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En un principio el coronavirus medio que nos resbaló. Como todo lo que afecta al mundo, nos quedaba lejos. Nos quedan lejos las guerras, nos quedan lejos las crisis migratorias, casi no recibimos refugiados del desastre del Estado Islámico, y así.
Cuando nos tocó de cerca con los venezolanos se dio lo que mejor nos sale: irnos a los extremos. Parte de la sociedad tenía miedo de que un kiosquero del turno de madrugada le esté robando su puesto de analista en una multinacional, otra parte los veía con tanta fascinación que los habrían adoptado. Después, como siempre, están los que no registran y, en la Argentina, añadimos un hermoso ejemplar: la posición ideológica. El venezolano migrante era un traidor a la causa chavista. Héroe para unos, forro para otros.
Con esta nueva pandemia de coronavirus en su versión Covid-19 volvemos a tener a flor de piel lo mejor, lo peor y lo predecible de nuestra sociedad. Gente que inventa situaciones inexistentes para esmerilar al gobierno en una situación sensible –como si el Gobierno no pudiera esmerilarse solito– otros que inventan situaciones incomprobables para maximizar el rol de líder de masas, bizcochitos y pastafrolas del tipo al que trataban de traidor hace un año. El «seguimos ganando» no tiene copyright y hasta Ginés salió a decir que nuestro plan era modelo en el mundo. La buena: el ministro de Salud apareció con vida. Estábamos preocupados.
La carrera por quiénes serán los primeros ganadores de esta tragedia ya comenzó hace rato. Legalmente, las farmacéuticas van en punta por razones lógicas. Pero en la Argentina ganarán las farmacéuticas argentinas, esas que no podrían competir sin la amistad con el presidente de turno. Y ese ruido que se escucha de fondo son las bóvedas de los del Turismo Carretera del sobreprecio, tongo y chanchada: los proveedores de maquinarias sanitarias ya planifican cuántas generaciones sobrevivirán con la que junten los próximos meses en la tormenta perfecta, esa que surge cuando el miedo impide que prestemos atención a los delincuentes.
En el periodismo también se da una situación excepcional. Durante las décadas más álgidas de la Guerra Fría, la prensa norteamericana prefería no hablar de determinadas cuestione personales de cada presidente. Incluso cuando decirlo habría prevenido males mayores. ¿Por qué lo hicieron? Hoy es materia de estudio. Las teorías son variadas, pero hay consenso en un punto crucial: Bahía de los Cochinos, crisis de los misiles, guerra de espías, Vietnam… Hasta los propios senadores republicanos consideraban una alta traición a la Patria hacer quedar mal ante el mundo al Presidente de los Estados Unidos.
Hoy, ante la pandemia en la Argentina, vemos como una suerte de competencia “ni una gota al piso” entre tantos que, para variar, incluye a músicos de esos que son rebeldes con el Poder de su lado. Y colegas que tienen la necesidad imperiosa de demostrarnos a todos que no nos merecemos un presidente, sino un falo gigante que nos diga qué podemos hacer, qué no podemos hacer, cuándo podemos hacerlo y cuándo no.
Un flaco viola la cuarentena y el Presidente dice que es un idiota. Y como lo festejan, acelera y tira un «me voy a encargar yo». Un idiota tiempo completo muele a trompadas a un laburante y todos nos indignamos. El Presidente también, pero se comporta como un tuitero: «Lo cagaría a trompadas». Es el Presidente. Y a la gente le gusta.
El problema no es lo que diga el Presidente, el problema son los que son más papistas que el Papa. Y en eso, en la Argentina, somos campeones. Esa fue la gravedad de cuando, ya electo, Fernández fustigó por Twitter al colega Hugo Alconada Mon: no es el miedo a que el Presidente le haga algo, sino a que algún fanático se sienta autorizado.
Nuestra tierra tiene dos pequeñas particularidades en materia institucional: un nulo conocimiento de nociones básicas que hacen a la ida ciudadana y un descrédito por el Poder Judicial que solo compite con el de los Sindicatos por los dos últimos puestos de cualquier encuesta de confianza institucional. En ese contexto, cualquier cosa que se diga es riesgosa.
La fascinación por el líder fálico es propia de los sistemas presidencialistas. Presidentes de buenos modales sólo son tolerables si van a alguna guerra, aunque sea ficticia. Es nuestro sistema el que ha sido creado desde el liderazgo caudillesco y, para poder funcionar, lo ha maximizado. ¿La ley? Como decía Carlos Fayt, es “sólo un listado de sugerencias”.
El presidente no necesita decir que “va a meter preso” a los que infrinjan la ley. Lo dice la ley. Y la gente se emociona y celebra tener un presidente con pelotas que hace cumplir una ley que llenaría de dudas a cualquier estudiante de Educación Cívica. Un hombre que cuenta con la comodidad de poder ir a donde quiera, cuando quiera, y de recibir a quien quiera, cuando quiera. Un tipo que cobra su sueldo todos los meses es el tipo ideal. Sabemos que, al menos hoy, la única opción es el aislamiento. Lo aceptamos. ¿Qué necesidad hay de tratarnos como presos o cadetes del Ejército? ¿Tan poca cosa te hicieron sentir toda tu vida?
La cuarentena obligatoria no es simpática. Y el problema de que haya personas que no la cumplan obedece a múltiples factores que parten de una premisa básica: acá nadie cumple una puta ley, mirá si me voy a quedar en casa. Mirá si voy a ser el primero.
Ya circula una cadena que convoca a cantarle el 2 de abril el feliz cumpleaños a Alberto Fernández desde los balcones. ¿Se puede ser tan pelotudo? Honestamente y con una mano en el corazón. ¿Tan mal les hace la cuarentena?
Una cosa es el liderazgo, otra el liderazgo en crisis y otra muy distinta es el plenipotencialismo. Un plenipotencialismo que ni siquiera es tal. Un sindicato decide que todos los comercios cerrarán a las 20 horas, en contra de toda recomendación de la Organización Mundial de la Salud que pide más franja horaria. Menor concentración de gente es igual a menor tasa de contagio. No le consultaron ni a Dylan y nadie dijo nada. Las provincias se cortan solas en la toma de decisiones inconsultas. Pero qué poder tiene Alberto, che.
Cuando todo pasa por una persona, nada pasa por esa persona totalmente. Es por eso que, en tiempos de crisis, la transparencia institucional tiene que ser total. No puede ser que no se sepa cuánto se está gastando en comida de colegios públicos porque todavía no se pusieron de acuerdo en qué cazzo les darán de comer a los pibes que no van.
La transparencia, en tiempos de crisis, debe ser total. Y en esta apunto también a los que piden “Estado de Sitio”. Qué cosa el argentino: puede pasarse 90 minutos puteando a la yuta en la cancha y luego pide que el señor policía le salve las papas. Ahí están, son los que luego de insultar a los milicos durante 37 años se les cae la baba por ver “orden”. Les chiflo algo: Estado de Sitio es suspensión de garantías constitucionales. Las garantías constitucionales son esas cosas que hacen que uno diga que vive en un país libre, soberano y posee derechos. Quizá solo quieran blanquear.
Creo firmemente –ojalá me equivoque– que la peste mostrará los verdaderos rostros de los Gobiernos y, por extensión, de la política. Y creo que lo hará a nivel mundial. Acá demostrará lo que ya sabemos pero no queremos ver. Por ahora sin clases. Si esto sigue supongo que irán hacia un esquema hogareño. Ahí quiero ver cuántos pueden adherir con zonas carentes de Internet y familias con una o ninguna computadora. Quiero ver cuánto nos importan los establecimientos educativos como lugar de seguridad para el niño. Repito: ojalá me equivoque. Pero, por lo visto de parte de los sindicatos docentes y los responsables de la educación, los chicos pasaron al último lugar. Si sufren de violencia familiar, explotación infantil o abusos, que Dios los proteja, que Alberto no puede estar en todos lados.
Quiero ver cuando comiencen a aparecer los primeros casos en las cárceles cómo reaccionan ante la realidad del hacinamiento que existe desde la década de los noventa. Quiero ver cuando se les ocurra largarlos a todos porque es preferible un chorro suelto que uno muerto por culpa de la naturaleza y de la pocas ganas de construir cárceles. Y eso que es el tongo perfecto.
Quiero ver de qué nos disfrazamos cuando nos demos cuenta de que dentro de toda la pobreza de este país existen millones de personas que no pueden darse el placer del home office. Porque es imposible hacer un revoque fino por Internet, o limpiar una casa, o atender un comercio del que no se es dueño, o cambiar los cueritos de las canillas de los clientes.
Y más allá de todo, me preocupa que entre tantas caretas que caerán, la pandemia sea la excusa perfecta para violentar todo resorte institucional, para que los autócratas tengan, finalmente, una verdadera excusa que permita restringir las libertades de todos los ciudadanos. Y que digan que lo hacen «por nuestro bien», cuando todos sabemos que es el sueño húmedo de cualquier autócrata con una economía en crisis y un pueblo protestón: encerrarlos por el bien de ellos.
Así que Estado de Sitio las tarlipes. Transparencia, más que nunca transparencia. Quiero que el país salga de esta y quiero saber en qué se gastó cada pesito. Quiero saber por qué las gobernaciones ya encontraron cómo seguir en funciones y la educación está clausurada. Y quiero saber en qué se gastó cada peso y que se respeten los derechos de todos y cada uno de los boludos que habitan este país.
No quiero que sea “porque el Presidente lo dijo”. Quiero que sea, por una whore vez en la vida, porque la Constitución Nacional y las leyes lo establecen.
Cómo nos gustan las botas. Un texto aparte merecerían los botones de la vida, los que llevan una placa policial que nadie les dio e insultan y denuncian a quienes salen a la calle sin tener la más pálida idea de para qué lo están haciendo: si van al súper, si van al médico (hay otras 55 mil patologías además del coronavirus, todas esas que existían antes de que nos enteráramos del bicho Made in China), o si están sacando a pasear a un pariente con autismo.
Y cómo nos gusta el presidente machote, el fálico, el pijudo. Después hay quienes se sorprenden cuando ven videos de plazas colmadas coreando a Galtieri. Comenzás al dejar pasar dos o tres comentarios, seguís con dos o tres atropellos y, cuando te quisiste dar cuenta, te encontrás con la necesidad de un caudillo todopoderoso. Votamos caudillos omnipotentes en situaciones normales, imaginemos de lo que somos capaces de permitir o pedir en un contexto de paranoia total. No se puede tolerar que un diputado opositor le diga al Presidente «usted es el comandante» sin ponernos colorados. ¿Quién es Alberto, más allá de tener un cargo temporario? ¿Acaso es un santo en vida, un tipo que hace todo bien? ¿Qué carajo sabemos de qué hace cuando se saca el traje?
Porque al país lo sacamos entre todos, unidos, tirando para el mismo lado, agarrados de las manos. Pero todo se hace por orden del presidente de turno. Manga de mansos festejantes.
Se dice que el mejor gobierno es ese del que no nos enteramos que existe. En situaciones normales, claro. Pero que demos gracias a presidentes por cosas que son su deber, tendría que darnos un poquitín de vergüenza.
No quiero que se abran puertas que después no se pueden cerrar. Hace unas semanas, el Presidente firmó un decreto para reformar la AFI. Un decreto para solucionar un problema que, en una entrevista con Horacio Verbitsky, él mismo reconoció haber causado al autorizar el uso de espías para causas judiciales en 2004 ante una crisis institucional provocada por el caso Axel Blumberg. Las consecuencias de esa medida todavía las estamos pagando 16 años después.
En tiempos de crisis es una gran tentación hacer lo que no debería hacerse, total, nadie mira o a nadie le importa con tal de que le solucionen el pánico. ¿Cómo garantizamos la transparencia en medio de una crisis? ¿Cómo controlamos al Gobierno en un estado de excepción al que se suma una ausencia de presupuesto que permite que el Gobierno se maneje como mejor prefiera? ¿Quién nos garantiza que el estado policial no continuará pasada la situación de excepción si, total, «ya nos acostumbramos»? Hoy secuestran automóviles y nadie se sorprende. «Que se jodan», dicen y citan una ley que no saben ni cuál es. ¿Propiedad privada? Son los padres.
En lo personal, me encantaría un mayor control permanente y en tiempo real. No sirve que el Estado se controle a sí mismo. En situaciones de excepción es mucho más fácil que se busque un salvador. ¿Por qué no llamar a alguna organización no gubernamental para auditar y publicitar? La paranoia y la psicosis no nos puede sedar. El futuro no es sólo sobrevivir a la peste; es también en qué condiciones quedamos.
¿Qué vamos a hacer cuando la mishiadura sea total? La pandemia no será eterna, pasará. Y todo lo que tapemos ahora saldrá absolutamente potenciado. ¿Te resulta nefasto el nivel educativo? Quiero que hablemos en un par de años. ¿Te sentís seguro ahora? Es porque no hay nadie en la calle. Hablemos cuando todo acab y la delincuencia se vea potenciada por el tiempo de falta de control en todo. Porque tener a la gente encerrada es el único control necesario.
No quiero más instituciones que son sólo las personas que las conducen. Tampoco quiero más colegas dando pánico en tiempos en los que se necesita calma. No quiero más caudillos. No quiero más personas que desean mesías en vez de estadistas. Y ni hablar de tener más buchones sin empatía y sin consecuencias. Pero, lamentablemente, contra esto último no hay vacuna. Para lo demás, sí: se llama educación cívica, conciencia ciudadana.
Y por último «yo no quiero volverme tan loco, yo no quiero vestirme de rojo, yo no quiero morir en el mundo hoy. Yo no quiero ya verte tan triste, yo no quiero saber lo que hiciste, yo no quiero esa pena en mi corazón.(…) Yo no quiero vivir paranoico, yo no quiero ver chicos con odio, yo no quiero sentir esa depresión. Voy buscando el placer de estar vivo, no me importa si soy un bandido.»
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