Solo para periodistas (*)

Solo para periodistas

. (*)…y estudiantes de periodismo, ex periodistas, consumidores de noticias, editores, dueños de medios, lectores, televidentes (si es que queda alguno), radioescuchas, podcaescuchas, público en general y, preferentemente, humanos.

Mucho se ha hablado sobre el periodismo como un todo. Pocas profesiones tienen tantos críticos dispuestos a marcar cómo deberían hacer los demás su trabajo y, sin embargo, muchas veces ese encono tiene razón y muchas otras, no.

Por un lado tenemos la falta de reconocimiento a la buena labor; el favoritismo de unos periodistas por sobre otros de acuerdo a si piensan como yo o si atacan a lo que yo quiero que ataquen; la increíble desproporción entre salario y estrés laboral; la increíble brecha entre los periodistas que más se rompen el lomo frente a los que viven del material por ellos generados. Por el otro, los todólogos, los que se enojan porque las cosas no funcionan como ellos querrían que funcionen, los que cobran fortuna por no saber de lo que hablan, los que progresan por tener cuña, los que venden su discurso al mejor postor; y sus hermanos menores: los que deciden callarse por las dudas de ofender a los amigos del que le paga el sueldo.

Desde estas entregas nos daremos a la entretenidísima misión de dar una perspectiva desde la experiencia en ambos lados del mostrador: consumidor de noticias, periodista por accidente.

 

Parte I: Hegemónicos y coso

Creo, si mal no recuerdo, que tuve esta sensación por primera vez a los quince años de edad, con un margen de error de más o menos un año. Y no sabía cómo abordarlo. O sea: comprendía que tenía una sensación pero no sabía/no tenía las herramientas para definir los porqués o, al menos, dimensionar los motivos. Mucho, muchísimo menos podía cuantificar los efectos.

Me encontraba con la radio encendida en la cocina de mi departamento de crianza, habitual compañía de desayuno familiar que quedaba prendida mientras la casa tomaba su ritmo. Así, mientras me despabilaba entre tostadas, noté que el conductor daba más o menos las mismas apreciaciones sobre la realidad que había escuchado en el noticiero la noche anterior en boca de otros periodistas. Fue la primera vez que noté que había una voz única pero con distintos tonos.

Una década después ya estaba acostumbrado, como puede estarlo alguien que tiene un monumento deforme a la vista desde su ventana: ni se pregunta quién fue el delirante que lo hizo, ni quién lo encargó ni mucho menos quién tuvo el tupé de colocarlo allí. Está y punto.

Fue entonces que un grupo de personas comenzó a decir que en mi país existía un discurso hegemónico. Obviamente, esto captó mi atención. Finalmente alguien me recordaba que, desde mi ventana, se veía un adefesio.

El problema es que aquellos que decían aquello comenzaron a formar su propio coro. Primera rareza: tenían voz y espacio para decir que no había espacio para voces disidentes. Segunda rareza: tenían tanta voz y tanto espacio para decir que no había espacio para voces disidentes que terminaron por instalar su propio discurso hegemónico.

Es casi elemental para cualquier lingüista saber que no puede haber dos discursos hegemónicos sobre una misma cosa, por lo cual no resultó casual que se eligiera el binomio “medios hegemónicos” como sinónimo de monopolio. Si la hegemonía es la superioridad sobre otros, hablar de medios hegemónicos vendría a ser sinónimo de medios superiores al resto. Pero olvidaríamos el componente gramsciano del discurso a imponer.

Aburriré: Antonio Gramsci descartó el determinismo económico del marxismo tradicional. En su lugar instala la “hegemonía” para poder examinar la acción política. También hace hincapié en la “subjetividad”. Ya no importa tanto qué se dice sino quién lo dice, desde dónde lo dice. Y comenzamos a escuchar ese latiguillo a diario en aquel engendro llamado 678: cada vez que había que desacreditar la opinión de un contrario, apelaban a “bueno, pero desde qué lugar lo dice”.

Todos comenzaron a señalar los adefesios de las ventanas ajenas. Por ende, unos y otros utilizaban el mismo método en una carrera armamentística que parecía nunca acabar y que tuvo consecuencias nefastas para el mercado laboral. Cada vez más periodistas de un lado, cada vez más periodistas del otro, aunque no hicieran falta, en un fenómeno que podríamos denominar como inflación mediática artificial. En realidad, atendiendo a una regla de oferta sobre saturada, la calidad del producto, lejos de potenciarse por la competencia, cayó.  Y todavía vemos sus secuelas.

Era tanta la mano de obra requerida que el periodismo se convirtió en una carrera realmente viable, aunque nadie explicara que las grandes luminarias, periodistas odiados y amados por cualquier lado de una grieta que se convertía en una fosa, no tenían un título de periodismo. Es más, muchas siquiera tenían un título. Las facultades de periodismo y comunicación comenzaron a desbordar de aspirantes a un mercado laboral asegurado, pero ficticio.

Aulas explotadas, ofertas académicas de inserción a un mundo de comunicaciones ya agotado, cursos, diplomatura, talleres. Los periodistas éramos invitados a charlas para analizar la realidad intergaláctica en eventos a los que concurrían personas que buscaban escuchar lo que querían escuchar. Y así y todo nadie quería ver el fenómeno: no era la noticia sino que el discurso había prendido. Se buscaba quién decía lo que decía.

Los medios comenzaron a ser comprados por personas que no tenían experiencia en medios. Y otros fueron creados por personas que nunca habían leído siquiera el horóscopo del día. ¿Cómo se financiaban? A nadie le importaba. Y todo esto denotaba un gran atraso en la concepción del mundo de la comunicación. Un atraso tan grande que quedó plasmado en la Ley de Medios. Allí, en 2009, se pretendió regular los contenidos de la radiofonía surgida en 1926 y de la televisión, creada en la década de 1950. La autopista de la información ya era Internet pero, para nuestra fortuna, nos salvó la ignorancia de los legisladores.

De hecho, si nos paramos en 2016, cuando finaliza la batalla por el número de medios, veremos la catástrofe desde todos lados. Al cierre de los medios financiados por el Estado directa o indirectamente, se sumó una oleada de despidos en empresas que habían engrosado sus filas. Como si en la guerra discursiva valieran más la cantidad de soldados por sobre la estrategia o el armamento. Tiempo Argentino entró en crisis y terminó con una pelea entre mafiosos, testaferros y empresarios que nunca habían manejado un medio. Y los trabajadores quedaron en la lona.

El Argentino, de distribución “gratuita”–nada es gratis en la vida– desapareció del mapa. Y El Gran Diario Argentino organizó un esquema mixto de retiros voluntarios y despidos para reducir su planta de 1.200 trabajadores, buena parte de ellos periodistas. Sí, llegaron a tener 1.200 personas para un diario.

Como corolario, miles de egresados por año de distintas facultades de comunicación o periodismo que no tienen mercado laboral disponible. Y nadie los formó para la autogestión.

 

Cuestión de formas

Sin embargo, con el diario del lunes, muchos podrán notar que es un hecho que la batalla discursiva era por cuestiones de forma y no de fondo. Al kirchnerismo le atacan la corrupción y la concepción autocrática del Poder. Sin embargo, está probado que el andamiaje de la corrupción existió desde el día cero de la gestión de Néstor Kirchner. Pero en aquellos años, muchos de los periodistas más acérrimos detractores del kirchnerismo del futuro estaban embelesados con el programa progresista. Tan embelesados que no vieron lo que había detrás, aunque se trataba de un elefante con diarrea en el living.

Y es que, en su basta mayoría -no totalidad, pero sí mayoría- el periodista promedio tiene una visión romántica del mundo que cree que existe. Por eso sufre y se enoja cuando aparece algún líder global que contradice esa concepción, o cuando un país entra en guerra. Por eso lo analiza desde la comodidad de un país que no tiene hipótesis de conflictos.

Ese concepto progresista, lamentablemente, no viene acompañado del bagaje intelectual acorde. Así es que pueden mezclarse en la percepción de la realidad conceptos de progresismo social y destrucción económica, o hablar de la corrupción rampante de un Gobierno y no de la corrupción rampante de otro, o juzgar a los políticos por si nos caen bien o mal.

El corporativismo se dividió en dos, pero no deja de ser corporativismo. Periodistas con licencia de todólogos hablan sobre cada uno de los aspectos del universo. Y todos los abordan mal. A pesar de tener la facultad de poder preguntar a los especialistas, prefieren llamar a colegas «especializados» en un tema, como si fuera lo mismo un tipo que cursó una década de estudios en la facultad de medicina que otro que hizo una diplomatura de tres meses y medio para ser especialista en ciencia y salud.

Y si notan que por momentos hablo en tercera persona sobre el periodismo, es por una sencilla razón: no estudié periodismo, no formo parte de la casta, no tengo el orgullo de pertenecer tal como me lo han hecho saber una y otra vez. Trabajo de esto por accidente y de oficio. La carestía de título me ha tenido siempre sin cuidado, dado que a leer y escribir nos enseñaron en los primeros años de nuestra educación. De hecho, cada vez que alguien me pide un consejo porque su hijo quiere sumarse al ejército de periodistas sin trabajo, le digo que piense en qué quiere especializarse y que estudie eso. O sea: ¿Te interesa el periodismo económico? Estudiá economía. A relatar las cosas se aprende mientras se relatan cosas.

Sin embargo, desde que en 1934 abrieron las primeras escuelas de periodismo en la Argentina hasta la actualidad, se ha creado un aire de superioridad que se transmite de profesores a alumnos y que no deja de sorprenderme. No quiero minimizar nada, pero para aprobar una sola de las cuarenta materias que tiene una carrera de las consideradas «tradicionales», un alumno promedio tiene que devorar unas mil quinientas páginas. ¿Podemos hablar de especialización sobre algo que a otro le llevó años de estudio?

Por eso en situaciones de crisis se comunica mal. Porque es muy fácil pisar el palito cuando un funcionario abocado a una materia miente para salvarse las espaldas. Y les puedo asegurar que son muchos más frecuentes los casos de ignorancia supina que los de «cobrar un sobre». Y dejo fuera del análisis a aquellos colegas que toman el atajo de nutrirse con fuentes un poco exóticas, por no decir ilegales, por más afiladas, afinadas, afirmativas y afianzadas que se encuentren esas conexiones no aficionadas.

Hace algún tiempo, una querida amiga me regaló un libro sobre cómo una realidad puede influir en la expresión colectiva; y cómo ésta última influye en el comportamiento de una sociedad. Y como el reflejo de la sociedad que redactarán los historiadores del futuro son las crónicas de los periodistas del presente, viene bien:

«Observaba cada vez con mayor precisión cómo charlaban los trabajadores en la fábrica y cómo hablaban las bestias de la Gestapo y cómo nos expresábamos en nuestro jardín zoológico lleno de jaulas de judíos. No se notaban grandes diferencias; de hecho, no había ninguna. Todos, partidarios y detractores, beneficiarios y víctimas, estaban indudablemente guiados por los mismos modelos.

Traté de captar estos modelos, cosa sumamente fácil en cierto sentido, pues todo cuanto se decía y se publicaba en Alemania respondía a las normas del Partido. Libros, periódicos, formularios y escritos oficiales, todo flotaba en la misma salsa parda, y la absoluta uniformidad del lenguaje escrito explicaba también la homogeneidad del lenguaje hablado».

Bingo. Victor Klemperer, brillante filólogo, me traía la luz necesaria. Quizá haya sido el extremo de la falta de humanidad lo que le llevó a prestar atención a cómo un clima generalizado afecta al modo de comunicarnos. Su aporte ha servido de mucho para comprender idénticas dinámicas en contextos mucho más amenos que el infierno de Dresde. Supongo.

Existe en la actualidad un lenguaje periodístico pardo y harto uniforme. Y no me refiero solo a la pluma –algo que también denota una suerte de odio hacia el lector promedio– sino a lo que se pretende comunicar.

Es cuanto menos llamativo el abordaje de las noticias, el esquema de qué es y qué no es un hecho noticioso. Y digo llamativo aunque a mí, por momentos, me genera angustia.

Pero eso ya será tema de otra entrega.

 

 

 

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