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Hambre, frío y política: la agenda de los invisibles

Hambre

Altas horas de una noche de la semana más fría. Martín junta cartones en la esquina de la avenida Entre Ríos y Adolfo Alsina. Abrigado solo con un buzo, acepta con la cabeza gacha la comida caliente que le ofrecen los voluntarios de una parroquia. Tiene frío y hambre, o hambre y frío. Ese hombre camina toda la noche, liquida lo recogido y se vuelve a Lanús donde lo esperan sus dos hijos. Tenía trabajo antes de la pandemia, el trabajo que tenía cerca de un tercio de la población argentina: no registrado.

Changarines, albañiles, plomeros, gasistas, electricistas, vendedores ambulantes, laburantes itinerantes a los que el teletrabajo les resulta algo tan factible como resolver la muerte de Kennedy. A esa clase de personas no les alcanzó el decreto mágico mediante el cual Alberto Fernández prohibió los despidos y eliminó la desocupación. Es más, ni se enteraron del decreto.

Por Entre Ríos y su continuación Callao, hasta llegar al Bajo pueden verse al menos cinco personas por vereda, cada cien metros, en situación de calle. Lo mismo ocurre en cada una de las avenidas de la gran ciudad y mucho más en las calles donde existan galerías o algún reparo para el frío. ¿Motivo? El de siempre: el que necesita del otro lo buscará donde abundan los otros.

Ese mismo motivo llevó a que Mario abandonara su Córdoba natal para buscar sobrevivir en Buenos Aires. No tuvo chances. Lo encontramos a las 23.00 horas con una temperatura ambiente de 6 grados y una sensación térmica siberiana. Como la mayoría de las personas a las que se les ofrece una comida caliente preguntó si teníamos algún abrigo. Tenía una frazada, pero se la robaron durante el día, cuando salió a buscar trabajo. Su cara, al igual que la de todos los que vimos, es de vergüenza. O de injusticia, aún no lo pude definir.

Poco antes habíamos visto a un matrimonio con tres chicos que nos pidió comida… solo para los chicos. Costó convencerlos de que había para los cinco. Se les veía en la cara la misma gestualidad y no hizo falta hacer ninguna pregunta: se quedaron sin trabajo y atrás de eso vino el desahucio. A la calle. Y los chicos siquiera tienen clases como para juntar un vaso de leche, que es para lo único que sirven las escuelas formadoras de burros de los últimos años.

En la Plaza Houssay hay familias enteras que pernoctan bajo el cielo con temperaturas de hielo. Comer, comen gracias a las ayudas que personas desinteresadas les brindan. El Estado es tan grande que desde ahí arriba no alcanza a verlos. Pueden elegir el ejemplo que gusten, estoy seguro que a diario los ven por las calles sin importar el barrio céntrico. Los hay en las terminales de trenes, en los grandes parques, en calles más escondidas y en la plaza Vicente López. Ahí, a pasitos de la chocolatería que frecuenta la vicepresidenta.

La miseria que hay en la calle es nauseabunda. Personas que ya ni pueden darse el lujo de alquilar una casilla en una villa, sujetos que vivieron en departamentos o viviendas de material todas sus vidas, seres humanos comunes y corrientes a los que hicieron mierda. No lo buscaron, no lo provocaron, pero ahí están: muertos económicamente, desahuciados de cualquier derecho y sin un fosforito al final del túnel.

Al igual que todos los mortales, no decidieron que China se cagara en cualquier convención sanitaria internacional al ocultar por meses una enfermedad altamente contagiable. Al igual que todos nosotros, no eligieron que el Presidente decidiera clausurar el país por un año. Como la mayoría de los ciudadanos, vieron pasar de lejos las ayudas del Estado.

Los vemos todos los días y seguimos de largo por una sencilla razón: supervivencia. Bastante mal la pasamos entre todos como para pensar en otra cosa que no sea en no caernos a ese abismo del que sabemos que nadie en la Argentina sale. No mientras se apliquen una y otra vez las mismas medicinas para las mismas enfermedades que generaron las mismas medicinas que pretenden curar las mismas enfermedades en un espiral centrípeto pornográficamente insoportable.

Ese instinto de supervivencia lo tendría que haber tenido en claro antes de salir a recorrer las mismas cuadras que recorro a diario pero con ganas de buscar historias. Volví hecho mierda, sin ganas de nada y con una culpa enorme provocada por esa sensación de que yo me siento arruinado pero hay gente a la que mi vida les resulta un sueño, una utopía inalcanzable. Ya no me da el cuero emocional, pero habrá que curtirse de nuevo.

La pobreza se universalizó y todos nos hemos empobrecido en los últimos años. Y nos hemos empobrecido con furia, a toda velocidad. Hoy la realidad dicta que si cobrás más de 33 mil pesos pertenecés al 40% privilegiado de los asalariados, dado que el otro 60% cobra por debajo de ese monto. Sí, el 60% de los argentinos que trabajan perciben menos de 200 dólares por mes. Y si una persona gana por encima del índice de pobreza de una familia tipo, puede descorchar: pertenece al 10% más rico del país.

Todas estas personas que ví, con las que charlé, con las que compartí algún momento en estas eternas noches de frío tienen intereses en común e individuales. Sus sueños son llevar comida a sus hijos, en primer lugar, y no perder el techo, en segundo lugar. Pero la inmensa mayoría ya lo perdió y busca juntar el mango para entrar a alguna pensión, al menos hasta que afloje el frío.

No les interesa la “arquitectura geopolítica alternativa” de Alberto Fernández; un tipo que no puede conseguir que le nombren un procurador y pretende hacerse el líder regional. Les importa poco y nada lo que opine Cristina sobre la “necesidad de repensar el sistema de salud en la Argentina”. Les tiene sin cuidado los discursos educativos de Kicillof. No se enteraron de las declaraciones de Macri, no les preocupa la interna pública de la oposición y ni siquiera saben qué es eso del semáforo de riesgo epidemiológico. Son más esenciales que cualquier esencial porque necesitan comer y no morirse de hipotermia.

Al igual que todos desconocen los nombres de todos los diputados, senadores y ministros; y al igual que todos, no tienen la más puta idea de qué es la ley orgánica de la Procuración General ni para qué sirve.

Nunca se enteraron de que hay un ministerio de Género, del mismo modo que no saben que hay un ministerio de Desarrollo Social. Para ellos no hay psiquiatras que los salven de un futuro aún más de mierda del que difícilmente puedan zafar. No usan tapabocas, no tienen chequeos de salud ni tienen un porvenir saludable. Tampoco tienen acceso ni remotamente a una dieta equilibrada, no pudieron descargarse la app para registrarse y lograr una vacuna. Desconozco a quién se le ocurrió esa brillante idea en un país pauperizado al extremo. No conocen sus derechos ni los van a conocer, no tienen tiempo para gastar en pajereadas burguesas porque tienen que sobrevivir hasta mañana.

Y por si fuera poco, siquiera participan de las encuestas del «termómetro social», esas en las que te preguntan “cuáles son tus mayores preocupaciones”. Los encuestadores no son boludos. Sin embargo, a la hora de pagar por alimentos, abonan los mismos impuestos que vos, que yo y que Pérez Companc. Ojalá supieran que esos impuestos son necesarios para que el país se ponga en pie y le dé una mano a los más necesitados.

No entiendo cómo hacen para dormir por las noches los que se llenan la boca hasta dejar los dientes sin lugar con palabras sobre la pobreza, la solidaridad, los más humildes, los más necesitados, la Argentina de pie, lajente, losargentinosylasargentinas, el pueblo y toda la parafernalia pobrefílica de una clase dirigente que se masturba enamorada de su propia voz.

Porque eso son: burópatas a quienes no les interesan los pobres más que como decorado, como leit motiv, una excusa que sirva para construir una argumentación de Poder chotísima en la que este país hambreado y con la moral por el piso saldrá adelante si se modifica el Ministerio Público Fiscal o si llevamos adelante una agenda internacional neutral.

¿Los diputados no van al Congreso? Entiendo que de día se les pase, como nos sucede a todos, pero en esas sesiones en las que salen a altas horas de la noche, ¿no ven a los diez tipos que duermen en la esquina de Combate de los Pozos e Yrigoyen? ¿Y a los de Entre Ríos e Yrigoyen? ¿A los de Combate y Rivadavia? ¿Callao y Rivadavia? Están rodeados de pobres en situación de calle, o que tiran de carros apiñados de cartones acompañados de niños que dilapidan sus infancias, si es que todavía les queda algo. ¿No los ven?

Entiendo que Alberto llegue a la Casa Rosada en helicóptero, pero desde las ventanas de la casa de Gobierno se ven los carros de cartoneros, las familias que pernoctan en las galerías de la Avenida Alem y del Paseo Colón. Desde el balcón de ese mismo edificio se puede ver idéntica situación –y sin mucho esfuerzo– en la galería del Cabildo y en las puertas de la AFIP, lo que conlleva la paradoja más hija de puta de todo este racconto de pobreza y miseria.

Trabajar dignifica, pero crece el desempleo y la mayoría de los que poseen un trabajo son oficialmente pobres. Los únicos privilegiados son los ancianos y los niños, pero los viejos están hambreados y los niños invisibilizados. El único acto coherente que han tenido para con los niños ha sido suspender las pruebas Aprender. Total, ya sabemos el resultado tras un año y medio sin clases de verdad. Eran los únicos privilegiados pero son el último eslabón de una cadena de prioridades en las que se encuentra hasta la política internacional bananera antes que el futuro de los pibes; chicos que el único error que cometieron es haber nacido en esta tierra caída del barco.

¿Cuál es el plan? En serio lo pregunto. ¿Cuál es? ¿No les da miedo que tanta gente esté así, que tantos chicos no sean educados, que la mitad de los niños no coma todos los días? ¿Creen que alguna vez se arreglará por arte de magia esta realidad distópica en la que la mayoría de los chicos son pobres? Sí, repitan conmigo: la mayoría de los chicos argentinos son pobres.

No sé bien qué hacen con los planes sociales, pero evidentemente se les cayó un montonazo de personas del catre. ¿Quieren saber cuál es la agenda de lajente? Pregúntenle a los que salen a repartir comida sin vacunas, sin insumos, con sus propios vehículos, con el combustible pagado de sus propios bolsillos al igual que cada una de las viandas, luego de dejar la mitad de sus salarios en impuestos que deberían quitarles esta tarea.

Tienen miles de historias para contar de lo que ven a diario que van desde padres que no están familiarizados con esta situación y penan por las calles con sus hijos a cuestas, hasta señores muy mayores con las manos visiblemente curtidas de haber trabajado toda la vida y que se encuentran con una jubilación que consiste en un camping al aire libre sin carpa.

Andá a convencerlos de que el camino es el diálogo, de que la patria es el otro, de que es necesario repensar el sistema de salud privado, de que necesitamos un tribunal de sentencias arbitrarias para descomprimir a la Corte Suprema, de que es vital una reforma a la Procuración General de la Nación y de que es vital el nombramiento de cinco directores nuevos en el Instituto Nacional de Asociativismo y Economía Social. Ni que hablar de lo imprescindible que es para su situación que exista la Dirección de Fomento y Evaluación de Proyectos Cooperativos y Mutuales de la Dirección Nacional de Desarrollo y Promoción Cooperativo y Mutual. Aguantá, amigo, seguí tirando del carro con hielo en las articulaciones que alguien piensa en vos.

Una pena que hayan llegado a la pobreza justo con la desaparición de Juan Carr, la cancha de River cerrada, la mesa del hambre desmantelada y sin gente que vaya a regalar verduras y frutas como forma de protesta en la Plaza de Mayo.

Podría estar triste, pero no. Creo que la sensación que más cuadra es la de miedo; por reflejo, por empatía, por lo que podría pasarme, pero miedo al fin. Y una bronca enorme porque es lo único que he visto desde que tengo memoria.

Lo que más me enoja, lo que me desangra la úlcera en medio del alma, es saber que estos mismos intereses primitivos son los que pueden generar que un político al trote termine por caerse en el autoritarismo. De hecho está probado que con tal de comer todos los días somos capaces de entregar cualquier libertad. Salvo que estemos presos, claro.

Porque cuando la bronca y el miedo se juntan, andá a convencer a alguien de que la salida es el consenso, más democracia y un Estado verdaderamente presente.

Uno de verdad, no como todas las mil millones de veces anteriores.

Y si más allá de todo sarcasmo esta situación no les da miedo, piensen que para millones de argentinos con la democracia ya no se come, ya no se educa ni se cura.

 

 

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