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Qué significa ser fan de Charly García

Fan de Charly García

.Hace un tiempo escribí Cincuenta Garcías para la revista Noticias sobre una crónica en primera persona en torno a mi recital número cincuenta de Charly. El tiempo pasó entre rayuelas y cometas y hoy tengo mucho más para agregar. Así que vamos:

 

Un tipo anuncia un recital por primera vez en años. Las entradas se ponen en venta doce horas después. A doce horas y veintiocho minutos del anuncio ya están  agotadas. Comerse siete horas de cola al sol del verano porteño para ver si la suerte acompaña en conseguir una entrada del remanente del teatro, es algo que ya realicé varias veces. Varias veces antes de los 20, cuando no existía la compra por Internet y la única forma era salir a comprar con intercambio humano.

Sin embargo, algo que he visto mil veces llama por primera vez mi atención: esas tres cuadras de cola está repleta de chicos, jóvenes de entre 14 y 20 años que la última vez que ese señor tocó oficialmente contaban con 9 o 15 años. Los escucho hablar de canciones compuestas cuando sus padres eran chicos, contándose anécdotas míticas, cantando, y no puedo más que sonreír mientras me veo reflejado en ellos y las piernas me recuerdan que pasaron 21 años de mi primer recital de Charly García.

En 1996 vi a Charly por primera vez. No fue un recital de él, dado que estaba en una suerte de impass, o algo así, luego del escándalo de la presentación de Say No More. Ese debut personal fue en el microestadio de Velez, en un recital de los Ratones Paranoicos que por aquel entonces se daban el lujo de tener a García en el piano y a Pappo en la viola. Fue algo magnético lo que vi en el público cuando salió al escenario ese señor infinitamente largo, desgarbado y de andar quijotesco.

Unos meses después cayó en mis manos el primer libro de no ficción que leí en mi vida, si descontamos el manual de Kapelusz. Por aquel entonces me la pasaba leyendo cuentos, novelas, ciencia ficción, y demás cosas de los primeros años de la adolescencia, cuando querés ser bien grande y, al mismo tiempo, la infancia tira fuerte. El libro en sí es No digas nada, del colega Sergio Marchi. Aquella primera edición de 1997 la devoré en un par de días. Y otra vez. Y otra vez.

Llegó un punto en que lo sabía de memoria y comencé a hartar a todo aquel que quisiera escucharme. Mi único tema de conversación era Charly García: las sonatinas de Chopin que tocaba de memoria a los 4 años, el oído absoluto que le descubrió el Chango Falú, los vaivenes de la relación con su padre, la colimba, y un larguísimo infinito de anécdotas que no viví, de un señor a quien veía de lejos o de cerca, pero siempre con la barrera del escenario. Un señor del que conocía más cosas de su vida que él mismo.

“Vos no viste al mejor Charly”. Esa frase la escuché por primera vez en diciembre de 1997. Charly volvía a tocar oficialmente con dos Obras Sanitarias para Navidad. Y yo, que nunca había visto otro recital de García, lo creí. Porque era chico, porque lo decía gente grande, porque sí. A pesar de cualquier cosa que pueda suponerse, conseguir discos viejos en los noventa era todo un tema. Las discográficas locales habían sido absorbidas por las internacionales y ni les importaba salvar el catálogo. Las ediciones en CD se editaban sin remasterizar, con el arte de tapa sin adaptar, todo a lo chapucero, de un modo bien argentino.

Como pude, comprando ediciones de mierda en comercios y a fuerza de canjes en Parque Rivadavia, me hice de mi colección. Y luego llegaron los cassettes piratas, esos con los recitales robados de consolas de sonido, que lo único que hicieron fue dispararme un “no es peor, es distinto”.

Supongo que se trataba de la selección de temas, quizás. Cuando comencé a frecuentar los recitales de García, el hombre estaba en una etapa de huir hacia delante. De pedo tocaba un tema de Serú. Casi nunca uno de Sui. Ni en sueños habría colado uno de la Máquina. Hacía recitales para presentar sus temas nuevos, esos que eran rechazados por los que vieron “su mejor época”. Pero muchos de esos comentarios venían de personas que no eran de pisar los recitales.

También eran años en los que García era más noticia por sus escándalos y excesos que por sus resultados musicales. Que sale volando de un noveno piso en Mendoza, que faja a un fotógrafo que lleva una semana parado en la puerta de su edificio, y una larga cadena de pelotudeces que un puñado de medios, con Crónica y los programas vespertinos de América y Canal 9 a la cabeza, utilizaron para hacer mermelada. Recuerdo que llegaron a calcular cuántos años le quedaban de vida a Charly. Pasaron 20 del último vencimiento pronosticado por tipos que no reconocerían la diferencia entre Goodbye Yellow Brick Road de Elton John y una polca. Tipos que yo sé que se aspiraban hasta la leche en polvo cuando la guita no alcanzaba, pero que levantaban el dedito acusador. Hoy nadie los recuerda.

Mi recital número nueve de Charly fue el 27 de febrero de 1999, en un lugar donde ahora hay muchos edificios cuando Puerto Madero sólo era el sector de ladrillos. Una semana antes, García contó que se le había ocurrido realizar un montaje artístico con un helicóptero que arrojaría muñecos al río mientras tocaba Los Dinosaurios. Hebe de Bonafini puso el grito en el cielo y los mismos programas de siempre se hicieron un picnic. Charly reculó y como prueba de arrepentimiento hizo subir a Hebe al escenario.

Pero mientras tocaba Kill my Mother.

Recuerdo un Charly vibrante, que no podía creer que siguiera llegando gente e hizo notar su emoción en medio de Hablando a tu corazón. Poco me importó haber salido de casa a las 14 horas, poco me importó estar contra el vallado con una marea humana detrás, y poco me importó tardar tres horas más para llegar a casa en el 5. Sabía que había vivido algo histórico más allá de ser la primera vez en mi vida que podía ver en vivo a Charly y Nito aunque fuera por tres temas. La tapa de los diarios al día siguiente hicieron el resto: 250 mil personas.

Aquella banda de segunda mitad de los noventa era casi minimalista. De la megabanda de principios de década no quedó ni el loro y el soporte eran el ex baterista de Virus, una ex Viudas e Hijas, un bajista-tecladista todo terreno, una saxofonista, y dos cuerdas de una orquesta de tango heredados del Unplugged de MTV. Algunos veían limitaciones a la hora de tocar los temas de otras épocas. A la luz del paso del tiempo, creo que Charly no había armado esa banda para tocar covers sino para sus discos de aquel entonces, que bailaban entre lo épico y lo psicodélico. Y sonaban bien.

La primera vez que tuve un encuentro cercano del tercer tipo con García fuera de un escenario fue en julio de ese mismo 1999. Me senté en la puerta del edificio de Coronel Díaz y Santa Fe por horas hasta que Migue me hizo pasar. “Golpeá, el timbre no existe”. Y era literal: no había. Me abrió Adriana San Román, “la prima” o algo así, y mientras intentaba convencer a esa mujer de lo que pretendía, Charly pasaba por detrás rumbo a una ducha. No pude emitir sonido mientras me entregaba una gastada púa para bajo manchada con una huella digital en pintura de aerosol.

Sí, no viví el Adios Sui Generis –que, como dice el Maestro, “si todos los que dicen haber estado ahí hubieran ido, Woodstock un poroto”– pero musicalmente el primer disco de La Máquina de hacer Pájaros deja pedaleando en el aire cualquier grabación anterior. Y el segundo disco de La Máquina deja chiquitito al primero. Y a romper todo y barajar de nuevo, desarmar otra banda en ascenso, crear Serú Girán y a reventar esquemas disco a disco. ¿Una orquesta de Los Ángeles? Bienvenida. ¿Cagarnos de risa del jet set argentino? Venga. ¿Reirnos de los militares y llorar por el clima reinante en un mismo disco mientras jugamos con introducciones piazzollezcas, acordes jazzeros y canciones del más puro romanticismo chopinezco? Totalmente. Y a romper otra banda y curtirse sólo con un disco que pincela el clima de la Guerra de Malvinas como ningún otro registro histórico.

A casi todos los artistas les cuesta remontar la cantidad de público al volcarse a una carrera solista. Y son pocos quienes lo logran. Pero Charly pasó de hacer dos obras con Serú Girán a reventar un Estadio Ferro como solista. El mismo año.

Tampoco viví la trilogía dorada que completaba Yendo de la Cama al Living con Clics Modernos y Piano Bar. Nací en los ‘80, crecí en los ‘90. El sonido innovador de García ya se había generalizado. De allí que mi predilección sean los discos de los noventa. Sí, amo Filosofía Barata y Zapatos de Goma, del mismo modo que me vuela la cabeza La Hija de la Lágrima. El puñado de canciones que metió en la reunión de Serú me parecen lo mejor de 1992. Y aquí viene mi mayor bandera: Say No More me parece de lo más increíble que escuché en mi vida. Viendo el recambio generacional del público del que fui parte, no soy el único que lo vivió de ese modo aunque la crítica de aquel entonces lo destrozó. El problema de la vanguardia.

Creo, en buena medida, que todos tenemos un espacio temporal de confort auditivo, generalmente marcado por la adolescencia y primera juventud. Un factor atado a lo emocional. De allí que nos cueste tanto memorizar nuevas canciones de adultos, o que sintamos permanentemente que “todo suena igual”, aunque en buena medida sea cierto. Creo, también, que esa comodidad lleva a criticar el avance de otros que se tomaron el atrevimiento de cambiar.

Qué tupé, con qué cara se arriesgaron a hacer aquello que nos llamó la atención en su momento, cuando nosotros también queríamos cambiar. Cómo se animan a seguir cambiando cuando a nosotros nos da un ataque de pánico de tan sólo pensar la idea de poner en riesgo nuestra comodidad. Con lo bien que les va a los que animan fiestas de casamiento con los únicos tres éxitos que tuvieron en el carnaval de 1965.

Si tomamos diez años en la carrera musical de un artista, podemos encontrar más o menos un puñado de discos con sonido similar. Buenos, buenísimos, o malos, pero con el mismo aire. Si contamos diez años desde la salida de Vida, a piano, guitarra y flauta traversa de Sui Generis, nos encontramos con Clics Modernos y su fiebre tecno. En el medio pasó Confesiones de Invierno, Instituciones, La Máquina, Películas, Serú, Grasa de las Capitales, Bicicleta, Peperina, No llores por mí Argentina y Yendo de la Cama al Living. En una década y antes de los 31 años. Yo a los 31 todavía no había realizado nada productivo. Y aún recuerdo a quienes decían en las reuniones familiares de los ochenta: “lástima que García ya no suena como en Sui”. Cómo pudo atreverse a cambiar, habrase visto.

Los noventa fueron años de descontrol, excesos y lujos grotescos. Busquen la ropa que se diseñaba y pregúntense si hoy pagarían un dineral por vestirse como un Loco Mía. Pero se hacía. Se pagaban fortunas por comprar prendas de vestir publicitarias, donde cuanto más grande se viera la marca, mejor se sentía el portador. Los boliches eran megacomplejos de perdición con pistas para todos los gustos y disgustos, la tele era el reino de Mauro Viale, Samantha Farjat, Natalia De Negris, y Guido Suller. Se bailaba cumbia en fiestas organizadas por Presidencia en la Quinta de Olivos y el ciudadano común se cocinaba la piel en espiedos de bronceado artificial diseminados en igual proporción a los videoclubs y las canchas de paddle. Los noventa eran descontrol y reviente sin mucha consistencia. Say No More lo pinta de cuerpo entero.

Si es por cuestiones de escándalos, ¿qué época sería mejor? ¿Cuando en los ochenta demolía hoteles y terminaba en cana cada dos por tres? Y si es por cuestiones musicales… ¿Cuál fue el último éxito real de Paul McCartney? ¿Cuál es el tema más moderno que podemos tararear de los Rolling? ¿Por qué le exigimos a García lo que no le exigimos a nadie? La mayoría de los artistas masivos que continúan en carrera tras un par de décadas, incluso aquellos de culto, basan sus giras en un puñado de canciones compuestas y grabadas en sus inicios. Los amamos, los idolatramos, y aceptamos tener siempre el mismo programa de canciones. García es el único músico argentino que puede decir que metió éxitos en todas las décadas por las que transcurrió su carrera. Pero es más fácil dibujar peros.

Entiendo el amor por los ochenta y esos conciertos magistrales del Luna Park de 1983, o los del Gran Rex del 87. Pero yo estuve en un concierto con 250 mil asistentes y no me lo olvido never in the puta life. Me cagué mojando en Ferro y no me olvido nunca más cómo usamos a la naturaleza para hacer más épica Seminare. Para mi recital número 42 de Charly me escapé del trabajo para ir en el aire hasta Luján el día que tocó un puñado de canciones por primera vez tras la internación y no se me borrarán nunca más las lágrimas de emoción que derramábamos todos los presentes, como si los ojos pudieran hacer coros.

Seguramente, el hecho de nunca haber entablado una relación con García mantenía esa admiración divina. Porque conocer al hombre da ese vértigo: ¿Y si no era lo que esperaba? Hablar de fanatismo e idolatría es complicado. El fanático no cuestiona nada ni aunque vaya contra sus propios principios. Y el ídolo, por definición, es un falso dios. Siempre dije que soy fanático de mi ídolo Charly, como una suerte de talibán de un Al-Qaeda compuesto por personas que nos reconocemos por un brazalete totalitario rumbo a un recital.

Para dimensionar a qué nivel hablo: con un grupo de amigos fuimos tantas veces consecutivas a los recitales -y siempre en el mismo sector del vallado- que María Gabriela ya nos saludaba desde el escenario y nos dedicaba, arrodillada sobre el escenario, sonriente y mirándonos a los ojos, el solo de Cerca de la Revolución.

Si me bajo del pony, me encuentro con algo más profundo y complejo que un sencillo fanatismo –porque el fanático es básico– y puedo explicarlo desde el respeto y admiración hacia una persona que tuvo los huevos o la imprudencia de decir lo que había que decir cuando había que decirlo mientras se estaba yendo todo el mundo. Un tipo que, a pesar de haber nacido 30 años antes que yo, y de haber sacado su primer disco diez años antes de que yo naciera, escribió la banda de sonido de mi vida.

Porque adolescentes fuimos todos y cada uno de nosotros lloramos de impotencia mientras hacíamos nuestro aprendizaje y no queríamos cortarnos el pelo una vez al mes, o soñábamos con poder declararle nuestro amor a esa chica con dos médanos eternos, la que tenía en los ojos un cielo transparente que brillaban tras del sol hermosa y salvajemente. Todos quisimos que alguien nos quisiera sin poder ofrecer otra cosa a cambio que sueños o alguna corona de papel de cigarrillos, y todos tuvimos el corazón lo suficientemente roto como para sentir que éramos bienvenidos en una ruta perdedora, o nos sentimos al borde de la locura, a punto de caer, pidiendo que a los locos no nos den patadas.

Musicalmente el asunto resulta bastante difícil de explicar hasta para el propio Spinetta, que en una entrevista –también con Marchi, pero para otra ocasión– dijo que era extraño lo que lograba Charly al tener a una multitud coreando melodías complejas. Y cualquiera que haya agarrado una guitarra o se haya sentado al piano sabe de lo que hablo al decir “complejo”. Cada vez que escucho a la multitud corear el puente de Yendo de la cama al living a los gritos, no puedo dejar de pensar que el mismo tiene nueve acordes de esos que sacan artrosis en los dedos. Nueve acordes en un puente coreable en una cancha. El triple de los acordes que tienen la discografía de cualquier banda de rock chabón que tanto nos inundó en las últimas décadas.

Para cuando Charly hizo las tres series de tres recitales por sus sesenta años de vida hubo unanimidad entre el público de todas las edades. Sesenta canciones de todas sus épocas en un show con una puesta audiovisual impecable y una banda de la reputa madre que combinaba al power trío de chilenos que lo acompañan desde Influenza, un trío de cuerdas y tres músicos de la que resulta ser mi banda favorita de su era solista: el Zorrito, el Negro García López y Fernando Samalea. Porque incluso en gustos ochentosos difiero cuando me dicen que “la mejor banda fue la compuesta por GIT, Fito y Fabi Cantilo”. Pero son cuestiones de gustos: a mí me gustan los Enfermeros.

En los recitales de “ese García que ya no es el que era antes” pude disfrutar de cosas inimaginables. Como en mi recital 26, cuando vi a Gustavo Cerati cantar Pasajera en Trance para un Luna Park embobado, o a Pedro Aznar y Lebón haciéndonos llorar con temas de Serú, o al mismísimo Luis Alberto cantando “leo revistas en la tempestad” mientras un rayo real atravesaba el cielo del Amalfitani en un concierto que no en vano se terminó por bautizar como “Subacuático”. En los recitales de ese hombre que ya no era el que fue ni el que sería, el espectáculo no era el público, era él. Y esto no es algo menor para los tiempos que ya se vivían, en los que los grupos musicales comenzaron a tener barras bravas que buscaban batir récords.

Mi segundo encuentro cercano se dio en circunstancias rarísimas. Paseaba con mi entonces esposa y mi hijo en brazos por Mar del Plata casi de medianoche, cuando en la puerta del hotel Provincial veo una limusina blanca y un tumulto de personas. No había opción: era Charly. El hombre sale con un vestido negro y un sombrero al mejor estilo Yoko Ono en el verano de aquel olvidable 2008 en el que García cayó en picada hasta el fondo del abismo. Esquivando gente con cara de hastío, ni me ve a los ojos pero frena para tocarle la nariz a mi hijo y sonreírle. Luego sube a la nave blanca que lo depositará en Abbey Road, un bar marplatense en el primer y único recital que dejé pasar. Esas pinceladas de ternura en medio de la nube infernal me pudieron siempre.

A la división entre los que “vivieron al mejor Charly” y el resto, la internación nos trajo una nueva grieta: los que decían que ese señor que ahora pesaba como un ser humano, de andar cansino e inundado de drogas –esta vez legales–, no era el mismo. Literalmente, leí a amigos cercanos decir “que vuelva a drogarse”. A modo anecdótico: son los mismos amigos que siempre tenían otra cosa para hacer el día del recital.

Un ser a quien quise muchísimo y de quien me alejé por cansancio, me dijo literalmente “es su fin, ya no puede componer”, mientras rememoraba épocas que nunca vivió. No sé si me desagradó más que hablara sin saber, o que lo hiciera a sabiendas de que ambos, él y yo, recordábamos lo que a él mismo le costó largar la merca que lo hundió sin ser famoso ni teniendo a todo el mundo jodiéndolo a donde vaya, ni a todo el periodismo buscando alguna foto que pueda ilustrar una tapa de una revista de chismes o que permitiera rellenar horas de noticieros a cargo de sordos voluntarios.

Y Charly volvió a componer y sacó un disco que es un obra de arte tan random que así lo bautizó.

Una vez más, gente que apenas puede con sus rutinas, afirman qué debe hacer otro hombre con su vida. Con la mediocridad de quienes parecieran tener diálogo directo con algún dios barrial, afirman que Charly se tendría que haber muerto tiempo atrás, antes de cagar su reputación. ¿Cuál reputación? ¿Cuándo sería eso? ¿Antes de sacar Influenza? ¿Antes de La Hija de la Lágrima? ¿Cuándo? Cuando un músico se va, su familia pierde al ser humano. El resto, perdemos la música que ya no creará. Y eso sí que es triste.

El temor por conocer a la persona se disipó cuando Fichi, el dueño de Rock N`Freud –la disquería a la que García va cuando tiene ganas de charlar un rato y llevarse algunos discos– me invitó a un local que cerró para la ocasión. Ya había publicado la versión original de esta crónica literaria en la revista Noticias y Charly me la agradeció.

Casi muero en ese momento.

Pidió que le alcance un disco del que no llegaba a ver bien la tapa, nos contó toda la historia musical de ese álbum, y luego procedió a hacer algo que nunca jamás imaginé que me pasaría: ¿A qué te dedicás? ¿Sos feliz haciendo lo que hacés? Una hora y media de charla a solas en las que García quería conocer a un fan, porque él siempre dijo que «es más divertido ser fan que ídolo». Aunque yo creo que a esta edad todavía intenta comprender el fenómeno que despertó. Que para saludarme me abrazara me hizo derretir de ternura. Y lloro mientras escribo este renglón.

Estoy sentado en el Coliseo, el mismo teatro en el que Serú realizó su serie de conciertos de Navidad en 1981. Sonrío al darme cuenta que es mi recital número 50 y que estoy practicamente en el mismo lugar en el que presencié junto a mi padre y mi hermano el cumpleaños número 50 de Charly. Y mi padre lo miraba con desconfianza en mi adolescencia. Probablemente una cuestión de celos.

Una chica de unos 14 años y su papá –de mi edad– me preguntan dónde compré el brazalete. Son las 20.45 y se levanta el telón. Un Charly sentado en un sillón rodeado de teclados, con sombrero tejano y lentes negros, comienza a deslizar sus garras para dibujar la melodía de Instituciones y no puedo evitar lagrimear. Porque dijeron que no podía componer y sacó un disco que es un milagro. Porque dijeron que no podía volver a tocar y ahí estaba, dispuesto a salvar una vez más su orgullo. Y porque él puede. Patriada tras patriada, vuelve a revalidar su título de Ave Fénix de la música, el escorpiano número uno.

Tocará una hora y media tras años sin dar un concierto oficial. Cinco años en los que el cuerpo comenzó a pasarle algunas facturas que, convengamos, son muy, muy pocas en comparación al castigo al que fue sometido. Lejos de los recitales interminables, termina su listado y se retira con ayuda para levantarse por culpa de una cadera que no termina de rehabilitarse. En lo único en lo que pienso es en que me siento cansado por haber tenido un año duro y sin vacaciones mientras ese hombre aún disfruta lo que hace a pesar de que lo mataron mil veces. Y mientras el público se pone a cantar como en un fogón, trato de sacar cuentas de cuántos años humanos equivale uno de García.

Cincuenta y dos recitales y una sola pregunta: Cuándo hay que sacar la próxima entrada.

 

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