerzo y resultado material es compleja y, supone, también es un invento del hombre blanco occidental colonizador, explotador y esclavista.

No existe en la cámara de representantes del pueblo un solo diputado de origen autóctono tras quinientos años de historia. Hablan en nombre de ellos, pero nadie predica con el ejemplo.

Hay contrafácticos imposibles de cuantificar. Una persona nacida en 2003 es merecedora de una reparación histórica por un terreno que su cultura nunca poseyó por no creer en la propiedad privada. Pero, supongamos, les damos la derecha de aceptar que vivieron equivocados. ¿Tengo derecho a reclamarle al gobierno central de Italia que me devuelva las propiedades que mis abuelos perdieron por no poder soportar la economía tras una guerra que no decidieron?

¿Y si digo que eran napolitanos dentro del reino de las Dos Sicilias y ni siquiera pudieron elegir no ser gobernados por la autoridad central que hasta les impuso un idioma nuevo, ahora llamado Italiano? ¿O debería reclamarle a los Alemanes porque un bárbaro del siglo V copó Roma y abatió el imperio? El gran problema de las peleas de quién llegó primero es que el Ser Humano no nació en varios lugares a la vez. Hasta donde tenemos comprobado, todos salimos de África.

El mayor problema de las definiciones de izquierdas y derechas es que, la mera existencia de ellas, impone la cultura de una élite por sobre la otra. Y todos son partes de esa élite. El conservador, por definición, busca preservar. El problema del siglo XXI es que ser conservador o volver a determinados valores implica un punto cero. Se es conservador sobre algo que, cuando nació, fue disruptivo.

Los conservadores de hoy realzan la figura de Julio Roca, el mismo general Roca que rompió vínculos con el Vaticano y generó un revuelo internacional. El mismo Roca que, tomando las palabras de Alberdi, decidió ponerle punto final a las monedas provinciales y puso en marcha el Peso.

¿Se imaginan si nos enteráramos que, del presupuesto aprobado por el Congreso para este año, se destinará el 16% para la incorporación de inmigrantes pobres, propaganda en el extranjero, la construcción de villas residenciales, seis hoteles de inmigrantes en seis ciudades distintas, comida, dinero para inmigrantes pobres, la infraestructura para atenderlos y transportarlos, vacunarlos, educarlos y asistirlos? Eso pasó en 1881 con Roca. Unos lo putearían por facho genocida, otros lo colgarían en la plaza por comunista delirante. Mala noticia para cualquier apellido europeo con sentimiento de culpa: las campañas para emigrar hacia la Argentina eran dentro del marco del programa de colonización de tierras productivas y las industrias de estas derivadas. Sí, nuestros abuelos llegaron a colonizar.

De todo tomamos partido y de cada personaje histórico contamos lo que nos conviene. Nos referenciamos con lo que deseamos que sea un todo de esa persona. Carlos Pellegrini, prócer mencionado por Milei por su lograzo estabilizador en una fugaz presidencia interina en medio de la primera gran crisis financiera de nuestro país, fue proteccionista industrial. Lo fue al inicio de su carrera y lo fue al final de su vida. Su criterio industrializador le impulsó a “no ser la granja de Reino Unido”, a votar como diputado a favor de aranceles a productos importados de hasta el 40% y “si alguien se arruina, que se arruine” y a celebrar las bondades del sablazo a la importación de harinas que llevó a que en cuatro años la Argentina alcance el autoabastecimiento y luego comenzara a exportar trigo.

Claro, Pellegrini creía en un proteccionismo industrial limitado en el tiempo hasta que una industria se desarrollara. Pero ¿quién tiene la bola de cristal para saber qué industria lo hará y cuándo?

Un grupo de delincuentes toma un terreno gigante en el conurbano bonaerense para lotearlo. Todo el proceso de toma de posesión y compra-venta se hace de tal forma que nadie puede suponer que eso está bien. Se produce una disputa entre un sector de argentinos y otro de extranjeros provenientes de un país que tiene con la Argentina un curioso sistema de reciprocidad basado en que nosotros les demos todos los derechos a sus ciudadanos y que ellos no garanticen ni una atención de urgencia a los nuestros. No hay forma de abordar el problema sin caer en la xenofobia o en convertirnos en el boludo de América del Sur al que todos le pueden hacer cualquier cosa.

¿Qué tendrá esto que ver con la muerte de la cultura occidental? No, no es una lucha entre blancos descendientes de colonialistas europeos y ciudadanos extranjeros. Es una cuestión de Estado de Derecho. Quienes quieren tomar terrenos y quienes quieren cagarlos a tiros, tienen un punto en común que ninguno de los dos acepta: se cagan en el Estado de Derecho.

Los sistemas republicanos, democráticos y presidencialistas son propios de Occidente. Los hay en otras partes del mundo, pero con contadas excepciones dentro de sus respectivas regiones, como lo son los casos de Japón, Israel y Corea del Sur, vecinos de gigantes en el que da igual hablar de derechos universales o de viajes en el tiempo.

No podíamos sostener la farsa de la cultura occidental por mucho tiempo más si nunca nos interesó. Ni a nosotros ni a nuestros ancestros. ¿Recuerdan por qué se acabó el nazismo? ¿Por los británicos? ¿Por los yankis? ¿El pueblo libre occidental? ¿La Unión Soviética? No, por la decisión de dos o tres personas que fueron en contra del deseo de sus pueblos.

En septiembre de 1939 Alemania ya había invadido y anexado la totalidad de Austria, los Sudetes y media Polonia. El Reino Unido y Francia ya habían declarado la guerra a los nazis. En Estados Unidos, una encuesta de Gallup realizada ese mismo mes, arrojó que el 86% de los norteamericanos estaba en contra de enviar tropas. El 90% estaba terminantemente en contra de declarar la guerra a los alemanes. Para 1944, y con ya dos años de guerra contra Japón en las espaldas, el 41% de los norteamericanos aún no entendía la necesidad de ir a la guerra en Europa.

El autor Philip K. Dick jugó con estos datos cuando creó una historia en la que Alemania gana la guerra y el mundo se adapta muy rapidito al nuevo régimen.

Y todavía nos gusta creer en el mantra de que la voluntad popular es el único respaldo para llevar a cabo una acción o dejar de hacerla.

A principios de 2022 se publicó una encuesta que pasó desapercibida pero que a mí todavía me preocupa: el 70% de los argentinos cree que la democracia no le ha solucionado ningún problema. Los pocos que nos hicimos eco de ese estudio a gran escala nos aliviamos al leer que 8 de cada 10 compatriotas aún creen que es el único sistema válido. Sin embargo, el cálculo era simple: ¿qué pasaría si alguien se para en la democracia para hacer a su antojo mientras le soluciona problemas a la gente?

Todo lo que relacionamos con la cultura occidental es producto de una serie de revoluciones que dieron vuelta al mundo que conocemos y estudiamos. Surge de la independencia de las Trece Colonias, de la Revolución Francesa y de la independencia de las provincias de ultramar del Imperio Español. Revoluciones en las que se puso al Ser Humano como centro y origen de sus propios derechos y al pueblo como soberano de sus destinos. ¿Qué forma adoptó eso? Cada país lo tomó como mejor le pareció, pero todos vivieron procesos encaminados a la construcción de estados nación, democráticos y con división de poderes aún en monarquía.

Quizá no recibimos la suficiente educación, quizá nuestros ancestros inmigrantes, criados en países sin democracia, no tuvieron herramientas para transmitirnos. Por momentos, nuestra forma de visualizar el acto democrático se parece más a la de la multitud de un Coliseo que grita para que el emperador levante o baje su pulgar para que se lleve a cabo un accionar que, fuera del Coliseo, está prohibido.

Tan acostumbrados a la masa y la identificación que un puñado de militantes creen que hablan en nombre de un pueblo al que no consiguen representar con más de un diputado. Tan acostumbrados a la masa y la identificación que, con tan solo ganar las elecciones, se cree tener el apoyo del 100% de todos los ciudadanos argentinos.

El problema de la representación es cada vez más palpable. Lo fue siempre, pero ya no creo que se trate de que el sentir del pueblo no se vea reflejado en el Poder. Me refiero a que el Poder es capaz de darle al pueblo cualquier cosa, si es lo que el pueblo quiere. En la última campaña electoral pudimos verlo con un gobierno que dilapidó recursos para darle a su versión del pueblo lo que éste quería. Como contrapartida, tuvimos a un ganador que dice que el pueblo lo votó para que haga lo que está haciendo. Y todo es cierto, lo cual no quiere decir que esté bien.

“El pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución”, dice ese librito tan de moda últimamente. ¿Y quién gana, el que votamos como autoridad, o los que votamos como nuestros representantes? La autoridad. Porque así nos parece que tiene que ser, no porque lo diga la Constitución, que establece un sistema de equilibrios para que la menor parte de los ciudadanos se quede afuera de la representación en el Gobierno.

Todo se ha dado vuelta. La izquierda se ha vuelto antisionista, varada en el concepto colonialista de los años sesenta que no largan ni con un tratamiento de rehabilitación a la naftalina. La derecha cree que el liberalismo es ser conservador con menor carga tributaria y, así y todo, hace silencio aunque aumenten los impuestos, si es que no los justifica. Y ojalá fuera un fenómeno local. Cada vez que me entero que alguien se va a vivir al extranjero, fantaseo con que se instalen en una colonia en Marte.

España se ha enamorado de quienes la colocan en el mapa islámico como la provincia del Al-Ándalus. No sé si se enamoraron de un concepto romántico de la historia, o creen que la pasarán mejor si vuelve a instalarse el Califato de Córdoba, pero se pegan el tiro en el concepto de occidente bajo cualquier aspecto cultural que pueda llegar a adoptar en España: individual, estatal y religioso.

En el Reino Unido, las manifestaciones de cientos de miles de musulmanes preocupan incluso al resto de los musulmanes, que en todo el país son más de dos millones y se encuentran tan asimilados a la cultura local que nadie puede interrumpirles el Five O’clock Tea.

Y mejor ni hablar del patético show antisemita brindado por las más altas universidades norteamericanas. A nadie importa que las personas a las que defienden en cada una de esas protestas a lo largo del topísimo primer mundo son sujetos que decapitarían hasta a los propios musulmanes que no comulguen con su forma de interpretar al Islam. A nadie importan los atentados en Atocha, Londres, Francia, las Torres Gemelas. Y eso que al menos ellos respondieron con una guerra. Nosotros todavía creemos que el atentado de la Amia es una cuestión de los judíos. Y ahí anda el tema, con fiscales que se mueren, jueces destituidos, alcahuetes de prófugos de la Justicia y el olvido generalizado.

En cierto momento comenzó a señalarse al globalismo como culpable de la caída inevitable de Occidente. Justo el globalismo, uno de los mayores milagros de la humanidad, un lapsus de conocimiento y entendimiento de que hay otras culturas, otras sociedades y otras formas de ver la vida. Al globalismo se le achaca la pajereada de justificar lo que nos repugna bajo el amparo del respeto cultural. Eso es una estupidez de personas que quisieran hacer lo mismo que piden respetar –y no se animan– o de sujetos que se creen moralmente superiores y toman a cualquier minoría como mascotas. Cuando yo era chico, los que utilizaban al globalismo como teoría de dominación era lo que quedaba de la ultraizquierda. ¿Qué carajo pasó?

No hay forma de temerle al globalismo, ni a las minorías, ni a los inmigrantes, ni a nadie si nos paramos detrás del escudo de defensa de la cultura Occidental. O sea: nuestras constituciones, garantes de nuestra forma de ver la vida, que podrá ser distinta en cada uno de nosotros, pero que es protegida siempre y cuando mantengamos el un único principio de no cagarnos en ella.

No es de derecha pedirle a un ciudadano que respete nuestras leyes. De hecho, es lo que hizo que este país hable castellano cuando el 70% de nuestros antepasados migrantes no vino de España. ¿Imponer un idioma es de derecha o de izquierda? ¿Quién se opone a la obligatoriedad de decirle a otro cómo debe hablar o de aprender la lengua de un Estado opresor?

Respetar las leyes es la mejor forma de asimilar y de evitar la discriminación y los comentarios que dicen que “nuestros abuelos vinieron a trabajar y no a ser delincuentes”, cuando las cárceles de principios del siglo XX tenían un 92% de extranjeros y las organizaciones criminales eran todas de inmigrantes. Parece que al Argentino ya le daba paja organizarse hasta para eso.

Pero nos ponemos en selectivos. Decidimos qué partes de la Constitución son para respetar y cuáles son a libre interpretación. Y es todo un tema. Porque, si creemos que la desaparición de la cultura occidental es que nos llenemos de inmigrantes y no que se cumpla al 100% la constitución para todos, estamos en el horno.

Y mierda que lo estamos. Calentito, bañados en salsa para quedar tiernos.

Pero si nuestra defensa pasará por quejarnos de fantasmas y no por reforzar nuestras defensas, hay que decirle chau a Occidente, guardar algunas cosas de recuerdo, y darle paso a lo que viene. Quizá esté buenísimo, no lo sé.

Nicolás Lucca

 

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