Nuestra vida y la de los otros

Nuestra vida y la de los otros - Niños juegan en un centro de refugiados

Natalia tiene, a ojos de buen cubero, unos dos años de edad. O tal vez poco menos de tres. Creo que a lo largo de demasiadas horas no la he visto sonreír, pero sí llorar de una forma extraña para su edad: en silencio. Lleva seis meses de convivencia con las consecuencias de una guerra que ella no decidió. Ni sus padres. Ni su país, siquiera.

En todo el núcleo familiar solo una persona habla algo de inglés. Estoy casi seguro de que la niña tiene dos años, por lo cual ha pasado un cuarto de su vida en guerra. El último cuarto.

Natalia no lo sabe, pero el miércoles 23 de febrero su familia planificaba un paseo al aire libre para el sábado. El jueves 24 esos planes fueron cancelados por un señor que Nata jamás conoció. Sin embargo, el paseo se postergó solo unos días dado que esta familia de cinco en la que el único varón tiene unos once años, comenzó su lenta peregrinación hacia Polonia. Cuatro valijas fueron más que suficientes para que entren los sueños y vidas de cinco personas.

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Cada tanto se necesita un sacudón para entender el lugar que ocupamos en la vida y la dimensión de un problema. O qué es un problema, quién el problemático y qué se necesita. Recuerdo una anécdota que contaba Umberto Eco sobre la tragedia de no contar con enemigos: las guerras se convierten en internas.

También existe la posibilidad de que algunos vivos inventen enemigos difíciles de ponerle rostro: el imperialismo, el capitalismo, los ricos, los planeros, los Illuminati. Estos vienen bien para cargar culpas por macanas propias, pero en algún momento terminan con solo dos opciones: o el emisor es idiota o cansó al receptor.

Podríamos asegurar que tener enemigos garpa. El tema es que, muchas veces, nosotros consideramos enemigos a entidades que no registran nuestra ubicación en el mapa.

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Roman tiene -calculo- unos cinco años y porta una inconfundible gorra de Chase, el perro miembro 02 de los Paw Patrol. Sentado entre el resto de los chicos, parece muy ensimismado como para ponerse a pintar en el piso. Las paredes del improvisado jardín de infantes es un vallado de los cortos, esos que se usan para ordenar las filas, en una mega estructura del parque de exposiciones de Varsovia que devino en centro de refugiados de la invasión rusa a Ucrania.

Le ofrezco al niño un llavero pulsera de Rubble, el miembro número 06 de la misma patrulla. Rubble es un bulldog y eso explica, en parte, por qué lo tenía conmigo desde que salí de Buenos Aires.

No voy a decir que su rostro se iluminó, ni que le arreglé la vida. Con la misma expresión me hizo entender que debía acompañarle hacia donde estaba sentada su madre. Quería pedirle permiso para quedarse con el improvisado presente. Di por sentado que le gustó ya que, rato después, aún jugaba con la pequeña figura.

Romana –su madre– me agradeció en inglés. Entre otras cosas, me cuenta que el niño de –efectivamente– cinco años hace semanas que dejó de hablar y sonreír. Expresa lo mínimo y necesario y solo con ella.

El link es automático: en la puerta del Museo Nacional de Varsovia hay una exposición titulada “Mamo, je cheç wojni” que, en castellano, se traduce “Mamá, no quiero guerra”. Son dibujos de niños polacos para un estudio pedagógico de 1946 entremezclados con piezas de niños ucranianos. Ocho décadas de distancia y uno no puede diferenciar cuál es de entonces y cuál de ahora: bombas, soldados, armas, valijas, desplazados.

Es una pieza sencilla y magistralmente efectiva. Los niños dibujan lo que ven; el problema es qué ven. Y ahí están esos dibujos frente al monumento de los soldados y civiles del levantamiento de Varsovia, aquellos que lucharon para recuperar la capital antes de la llegada de los soviéticos y fueron masacrados antes, durante y después de fracasado el alzamiento.

Ahí, no más, se encuentra uno de los tantos muros que quedaron del antiguo ghetto judío. Para la fecha del alzamiento ya habían sido masacrados. Lo que quedaba en pie de Varsovia fue demolido e incendiado para cumplir con el deseo hitleriano de convertirla en un lago. Cuando los soviéticos entraron ya no había resistencia. Como si fuera un chiste de la historia, Stalin se quedó con el país bajo la excusa de desplazar a los colaboracionistas nazis. La ciudad aún tiene fachadas destrozadas.

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Vivo en un país que hace tiempo que no tiene un enemigo foráneo, con lo bien que nos vendría. Y me refiero a un enemigo de verdad, uno que nos invada y bombardee antes de declararnos la guerra. Uno con el que podamos canalizar todo nuestro odio sin joderle la vida al vecino, a la familia, al pibe del kiosco y al tuitero que dijo algo que no nos gustó. Y que exista, lo cuál sería una gran mejora frente a los imaginarios que nos inventamos.

No solo nos vendría de diez sino que, está claro, no podría arruinar nuestra economía. Ya tuvimos la precaución de arruinarla como quien lo quema todo en su huida para no dejarle nada al enemigo. Somos como Belgrano y el éxodo jujeño, pero arruinamos todo sin enemigo a la vista. Después de todo, no estamos en guerra y nuestros papeles valen menos que los de Ucrania.

Y digo que nos vendría muy bien un enemigo hecho y derecho porque los problemas son sufridos en proporción a la magnitud del mayor de ellos. Entonces, cuando uno tiene un gobierno de mierda, un ministro pelotudo o una oposición opa, se angustia por cada una de esas cosas mayúsculas. Ahora, cuando te cae una bomba en cada patio, esa proporción se tuerce y el enemigo de todos es el mismo.

Ahí tienen “la unión de todos los argentinos” que tanto pregonan. No aceptar las individualidades también tiene un precio a pagar.

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Pasar una noche en el Hotel Bristol debería ser declarado derecho humano y obligación. Solo así podría ser entendida por todos la magnitud de pisar esos suelos: hotel de lujo neorrenacentista, sede de la primera reunión de gabinete de la independencia, jefatura del distrito nazi durante la ocupación, símbolo del fin del comunismo. Fue reinaugurado en 1993 y es un orgullo patrio. ¿Pesó más su pasado nazi o su rol independentista? Es la historia y, si no te gusta, no hay una línea de tiempo alternativa.

En el lobby veo un rostro familiar que conversa con Enrique Piñeyro, uno de los responsables de esta movida junto con Oscar Camps. Kim Phúc, la niña de la foto del Napalm, es hoy una mujer de 59 años que dedica su tiempo a concientizar sobre algo de lo que entiende un poquito: las secuelas de la guerra. Al día siguiente, mientras juega con los niños en el centro de refugiados, le pregunto cómo hace para contener sus emociones y mantener la sonrisa. “No precisan vernos llorar” es un motivo más que suficiente.

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¿Conociste a alguien con Síndrome de Estrés Postraumático producto de una guerra?

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En esa suerte de agrande nacional que conocemos muy bien, los argentinos nos hemos dado a la tarea de minimizar cualquier logro. ¿Vos llegaste a la Luna? Nosotros antes inventamos el colectivo. El tema es cuando hacemos lo mismo con las malas o nos subimos al tren ajeno: nos cagó la guerra, nos agarró mal parados, qué me iba a imaginar que iba a invadir si fui a sobarle el lomo a Moscú dos días antes.

Siempre me llamó la atención la facilidad de la Argentina para victimizarse mientras te complica la existencia. ¿Estás aburrido? Tomá, entretenete. ¿Querés hacer algo? Tomá, te la complicamos. ¿Ese algo es sin fines de lucro? Tomá, te dejamos en suspenso la inscripción de tu ONG hasta que le pinte a la agrupación del bebote de la expresidenta.

Es todo tan berreta, tan bobo… ¿Ustedes leen los titulares de los distintos portales o solo yo cometo tamaña auto flagelación? Fue noticia que el presidente y su ministro de economía participaron de una reunión de gabinete. ¿Se entiende?

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Parado en medio de la calle que conecta los distintos pabellones del centro de refugiados, se me acerca una mujer joven con una tenue media sonrisa, un párpado que vibra y una mano extendida que tiembla demasiado como para no llevarla al trote a ver un médico luego de saludarla.

No dice una palabra en inglés, no logro entenderle un sonido, pero mientras el médico asegura que no tiene nada físico, ella recurre al traductor de Google. La acompaño a sentarse. No deja de temblar. Pregunta de dónde somos, si viajamos a Canadá y demás cosas propias de refugiados que buscan información. Cuando le pregunto por su procedencia contesta con la voz calma pero tiembla aún más fuerte. Afueras de Kyiv. Ella vio la guerra.

Quiere mostrarme unos videos y no tardo en darme cuenta que es ella quien quiere verlos: son todos en su lugar, con challenges de Tik-Tok con sus amigas, con paseos. Es como si necesitara verlos para recordar que no lo soñó, que tuvo vida hasta hace unos meses. Una vida linda. Nos ponemos de pie y comienza a temblar de nuevo. La tomo del brazo para llevarla nuevamente con el médico y me abraza. Fuerte. Deja de temblar. Agradece, saluda y se va. Pancho, de Open Arms, me dice algo del Estrés Postraumático. Kim asegura que, muchas veces, necesitan solo atención y un abrazo. Y creo que de eso entiende un poquito.

Mientras una anciana espera sus papeles con sus perros debajo de su silla de ruedas, no hay forma de abstraerse ni en la puerta: una niña pasea en monopatín alrededor de un soldado polaco.

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Charlo con Joaquín sobre algo que él vive mucho más a menudo que yo: las pocas ganas que dan de hablar sobre Argentina a nivel laboral. No es una cuestión snob de haber visitado el primer mundo: no hay ganas ni aunque se vuelva de un campo de refugiados y un vuelo posterior para llevarlos a Canadá.

En lo particular es una suerte de hartazgo frente al langa, el que se las sabe todas, el que te explica cómo funciona el mundo con la bragueta baja, el que encuentra culpables por todos lados, el que no sabe ni le interesa saber qué pasa del otro lado de la frontera.

Vivimos en un juego de mesa en el que se nos asignó ser testigos de los jugadores. Y son patéticos, monárquicos absolutistas en una guerra de sucesión por la corona de un país que cree ser democrático y republicano.

Imbéciles a los que hay que respetar porque te lo dicen otros imbéciles que quedaron relegados en la escala evolutiva de los imbéciles. Un país en el que hay que surfear entre trastornados emocionales profundamente traumados y psicópatas con licencia. Y podrá ser así en todos lados, pero el chiquitaje por el que discutimos es tan, pero tan decadente que no dan ganas ni de contraargumentar.

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La madre de Natalia es extraterrestre. No hay otra explicación. No hace más que cantar canciones que no conozco en un idioma que no manejo, pero con una voz tan etérea que hay que tener cuidado de no entrar en trance. Varios se le suman. La más anciana de este grupo de 236 personas deja de lagrimear.

Probablemente, luego de una infancia en medio de nazis, resistencia y soviets, jamás imaginó terminar sus días en un avión rumbo a otra cultura y otro idioma en la otra punta del hemisferio por culpa de otro hijo de puta.

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Puede que el hartazgo para hablar sobre la Argentina sea tan solo una cuestión de reciprocidad. ¿O acaso a nosotros nos interesa lo que sucede afuera? En Ucrania hay guerra. No es el único lugar de crisis humanitaria ni por lejos, pero al comienzo la vivimos las 24 horas todos los días durante semanas. Hoy nadie pregunta ni cómo va el partido. De un extremo al otro sin escalas.

El mecanismo de que no importe una guerra ajena es básico y humano: bastante tenemos con nuestros dramas como para lidiar con otros. Pero a nosotros todo nos chupa un huevo mientras discutimos. ¿Suena ridículo? Nuestro pasaporte dice “ridículo”.

Hay millones de niños en campos de refugiados alrededor del mundo. Muchos de ellos nacieron en esos mismos campos y no conocen otra cosa mientras llegan a la adultez. Los únicos que ofrecen posibilidades reales y seguras, los facilitadores, son actores no estatales, organizaciones que hacen lo que muchos gobiernos no tienen ganas: resolver.

Del otro lado, pelotudos que no pueden vivir sin ser funcionarios, idiotas que no tienen problemas en quedar del lado equivocado de la historia solo porque creen que Rusia es la Unión Soviética. Y como si la Unión Soviética fuera algo deseable.

Es imposible no pensar en cuánto podríamos hacer con el dinero mal gastado. Es imposible no pensarlo mientras veo que un loco creó Solidaire y otro tan loco como él armó Open Arms. Es muy difícil de dimensionar cuando sé que hay provincias de Canadá que arman programas de coordinación con estos grupos para atraer migrantes de a cientos. Lo vi. Lo presencié. Vi cómo firmaban el memorando, cómo lo celebraban.

Y yo vivo en un país en el que el gobierno se olvidó cómo construyeron esta nación de hijos de migrantes desplazados. Hoy tan solo monopoliza la caridad para paliar sus propias políticas de gobierno.

¿Por qué la gente prefiere donar a totales desconocidos antes que al gobierno de su país? ¿Por qué administran mejor la urgencia y la necesidad los que se dedican a ello que los gobiernos? Son preguntas que se responden solas de tan obvias.

Pero discutimos sobre pelotudeces. ¿O acaso es tema académico buscar alguna solución para cosas que ya fueron solucionadas en el resto de los países que no entienden la magia de nacer aquí?

¿Y quiénes hacen pelotudeces? Los pelotudos. Y lo peor es que ni participamos, pero nos sentimos tocados. Una competencia de tarados con aires de superioridad que solo pueden competir entre ellos en nombre de personas que no les importan y a las que no les importan.

También discutimos públicamente sobre internas que solo importan a sus protagonistas cuando se hacen públicas. Y todos salen con el test de la blancura, como si a esta altura del partido no supiéramos cómo se financia la política y sus campañas, solo que ya ni nos calentamos.

Nos matamos como si nosotros jugáramos algo. Nos matamos simbólicamente. Si tuviéramos una amenaza real, probablemente, no estaríamos en el bagayeo cotidiano de nuestras luchas insulsas por saber quién tiene razón, si el que dice que el agua moja, el que pide que nos mojen a todos aunque sea meo, o el que celebra que al menos no nos cagan.

Decía que cada tanto se necesita un sacudón para entender el lugar que ocupamos en la vida. Algunos son molidos a trompadas por el bully del barrio, otros gustan de jugar al solitario, ebrios y en bares de mala muerte mientras creen que necesitamos que alguien nos salve. Como si estuviéramos en guerra.

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Epílogo:

Natalia duerme en un asiento de lo que sería la clase business que le tocó por orden de llegada. Totalmente despatarrada, siento que se lo merece aunque no lo recuerde. De hecho, me tranquiliza que no recuerde nada de todo esto mientras hace ostentación de lo que puede estirarse al dormir una persona de su edad.

Un día después, en Regina, el gobernador le da la residencia de refugiada y ya puede volver a tener una vida. Como el chofer que nos llevó al aeropuerto y nos contó entre lágrimas que proviene de Kenia. Como el que nos recogió y contó que viene de Eritrea.

Todos con vida.

Una vida distinta, pero ya no en pausa.

Mientras tanto, millones de sus compatriotas esperan una oportunidad. Si es que esperan algo. Veo pasar a Roman con ropa nueva de las donaciones, mientras Romana tramita una cuenta bancaria para aplicar al trabajo que la espera en el stand de al lado. Escuchos risas detrás mío. Las más estruendosas, las de niños. Giro y veo que son ellos, los mismos que vi en el centro de refugiados, los mismos que fueron echados de su tierra por la muerte en forma de invasión. Ríen, corren, caminan por las calles. Juegan. Juegan.

Juegan.

Y así, mientras todo esto ocurre, Pancho me cuenta que acaban de salvarle la vida a cuarenta balseros en el Mediterráneo.

Me siento chiquitito. Chiquitito, enano, minúsculo. Quiero quedarme a vivir con ellos, acompañarlos a todos sus viajes. Hacía tiempo que no sentía esa sensación olvidada: admiración, ese sentimiento que te lleva a querer imitar a otro sin saber si podrás alguna vez ser como él.

Ah, Nata tiene dos años. La emboqué.

Nicolás Lucca

 

 

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