Irrealidad Virtual

Irrealidad virtual

En 2012 el mundo se había dividido en facciones. Los literales, fauna autóctona de Facebook, comenzaron a quedarse sin alimento y abandonaron su ecosistema. Desplazados climáticos 2.0, buscaron a dónde fueron a parar los sujetos a los que antes atosigaban con comentarios lineales, como que Spielberg no podría haber cazado un triceratops porque los dinosaurios se habían extinguido hace un toco de tiempo. Y nos encontraron en Twitter.

Allí llevábamos años de humor negro, casi siempre border, y un bullying centrado en cualquier cosa. Otros, más politizados, cumplían con las mismas reglas, pero respecto de los funcionarios y simpatizantes. Entre los que no éramos oficialistas, no nos simpatizaba nadie o se disimulaba. La diversión era reírse del poderoso y del que quería el Poder.

La llegada de los refugiados muertos de hambre de literalidad se fue dando de a poco. Se los identificaba con metodologías claves, como terminar un tuit con “RT RT RT”, comerse cualquier imagen editada, utilizar caricaturas de dudoso gusto o el infaltable dolor de ojos de los tuits escritos en mayúsculas.

Tengo la teoría, chequeada en mi mundo de fantasía, de que uno se desenvuelve en redes sociales con los códigos que habitaban en las mismas cuando llegamos. No hay adaptación a las nuevas corrientes: las padecemos, seguimos en la nuestra o nos vamos. ¿Y quiénes traen las nuevas corrientes? Los desplazados de otras redes que se mestizan con los pueblos originarios digitales y de quienes surgen nuevos usuarios.

Los negocios de las redes ya habían sido todos repartidos: los community manager, los gestores de contenidos, los gestores de audiencias, etcétera. Y todo para que se instale la ley de que, para crecer en Twitter hay que cumplir con tres cosas: tuitear en cantidad, interactuar en abundancia y hacer quilombo.

Se estima que en la Argentina hay siete millones de cuentas de Xwitter activas. Un tercio de las mismas pertenecen a alguien de los otros dos tercios que tiene más de una cuenta. De ese número, un ínfimo porcentaje participa de lo que denomina “conversación política”. Entre el 86 y el 90% de los argentinos no tiene cuenta en Xwitter. Del resto que sí, la mayoría tuitea sobre otras cosas. Nada baja más el ego político que chusmear las tendencias.

Y creo que ahí está el tema: cuando guardamos el celular en el bolsillo y levantamos la vista. Ahí, cuando las cervicales comienzan a hacer ruido mientras enderezamos el cogote, aparece un mundo distinto habitado por seres humanos que se comportan de forma rara. Si nos paramos en una esquina y una persona comienza a gritarnos por lo que tenemos puesto, probablemente termine en una internación psiquiátrica o con dos dientes menos. Todo depende del nivel de comprensión y paciencia del destinatario.

Seguro aparecerá alguno que tire “y bueno, es Twitter, papá”. Atrás vendrá otro con un “no seas trolo, man”. Y muchos asentirán en que la vida real es igual de jodida. Qué vida de mierda, gente. ¿Posta es eso lo que viven en el día a día? ¿Con quiénes se juntan?

Imaginemos que estamos con un amigo. Nos paramos en la vidriera de un local de ropa y le hacemos un comentario sobre lo caro que está todo. Aparece un tipo que no conocemos y comienza a reírse de nosotros, mientras habla en tercera persona. Nos señala con el dedo mientras grita a la vereda “miren, acá tienen a dos termos que no entienden que todo está regalado y sus sueldos fueron detonados”.

Automáticamente comienzan todos a putearnos, mientras se pasan el mensaje de boca en boca a los gritos. Una señora que nunca vimos en nuestras vidas, pasa y nos pide que agarremos la pala. Un tipo cae con una pancarta. La lleva por sobre sus hombros con nuestros rostros y grita “acá tienen a los mismos que no dijeron nada de las víctimas del terremoto de Alaska de 1964, no quieren que muestren sus caras, así que no compartas esta imagen”.

Dos tipos aparecen en silencio, se cuelan entre la multitud, nos dicen al oído “tugo, tugo, tugo” y huyen rápido. Uno aprovecha el tumulto para comentar el beneficio de invertir en la nueva Bitcoin de Yakarta mientras otros nos muestran fotos de guerra y nos acusan de genocidas. Desde un balcón vemos un señor que mira todo y sonríe. Levanta su pulgar a cada cosa que nos dicen y las repite.

Aparecen dos amigos nuestros que sabemos que piensan lo mismo que nosotros porque lo charlamos anoche. Hacen que no nos ven y aceleran el paso. Frenaron en la siguiente esquina para fustigar a otros dos boludos que hicieron el mismo comentario que nosotros. Al menos no se sumaron a nuestro escrache.

En cuestión de minutos vemos llegar un patrullero. Le hacemos señas y le contamos lo que nos sucede. Miran el tumulto detrás nuestro. Ya se reparten antorchas y hasta apareció un redactor de Infobae para escribir una nota de color sobre la masacre de un par de boludos “polémicos”. La policía nos mira y dice “bueno, ¿y en qué sienten que esto les afecta?” Nos dan un formulario con cinco opciones. Marcamos el casillero de acoso y agresiones verbales. Alguien grita “sionistas de mierda”. Agregamos otra tilde en discurso de odio.

El agente del orden nos dice que no podemos marcar dos casilleros. Hacemos ta-te-ti y le entregamos la papeleta mientras abrimos un paraguas para frenar la lluvia de huevos. “Gracias por tomarse el tiempo para hacer de esta comunidad un espacio más habitable, los mantendremos al tanto”, agregan. Y se van a la mierda.

Cuando todo parece haberse calmado, o que, al menos, se quedaron sin objetos para arrojar, una chica aparece con un par de medias que pagó diez pesos menos que en el local de a la vuelta de su casa. Exultante, grita “bajaron los precios de la ropa”. El señor del balcón, que parece que vive ahí, vuelve a levantar su pulgar y se ríe. La gente recuerda nuestro comentario de hace un par de horas y comienzan nuevamente a decirnos de todo. Cansados, finalmente llegamos a nuestras casas con la ropa bañada en saliva y un folleto de una empresa marroquí que no entendemos qué hacía entre la horda.

Pasan los días y, con todo el coraje acumulado, intentamos salir nuevamente a la calle. Nadie nos mira. Hay un tumulto en frente por un tarado que hizo un comentario liviano y al paso sobre el aumento de precios. Una flecha confeccionada con luces de neón señala “massista aquí”, mientras uno le explica que todo es culpa de la inflación atrasada y que Milei nos salvó de la híper. Recordamos que el escrachado votó a Milei y hasta lo fiscalizó, por lo que sabemos que también cree en todo eso. Nos acercamos a uno que tiene una remera “El Arte de la Doma” y le decimos “mirá que solo hizo un comentario liviano”.

No aprendemos más. Uno comienza a mostrar fotos de Google Maps con un croquis para llegar a nuestro domicilio. Otro charló con un vecino nuestro y entendió cualquier cosa: comienza a repetir que abandoné un perro atado a un poste en 1946. Se desparrama la información a tal punto que hasta yo dudo de que no sea, en realidad, un recuerdo. Se acerca una columna de un par de centenas de personas con remeras pertenecientes al Colectivo de Individualistas Anti Colectivos. Portan imágenes de un señor hipermusculado, leones y figuras mitológicas. Entre ellos diviso a dos o tres que, primero, eran viejos meados. Luego, eligieron porque no tenían alternativa. Ahora fingen demencia y hacen las mismas cosas de las que fueron víctimas tan solo unos meses antes.

La muchachada frena y pregunta a quién hay que doxxear. Uno se baja la bragueta para poder decir que me meó. Mientras doy un paso al costado para que orine tranquilo, miro hacia el locutorio y encuentro al vocero presidencial sentado en una compu. Juega Starcraft mientras esgrime opiniones personales. Mi amigo le pregunta si son argumentos a título personal o versiones oficiales. El hombre se pone serio y nos pide que no pongamos en riesgo su trabajo.

Alguien se nos acerca y nos grita “a Cerruti no le dijiste nada”. No lo conocemos, no lo vimos en la vida, así que lo dejamos pasar porque ya comprendimos que no tiene sentido aclarar nada. Al pedo: comienzan todos a repetir lo mismo. A unos metros veo a mi vecino del sexto piso. Siento alivio, ya que él me salvó cuando criticamos a Cerruti. Freno a mitad de camino cuando lo escucho gritar “acá están los que critican al vocero y no dijeron nada de Cerruti”.

Pero nadie nos agrede físicamente. Es como si todo quedara en eso. Algunos están visiblemente enojados, nos gritan alguna incoherencia y se van con las venas marcadas en cuello y sienes. Otros nos agreden al pasar mientras se cagan de risa y se codean, para luego agredir al que viene atrás nuestro y así seguir. De pronto se arma un pogo al grito de “el que no salta no la ve, el que no salta no la ve”.

Levantamos la vista y damos por sentado que el tipo que está en el balcón vive ahí y no hace otra cosa de su vida. Se enoja porque lo miramos y nos dice de todo. También da a entender que somos culpables de la situación del país y que no estamos con los demás porque nadie nos quiso pagar una coima.

Decidimos alejarnos de esa escena distópica. En el camino recibo un mensaje de los policías: no encontraron ningún problema. Tiernos, agradecen nuestra colaboración para una mejor comunidad.

Cuando llegamos a una calle ya en silencio, mi amigo me recuerda cuando nos pasaba lo mismo. Yo ni lo tenía en mente y quizá por eso es que le digo que no se puede comparar. Con el murmullo cada vez más lejos, mi amigo suelta la lengua y comienza a expresarse con más ganas y a pasarme todos los datos que respaldan su postura. Le repito que no hay puntos de conexión que no estén forzados, que la situación que acabamos de vivir es distinta. Una sombra humana nos escucha y pega el grito: “¡Miren quiénes aparecieron!”

Otra vez sopa. Solo que esta vez nos preguntan si ya cobramos en dólares, cuándo fue la última vez que nos fuimos de viaje, si ya vivimos en el primer mundo y si necesitamos lubricantes para las facturas de gas y luz. Les pido, amablemente, que cierren el orto. Mientras vemos a lo lejos un lugar lleno de luces, música y perfume, le pregunto a mi amigo si ahora entiende que las situaciones son distintas. Me dice que sí, que es distinto: que estos se quedaron sin fuerza. Lo putearía, pero ya me agarró un gurú de la buena vida que pretende acomodarme los chacras. Llegamos a Instagram.

Mientras esquivo a uno que quiere que me sumerja en una pileta de hielo para resetear mi sistema límbico y trato de que deje de hablarme ese ente que me dice que mi depresión se cura si dejo de estar triste, me llega un mensaje de mi amigo que la pasa mejor por haber caído en la secta foodie. Tiene un link a un texto mío de 2015. Luego de leerlo, quiero meterme en la pileta de hielo.

“La rebeldía desde el Poder y para el Poder no es rebeldía, sino sumisión, castración ideológica voluntaria. ¿Contra qué sistema se rebelan si son el sistema? Jugar a la revolución desde el Poder es hacer trampa. No existe rebeldía alguna en defender el status quo sotenido por las reglas que van creando a su antojo y según sus necesidades.

Del mismo modo que la rebeldía, el humor desde el Poder no es humor. Es gastada, tomada de pelo, bullying, falta de respeto; es cualquier cosa, menos humor. No causa gracia. Y esto es así porque el humor es rebelde. Podrá ser anárquico, negro, sucio, inocente, exagerado, simple o absurdo, pero es la forma de sobrellevar las desgracias entre las cuales se cuenta al Poder mismo.”

En fin. Esperen, que me hablan. ¿Qué dice, joven? ¿Tengo que decretarle al universo qué cosa? ¿A usted le parece hablar de decretos justo ahora?

 

Nicolás Lucca

 

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