Oda al mérito

Oda al mérito

Hablar de mérito en un país como la Argentina es realmente complicado. Desde hace ya demasiado tiempo que leo y escucho argumentos que explican que con la meritocracia se provocan gobiernos «para unos pocos» y se borra del plano existencial al que no cumple con la satisfacción de sus necesidades básicas. Tantos años de estudio y determinaron que la meritocracia es una forma de gobierno. No debería sorprender ya que también le dicen “democrático” a cualquier mamarracho que quieran imponer culturalmente.

Hace tan solo unos años se había puesto de moda hablar del premio al esfuerzo y hasta lo vimos reflejado en la publicidad de Chevrolet. Con el retorno del kirchnerismo, otra publicidad de Chevrolet criticaba a las aerolíneas low cost. Alto poder de adaptación.

Es cuanto menos llamativo esta clase de argumentos muy de moda en los inicios de la nueva década del veinte, dado que si alguien hace mérito para obtener algo, tiene todo el derecho del mundo a que se lo respete. Es un vínculo directo entre la acción y el resultado y no debería ser contemplado bajo la óptica de la interpretación subjetiva de la realidad.

Frente a la meritocracia, lo que imponen no es la anarquía sino el “igualitarismo” pero entendido a la marchanta. Partamos de una base tan elemental que la tenemos en nuestras huellas dactilares: nadie es igual a nadie. Ni siquiera los gemelos son clones. El mundo está habitado por 7.200 millones de individuos que, como su nombre lo indica, gozan de individualidad. No somos iguales, no lo somos ni lo seremos nunca.

La confusión estupidizante parte de la base de manipular un concepto tan básico como “igualdad ante la ley”, algo que vino a reemplazar el bíblico “todos somos iguales ante los ojos de Dios”. Pero también le erramos en los santos evangelios: no somos iguales, lo seremos a la hora de ser juzgados por Dios. Secularmente, no somos iguales más que ante la ley. Y vaya paradoja, porque a la hora de obtener una sentencia, sea civil o penal, el resultado se basa en la valoración de pruebas, en darle a cada uno lo que le corresponde en función a lo que haya hecho.

No quisiera ponerme a dar clases de ideologías a los que pregonan ideologías, pero convengamos que no queda otra que pensar que alcanza con ponerse una camiseta como para sentirse identificado y el resto vemos. Confundir Justicia Social con Igualitarismo es de burros o cínicos. Si hasta el mismísimo gobierno de Perón tenía spots de propaganda en el que se llamaba a denunciar a los trabajadores que cobraban salario sin cumplir con sus tareas. Un poco facho, pero no fue idea mía.

Para pasar en limpio: igualitarismo es darle a todos lo mismo, Justicia Social es darle a cada cual lo que le corresponde. Pero ese es el principal problema de los que putean a la meritocracia, desde el Señor Presidente para abajo: no conocen ni la doctrina del Partido al que pertenecen. Y es algo tan predecible como estadístico que a nadie le interesa: si realmente importara, los libros de Perón habrían vendido, de mínima, la misma cantidad de ejemplares que el diario íntimo de Cristina.

Hace unos cuantos años me encontraba en una repartición pública como empleado raso. Planta permanente, pero raso, raso. El área en la que trabajaba –legales, para variar– era un caos: exceso de trabajo, carencia de recursos humanos. Por poca gente me refiero a mi jefa y yo. No es que hiciera falta contratar más gente, solo que estaba mal distribuida y no lograba entender por qué nadie aceptaba pasarse a un lugar en el que aprendería un montón.

Sabía a qué hora comenzaba mi jornada laboral pero nunca a qué hora terminaba. Durante cinco años de corrido hice mi mayor esfuerzo para pegar algún ascenso de categoría, que no implicaba un cambio laboral pero al menos una recategorización en proporción a la función desempeñada, algo que justificara tamaño esfuerzo.

Pasados los años me harté de trabajar tantas horas para cobrar a fin de mes lo mismo que cobraba alguien que no tenía carga laboral por estar en un lugar sobrecargado de personas. Así que pedí el pase para trabajar menos y conseguir algo más afuera. Ahí volví a encontrarme una vez más con el bendito sistema: está diseñado para que dejes de esforzarte ya que no hay ni premios ni castigos. Un día terminé de cansarme del sistema, renuncié y me fui.

Entre todos los desajustes que vive este país, existe uno que pasa totalmente desapercibido y es de los tantos coletazos que trae aparejada tantas décadas de inflación: la creencia de que nos aumentan el sueldo. Nunca, jamás nos aumentan los sueldos, tan solo se actualizan por paritarias. En el mayor de los milagros sindicales, puede que este año comiences con el mismo poder adquisitivo que tenías a principios del año pasado, pero es difícil.

Pero el daño del que hablo es otro: la percepción de que son aumentos y estos son para todos. Entonces, esa sensación de que no importa el esfuerzo se apodera de todos los sectores de la sociedad. No importa si uno trabaja en el Estado o en una empresa privada: el aumento salarial se negocia entre el sindicato y la cámara del sector ante el ministerio de Trabajo y es para todos por igual. La inflación nos iguala a todos y de pronto para qué esforzarse si el aumento lo deciden otros.

La ausencia de mérito es un mandato divino. El que se esfuerza debe ser repelido para no hacer quedar mal al resto. Pero es bueno remarcar para colaborar a zanjar la discusión sobre si un pueblo tiene el gobierno que se merece o no. O como se plantea de forma actualizada: si los gobiernos bananeros son producto de esta sociedad de mierda o esta sociedad de mierda fue creada por las políticas bananeras.

Hacer una fila para cualquier cosa es prepararse para el colado, para el apurado, para el rengo que entró al trote. El cambio en caramelos o nada, el bondi que te para en el carril central y suerte si llegás con vida a la vereda, la lluvia de los acondicionadores de aire en pleno verano, el que para pedirte ayuda te recuerda que podría robarte, y mi ejemplar favorito: el que supone que el que tiene un buen auto es un garca aunque no le conozca ni la cara.

Tan mal seteados quedamos que cuando nos preguntan si nos vamos de vacaciones, respondemos “sí, pero por unos días y acá no más”, o aclaramos que lo sacamos en mil doscientas cuotas, que el auto es un plan de ahorro o que nos compramos un jean porque había promo. Quedamos tan golpeados que nos avergüenza que se note que compramos un pantalón. ¿De qué quedamos golpeados? De la frase madre de todos los males y penurias políticas y económicas de la Argentina: Redistribución de Riqueza. Ahí está Luana Volnovich no pudiendo justificar un viaje al Caribe porque queda mal. No entienden el mérito de poder pagar lo que se les cante el culo ni cuando les afecta a ellos.

Hablar de redistribución de riqueza durante tanto tiempo ha generado un daño cultural que algún día debería ser medido con precisión. Lo digo totalmente en serio. Llevamos generaciones criadas con ese mantra que no quiere decir otra cosa que “lo que a vos te falta es porque a otro le sobra”, lo que también se interpreta como “lo que a vos te falta es porque otro lo tiene” y por ende, el otro lo tiene de forma ilegítima y te lo robó a vos aunque nunca lo hayas tenido. El problema de minimizar el valor de las palabras es que por algo el ser humano es la única especie con un lenguaje articulado: para expresar nuestras emociones y pensamientos.

¿Creen que los conceptos repetidos no hacen mella? Hagamos un ejercicio simple: En el último año de la convertibilidad un departamento de tres ambientes con un aparato de aire acondicionado, una tele, una heladera y un lavarropas pagaba cien pesos de energía eléctrica. Cien dólares en una tarifa con un alto costo de producción dolarizada. ¿Estás dispuesto a pagar entre 15 mil pesos –para mantener la cosa como está– o 20 mil para que haya margen de inversión? ¿Y si mañana te cobran entre 150 y 200 pesos el pasaje de Subte o entre 120 y 160 pesitos el pasaje del colectivo porteño? Es lo que pagábamos a principios de este siglo. Y mejor ni hablemos de los combustibles.

Y me dirás “qué carajo tiene que ver eso con el mérito”. Ok, vuelvo a las paritarias. ¿Qué le importa a la patronal que le pidan 500% de aumento si después lo traslada a los subsidios de operaciones que pagamos todos con nuestros impuestos confiscatorios? O salgo de las paritarias: ¿sabías que el precio de la electricidad es el más bajo desde 1945 a pesar de la corrección de Aranguren? ¿Y que nunca se pagó tan poco por el combustible, el colectivo, el subte y el gas? ¿No relacionás costo-beneficio, o sea que, si pagás dos pesos, recibirás lo que vale dos pesos?

El versito debería corregirse dado que no es correcto que uno quiera “un transporte para unos pocos” sino que tapan la verdad: que si mañana desaparecen los subsidios, los índices de pobreza se van aún más a la mierda. Que nuestra clase media es una ilusión subsidiada.

Si vamos para el lado político, el tema de la meritocracia nos explota en la cara. Es obvio que el Presidente va a estar en contra de este concepto, si no hizo ningún mérito para ser Presidente más que decir “sí” a Cristina. Pero si repasamos el listado de méritos de los presidentes democráticos, hay una regla que fue rota por uno que hizo mérito para el cargo en la rosca.

Puede gustar mucho, poco o nada la figura de Raúl Alfonsín, pero nadie cuestionaría su carrera política antes de la presidencia, a la cual llegó luego de ganar la interna de su partido a De La Rúa. Lo mismo ocurre con Carlos Menem, quien luego de ser gobernador de La Rioja ganó las internas de su partido a Antonio Cafiero, y Fernando De La Rúa que fue electo candidato dentro de la Alianza al vencer a quien sería su vicepresidente, Carlos “Chacho” Álvarez. Néstor Kirchner ganó por abandono un cargo presidencial al que llegó por la elección unánime de Eduardo Duhalde. Cristina Fernández de Kirchner fue electa candidata por el voto unánime de su marido. El mérito es para los giles.

No es joda lo de los partidos políticos y es otra parte del daño estructural de este bendito país: nos olvidamos que son la base del funcionamiento democrático. A todos debería espantarnos que el Presidente del Partido Justicialista Bonaerense haya sido electo por él mismo. ¿Qué méritos tiene Máximo Kirchner? ¿A quién le ganó? Pero ahí está. Y ojo, si quieren les doy la derecha y decimos a coro que es un gran militante, que te camina toda la provincia ida y vuelta, que siempre está con el teléfono disponible. ¿Y? Está lleno de gente así y, sin embargo, no portan el apellido ilustre.

Todo está mal parido para que funcione eternamente así. Otro ejemplo básico: para ser empleado de planta permanente del ministerio de Economía en el escalafón administrativo hay que tener el secundario completo y un apto psicofísico aprobado. Para ser ministro, o sea el máximo responsable de toda la cartera ministerial, no hace falta otra cosa que la firma del Presidente. Para ser Presidente tampoco.

¿Administrativo de la Cámara de Diputados? Secundario completo, apto físico y psicológico, y registro de antecedentes penales impoluto. ¿Diputado? Ser mayor de 25 años. Básicamente, vivimos en el país en el que hay que aprobar un psicotécnico para que nos permitan manejar un auto pero no para otorgar esos permisos. Y no, no es un chiste.

Sigamos con el discurso imperante. El deudor es bueno, el acreedor es malo. Lo dicen casi todos los gobiernos desde que acá dejamos de ser provincias españolas de ultramar. Siempre queremos pagar menos, o no pagar, o cambiar los pagos, o que no opinen sobre cómo vamos a pagar. Hasta vimos a presidentes gritar orgullosos que suspendían el pago ante el aplauso eufórico de otros dirigentes políticos. Y después nos preguntamos por qué nos cobran tasas más altas que a cualquier otro país de la región.

Es lógico que en una sociedad que funciona de este modo dé lo mismo haber aportado para una jubilación, no haberlo hecho, haber realizado todo el mérito para llegar a lo más alto posible, o no haberlo hecho. En tu vejez cobrarás lo que al presidente de turno se le antoje en suerte. ¿Mérito? El mérito es de garcas, abuelo.

Entre tanto seguimos sin comprender que lo que uno consiguió en buena ley le otorga un derecho. Porque en algún momento se habrá dejado de enseñar así, pero los derechos se ejercen por la negativa: si yo tengo derecho a la vida, quiere decir que nadie me la puede quitar, no que tienen que convertirme en un ser eterno. Entonces, si yo compro algo, tengo el derecho a que no me priven de él. Y si en base a mi esfuerzo conseguí lo que siempre quise y eso no es ilegal, hice mérito para lograrlo. Y nadie, nadie puede privarme legalmente de ese derecho.

El sistema arrastra. Si por las buenas no funciona, el atajo es ley. Entonces, el mejor abogado no es el que más sabe de derecho sino el más bicho y sucio; cagarle el vuelto al tipo del kiosco es un triunfo sobre el capitalismo –y si la víctima es extranjera, también un acto patriótico–, y continúan los éxitos. De pronto, mérito y fuerza se confunden y eso es gravísimo, porque volvemos a un estado previo a la conformación de las sociedades, cuando el derecho correspondía al más fuerte.

Pero somos el país en el que hacer un gol con la mano no es ilegal, sino festejable y endiosable; un acto de justicia muy peculiar que seguiremos celebrando con el mismo énfasis con el que se lloró que nos robaran una final cuatro años después sin siquiera detenernos a pensar en el karma.

Y llevamos infinitas generaciones criadas con estos paradigmas. ¿Qué esperaban con todo esto? ¿Que seamos un país nórdico?

¿Y todavía tenemos el descaro de sorprendernos cuando vemos hechos violentísimos o asesinos al volante que buscan la impunidad, o que entre un puñado destrocen la vida de otro porque creen que le sobra todo lo que tiene? ¿En serio no ven una relación entre el contexto y el resultado? ¿Tan ciegos podemos ser de pretender una cuestión de clasismo en el país en el que si nos garantizaran la impunidad todos tienen su lista negra preparada, en el que ganar una elección nos da el derecho a quitarle la ciudadanía al que votó por el otro candidato, en el que quien no piensa como yo merece morir literalmente o, si no se puede, que sea borrado de la vida pública?

Quizá viva en una realidad paralela pero, al menos en mi universo, al que consiguió algo por su esfuerzo se lo respeta porque se entiende que se lo merece, que hizo mérito. El que quiere conseguir las cosas por la fuerza es porque no tiene forma de arreglar su vida de otro modo. Me darían pena si no fuera que en el medio, a diario, en todas las clases sociales, en todas las ciudades, aparecen exponentes del pelotudo que cree en la ley del más fuerte por sobre la del más apto.

Y ahí viene un grandísimo hijo de puta a decir que creer en el mérito es fácil si heredás. De mis padres probablemente herede deudas, pero eso no me quita la sorpresa pasmosa que siento al ver tanto militante del impuesto a la herencia. Nuevamente el discurso de “lo que a vos te falta lo tiene otro”. Hagamos el planteo a nivel escuela primaria.

No tenés vivienda; la culpa es de:
A. La inflación que te impide ahorrar.
B. La falta de acceso al crédito.
C. Un garca que le quiere dejar la casa a sus hijos.

¿Qué nos queda para salir adelante si ni siquiera nos dejan el consuelo de que al menos nuestros hijos vivirán mejor que nosotros gracias a que les dejamos una base? ¿Para qué mierda laburamos y nos esforzamos si no es para dejar algo? ¿En serio creen que la vida solo está justificada por poder tomar unas cervecitas con los pibes? ¿Creen que nadie de los que hoy tienen algo de patrimonio tomó cerveza con sus amigos y además pudo crecer económicamente?

Hay muchísimo más mérito en conservar la propiedad o los pocos pesos que unos padres puedan dejarles a sus hijos que en hacer una carrera política por ser hijo de, que pegar un cargo por ser amigo de. Y si no, hagamos algo mucho más sencillo: si cada generación tiene que empezar de cero, que quede prohibido el ingreso al Estado del hijo de cualquier político. La ley pareja para todos o para nadie.

Y no me jodan con frases hechas del tipo «no todos tienen las mismas oportunidades», que cayeron en el lugar equivocado, que mi vida está lejos de una bonanza constante y hereditaria. Es como si se tratara de una persona, un tipo llamado Falta de Oportunidades que viene a jodernos la vida porque se le cantó. Si hay un responsable de destrozar todas las igualdades de oportunidades fue el Estado y los gobiernos existentes desde hace décadas en un país que recibió tanto inmigrante no español que es un milagro que hablemos castellano. A fines de la década del treinta 7 de cada 100 alumnos concurría a un colegio privado. Hoy son 3 de cada 10 y no me comí ningún cero. ¿A la gente le gusta tirar la plata o la educación pública es un lugar que no deseamos para nuestros hijos?

¿Cuáles son las faltas de oportunidades que expliquen un crecimiento exponencial de la pobreza desde que nací? No sé dónde se encuentra ese señor Falta de Oportunidades, pero sí sé dónde están todos los que lo citan como responsable de lo que ellos sí saben cómo solucionar pero no les interesa, porque un país en el que el pobre muere pobre y el que progresa es un garca, es un lugar llamado solo al éxito de los dirigentes, de los empresarios entongados y de nadie más que no tenga algún lazo de cosanguinidad. ¿El resto? A ser solidarios con cada vez más gente. Por la fuerza.

Es difícil, lo reconozco. Y me siento bastante solo en todo este tema si no quiero llegar a los extremos. Estamos en un país en el que el gobierno no sabe administrar una aerolínea y como no entiende cómo hace la competencia, le sube los precios sin darse cuenta que no es competencia.

Un país en el que una persona que hace lo que debe hacer es “un héroe sin capa”.

Un lugar en el que el mérito se castiga con fuerza.

 

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