Inicio » Relato del presente » La insoportable levedad de ser Alberto
Cuenta la leyenda –por estos días queda mal hablar de fuentes cercanas a alguien– que en 2001 le pidieron al hasta entonces gobernador Adolfo Rodriguez Saá dos cosas al entregarle la presidencia: que declarase el default y que convocara a elecciones anticipadas. No era demasiado largo el listado de deseos y debía entregar el mandato a la brevedad.
Solo dos cositas. Hizo una. La otra se le complicó mucho. Le tomó el gusto. Y mierda que le tomó el gustito. Estuvo solo una semana y su raid televisivo no se detuvo. Si hasta fue al programa de Chiche a saludar a un niño ciego al que le dijo “Hola, soy el Presidente”. Chocho estaba. Su historial lo acompañaba y no me refiero a su gestión como único gobernador democrático de San Luis desde 1983.
Proveniente de una familia conservadora que obra en las listas de gobierno puntano desde tiempos ancestrales, se tomó el bondi del Justicialismo –ese que no importa el ramal que tomes, siempre te deja en algún lugar con poder y caja– en los setenta y reclamó a Videla la intervención de fuerzas armadas contra la subversión provincial. O sea: se tomó el ramal que en aquel entonces era bastante popular.
En su larga semana de presidencia hasta dio una clase televisada donde escribió con un fibrón “Petrólio” en un pizarrón. Los gobernadores comenzaron a sospechar que no tenía intenciones de llamar a elecciones y que prefería finalizar el mandato de Fernando De La Rúa el 10 de diciembre de 2003. Puede que haya generado alguna sospecha que preguntara a sus asesores si su interinato contaba como primer mandato para una reelección.
No quiso largar. No quiso cumplir. Se desató el caos de la rosca hasta que varios gobernadores justicialistas propusieron realizar un cónclave en Chapadmalal junto con el Presidente rebelde. Faltaron todos. Incluso Néstor Kirchner, uno de los gobernadores que había convocado.
Terco, el hombre no quiso renunciar. Le cortaron el teléfono, le apagaron la luz. Y lo renunciaron.
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Esta no es una historia de paralelismos entre dos personas, porque al menos Adolfo Rodríguez Saá tiene en su haber 18 años de gobernación y una beca permanente en el Senado desde 2005. Esta es una historia de cómo una banda presidencial y un bastón de mando se convierte en un rito pagano que aliena la mentalidad del portante cuando éste llega gracias a las fuerzas del azar.
Sí, puede generar confusión y facilitar la comparación si pensamos que Alberto Fernández dio sus primeros pasos en la función pública en el gobierno de Alfonsín, que también lo fue en el de Menem y que impulsaba la candidatura presidencial de Domingo Felipe Cavallo. O sea, el ramal que estaba de moda en aquel entonces.
También puede llevarnos al paralelismo saber que en el año 2000 empujó al símbolo más menemista tras la Ferrari del Carlo a competir por la Jefatura de Gobierno y que para ello enfrentó a la lista de la Alianza. Para darse a la tarea integró una lista de legisladores porteños entre los que no faltó un Diego Santilli pero tampoco una Elena Cruz.
Apostó a rojas, coloradas, primera, segunda y tercera docena entre 1998 y 2003. De la precandidatura de Palito Ortega a la campaña de Duhalde 1999, de Cavallo en 2000 a Néstor en 2003. Alguna vez se le iba a dar.
Nunca fue diputado nacional, ni senador, ni gobernador, ni intendente. Toda su carrera en la función pública relevante fue la de cumplir las órdenes del Presidente antes de convertirse en la verdadera viuda de Néstor, ese que iba por los canales de tevé con su alma en pena y afirmaba que “esto que hace Cristina, con Néstor no habría pasado”.
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Para 2019 a Alberto se le pidieron dos cosas: arreglar el temita judicial y acomodar los muebles para una transición. Básicamente, se le propuso ser un funcionario de su propio gobierno.
Pero, ay, my precious, precious bastón de mando. Se puso a saludar a boludos por twitter de madrugada, alentaba a estudiantes que estaban por rendir, iba a dar clases a la facultad y dio más entrevistas en seis meses que Messi en su vida. Todo lo que se pareciera a un micrófono lo obligaba a comenzar a hablar aunque se tratara de una linterna apagada.
Luego le tomó el gustito al helicóptero y a los asados en El Mangrullo con intendentes y amigos a quienes después se llevaba de paseo –con la nuestra– a alguna localidad donde caía de sorpresa para beneplácito de los programas de Televentas de Moderados que hablaban de los gestos de Alberto.
Sin embargo el problema judicial no solo no se arreglaba, sino que empeoraba. Y la transición hacia un nuevo gobierno se complicaba si el gobierno continuaba en fase “moderada”. Y Cristina se puso nerviosa y apuntó a los funcionarios que no funcionan.
Curioso lo que el kirchnerismo promedio considera “moderado”. O sea: el tipo manda a la mierda a la oposición por tevé, clava una cuarentena extreme edition, le suelta la correa a todas las fuerzas de seguridad del país, amenaza a ciudadanos en directo, manda a estudiar a periodistas, amaga con expropiaciones, se hace el boludo con las dictaduras y le hace masajitos a Putin. Un moderado de la hostia.
Alberto mandó un proyecto de reforma judicial que no tenía ningún sentido práctico. El kirchnerismo lo hizo aún más lisérgico. La ministra de Justicia renunció, harta y cansada de la rosca política. Le echaron a su socia luego de despedazarla mediáticamente.
En público no la defendió, en privado le pidió que se quede. Se fue a la mierda tras los pasos de María Eugenia Bielsa, la primera iluminada.
Ahora echó a su único defensor mediático. No lo defendió. Y lo echó por lo mismo que hacen todos en todos lados.
Y no pasó nada.
El lunes, como siempre, los mismos titulares previsibles dijeron que “se inicia una nueva etapa de gobierno”. Como todos los lunes. Tan intrascendente fue todo que Alberto llamó a Scioli para ocupar el ministerio de Desarrollo y nadie siquiera hizo un comentario para putearlo. Ni siquiera el kirchnerismo más rancio, ese que en 678 decía que “los Estados Unidos ya tienen a sus candidatos” y ponían una foto de Mauricio Macri, Sergio Massa y Daniel Scioli.
La intrascendencia total. A nadie le importa porque de nada sirve. De este lado de la grieta estamos en otras minucias. Boludeces, como llegar a fin de mes, pagar deudas, tarjetear la compra del supermercado o discutir si Yrigoyen fue populista o el mostacho de Pellegrini era más espeso que el de Martín Caparrós.
Del otro lado le picaron el boleto a tal punto que un funcionario le dice “borracho” en público y no lo echan de un boleo en el ojete que lo deposite en la otra orilla del Atlántico. En cambio el Presidente echa a un funcionario por dar a entender que hay un bruto negociado en una obra que nunca comienza. Prefiere que le digan borracho a que Cristina se enoje.
Es tan, pero tan terco que hasta avisa que va por la reelección. Y nadie siquiera se caga de risa. Y así, el hombre convoca a un cónclave de Gobernadores y ministros en un acto. Le faltaron todos. Le cortaron el teléfono.
Llama a un encuentro con gobernadores con algo más tentador, como es la modificación del número de miembros de la Corte Suprema. Van casi todos, si total no tiene chances de salir. De hecho, todos los gobernadores ya saben que hay que apechugar y esperar a quién ocupará el trono de Balcarce 50 en 2023. ¿Cuántos miembros de la Corte querés, Alberto? ¿25? Mandale 150, si querés. Dale para adelante, campeón, que no le importa a nadie.
A los únicos que le importa es a los escuderos de Cristina en el Senado que también presentan sus delirios a sabiendas de que no pueden ser aprobados, se trate de convertir a la mitad de la Argentina en ministros de la Corte o se trate de modificar la ley de plebiscito.
Y ahí va el hombre, contento, a la Cumbre de las Américas a hacerse el guapo frente Biden con un discurso que primero le fue mostrado a la Casa Blanca.
Un tuit le alcanzó a Cristina para provocar un sacudón que solo le importó a Alberto. Le apagaron la luz.
El guapo frente a ancianos ebrios, el macho del micrófono en pandemia, el taura que mandó al frente a su jermu por un cumpleaños al que solo le faltó un carnaval carioca, prende una velita, pregunta cuándo vuelve la energía eléctrica y busca tender puentes con los que le pegan en el recreo. Del otro lado, Axel Kicillof clava un aumento de tarifas más alto que el que quiere aplicar Guzmán y no pasa nada.
Hace meses desde acá dijimos que la mesa chica de Alberto ya era una ratona. Ahora es un recibidor de dos patas. No quedaron ni los sindicatos.
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Finalmente, se le hizo carne lo que decía ser. Se le cumplió el deseo de que la gente lo viera como a un tipo común. Ahí está, forreado en público por Cristina Fernández, insultado por los camporistas, atado de pies y manos para planificar cualquier cosa que tenga que ver con su futuro inmediato y con una angustia a flor de piel por lo que pueda ocurrir en 2023.
Arruinado física y mentalmente, pidiendo permiso hasta para tomar un café, envejecido diez años en tan solo dos, sin saber de dónde vendrá el próximo ataque, con ojeras que ya se patean, los sindicatos que están en otra, sin idea de qué le deparará el futuro ni qué sorpresa le esperará al despertarse.
Se te dio, Alberto. Te convertiste en un argentino común. Bienvenido.
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