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Arbitrario Diccionario Argentino de Educación Cívica Parte II

Arbitrario diccionario de Educación Cívica

Luego del éxito de la primera entrega de este diccionario actualizado, es que le damos la bienvenida a la segunda entrega de este texto que hará de usted el sujeto más incomprendido de cualquier cena familiar o birreada con amigos. Puede que lo miren con cara fea o que llamen a un psiquiatra. Pero también existe la posibilidad de que no se den cuenta de que estos argumentos son los correctos. Como ya hemos explicado, prácticamente nadie tiene idea de la mayoría de los conceptos que hacen a un correcto ejercicio de la ciudadanía en la Casi República Casi Federal Argentina

 

Arbitrario Diccionario Argentino de Educación Cívica
Parte II

 

Estado: 1. m. sust. Dios.
2. m. sust. Territorio inexistente sobre el cual miles de dirigentes reclaman su soberanía permanente.
3. m. sust. Papá.

El Estado es el gran causal de todos los traumas del argentino sin importar su ideología. De hecho, existe cierta disforia en cuanto a la pertenencia ideológica y lo que se espera del Estado en cada uno de los ciudadanos.

Si nos guiamos por los principios vectores de las conversaciones en redes sociales y en los discursos de los políticos en campaña, notaremos una profundización constante en la distancia que separa a quienes creen que el Estado es el factor determinante en la vida diaria y quienes lo responsabilizan por todos los males del día a día. Incluso se puede dar el fenómeno en que el Estado cumple con ambas funciones, como cuando se cree que la proliferación de las villas de emergencia son por ausencia del Estado y no consecuencias de sus acciones.

Pocas cosas son tan centrales en la vida del argentino promedio como el Estado. Parte falta de educación cívica, parte creencia religiosa, el estereotipo de habitante de las pampas cree en un Estado todopoderoso. Un Estado que debe estar en todo, que debe solucionarlo todo. Y que, si no lo hace bien, es porque está mal administrado.

Es una tara arrastrada desde tiempos coloniales, cuando la vida, la libertad y el plato de comida dependían de la buena onda del representante de la corona. Desde aquellos tiempos el habitante de estas tierras carga con la confusión entre Estado y Gobierno.

Durante los años en los que funcionó como un Estado independiente, la provincia de Buenos Aires era pudiente. Contaba con crédito, financiamientos varios, y papel moneda fuerte. Mientras tanto, la Confederación desconocía hasta el mecanismo para lograr imprimir billetes que tuvieran valor.

Pero es el ferrocarril la verdadera muestra para ver la velocidad a la que se puede crecer sin depender del Estado. Tanto la Confederación como Buenos Aires querían construir una línea que conectara con Chile. La Confederación encargó el proyecto y no lo pudo concretar por falta de dinero en el tesoro público. Buenos Aires, en un par de años, tenía un ferrocarril de cincuenta kilómetros construido por una empresa privada incentivada por el Estado.

Estudiosos de distinto origen que abordaron la cuestión argentina y hoy tienen su propio pabellón psiquiátrico, han encontrado un serio problema de adaptación de la ideología del argentino a su entorno. Por lo pronto, un país que nació con dos polos que atraían a conservadores y progresistas, comenzó a conformar un ente más práctico que suelen denominar “pragmatismo”. El mismo consiste en aplicar las medidas que hagan falta sin mirar primero qué dice el manual de cabecera del partido político al que se pertenece o los dogmas particulares.

Ejemplo: Julio Roca, presidente católico y conservador. Promulgó la ley de Registro Civil que le quitó a la Iglesia Católica la anotación de los nacimientos, matrimonios y defunciones. También fue bajo el mismo gobierno que se sancionó una ley de educación pública, laica y gratuita.

Estos dos hechos le costaron a Roca el repudio de los sectores conservadores y, obviamente, de la mismísima Iglesia, algo que el Presidente resolvió con “pragmatismo”: le dio 24 horas al nuncio apostólico para abandonar el país y rompió relaciones con el Vaticano. Por mucho menos, los conservadores argentinos del siglo XXI habrían colgado a Roca por socialista.

Desde 2002, el Estado Argentino aumentó su tamaño 40 veces, sin haber sumado 40 provincias y con un aumento poblacional de solo el 20%.

Así y todo, los argentinos tampoco consiguen ponerse de acuerdo en qué es lo que quieren del Estado. Durante años, han padecido de la pésima administración de las telecomunicaciones, aerolíneas, empresas hidrocarburíferas y de servicios hogareños.

Se sintieron felices cuando lo que podía llegar a tardar una década comenzó a llegar en 72 horas: un teléfono fijo. Luego no se sintieron satisfechos con el precio de las cosas que consumen y el gobierno de turno volvió a regular todos esos bienes y servicios que habían sido deficitarios. Más tarde compraron esas mismas empresas o reestatizaron. La excusa es que funcionaron mal. Lo que no dicen es que comenzaron a funcionar mal cuando el Estado se puso a regular los precios. Así apareció la deformidad mental en la que el argentino promedio –capaz de hipotecar una vivienda para irse de vacaciones– pone el grito en el cielo si le aumentan el precio de la energía en un país con 100% de inflación anual.

Un Estado intervencionista para algunas cosas, liberal para otras, es una norma en los países más desarrollados del mundo. Quizá sea por la inversión magnética provocada por la proximidad al Polo Sur, pero los argentinos parecieran vivir sin mayores complicaciones con un Estado que ha dejado en manos privadas los servicios de educación, de salud y de seguridad mientras interviene en las interacciones privadas de las personas. Al menos la nula reacción negativa manifestada por la población argentina pareciera dar la razón a esta teoría.

Por último, la mayor problemática que podrá hallarse al analizar el caso argentino será la confusión generalizada entre Estado y Gobierno.

 

Gobierno: 1. m. sust. Argentinismo. Logia caracterizada por la disociación total en la percepción entre lo que valen y lo que creen valer. Se caracteriza por su curioso mecanismo de ingreso basado en la ineptitud para el cargo a ocupar y el nivel de amistad con el resto de los miembros de la cofradía.
2. m. sust. Sistema inventado por los argentinos para ocupar el Estado democráticamente y convertirlo en una monarquía absolutista.
3. m. sust. Conjunto de personas dedicadas a la administración paupérrima de los recursos del Estado, por lo general con resultados paupérrimos para la mayoría con la excepción de sus propios integrantes.

La confusión entre Estado y Gobierno es normal dado que ambos vocablos representan entes abstractos. Se han escrito miles de libros durante largos siglos sobre estos conceptos. Tanto se ha escrito que no dan ganas de leer, razón por la cual el argentino ha preferido hacer su propio razonamiento respecto de estos entes. Curiosas situaciones que llevan a reclamar al Gobierno por derechos que ningún Estado reconoce y quejarse del Estado, y no del Gobierno, cuando conviene.

Ejemplos:

–Ningún votante de un oficialismo relacionará a las fuerzas policiales con el gobierno si ocurre algún hecho delictivo.

–El Estado será culpable de la aspiradora tributaria y no los gobiernos que administran al Estado.

–Si un Gobierno otorga un beneficio, los destinatarios creerán que es un derecho y, por ende, el Estado se los debe garantizar, gobierne quien gobierne.

Según la estructura legislativa creada por el libro que los argentinos llaman Constitución, el Gobierno Nacional debería consistir en un grupo de personas a quienes un porcentaje mayoritario de la ciudadanía activa le encomienda la administración temporal del Estado.

Pero, estadísticamente, los argentinos no recuerdan buenos gobiernos sino a las personas que ocuparon esos cargos. Siempre y cuando se trate de dictadores asesinos o de líderes populares. Un buen gobierno es recordado por el carisma de su presidente más que por sus actos. Así es que la duración de los mandatos presidenciales puede convertirse en un dolor de cabeza cuando el líder es amado.

Asimismo, la confusión generalizada entre Gobierno y Estado ha llevado a que militantes de determinados partidos sientan que el Estado –y no el Gobierno– les corresponde por mandato divino. Ejemplo: cuando otro partido gana la elección gubernamental, se habla de gobierno ilegítimo, usurpador, apátrida y demás epítetos.

Por último, la confusión llega a su punto máximo al momento del agradecimiento, una extraña costumbre del argentino que consiste en llorar de emoción ante un funcionario público porque éste cumplió con su trabajo. Y no es que lloran de emoción porque el funcionario es un inútil, lo cual no es excluyente, sino que sienten que la obra o el beneficio obtenido en un regalo que sale del bolsillo del funcionario y no del bolsillo de todos, incluso del boludo que llora de emoción.

 

República: 1. f. sust. Organización del Estado con división de poderes cuya máxima autoridad ejecutiva es elegida por quienes ya tienen el poder para que, luego de una ceremonia ritual, la población sienta que fue quien lo eligió.
2. f. sust. Eufemismo de monarquía absolutista de duración acorde a la popularidad de quien la preside.
3. f. adj. Bonita palabra decorativa.
4. f. sust. Leyenda urbana.

Olvídese de Platón y de las Repúblicas Clásicas. El concepto de república que la Argentina adoptó cuando decidió darse una Constitución es denominado “república liberal”, aunque esta definición genera urticaria. Peor es saber que el primer ejemplo de República Liberal exitoso es, a su vez, el más antiguo y vigente: los Estados Unidos de América. En un experimento decidieron dividir la administración del Poder en tres partes, una ejecutiva a cargo de un Presidente, otra legislativa en la cual se encuentran representados en dos cámaras el pueblo y los Estados, y otra parte dedicada a la administración de Justicia. El experimento fue aún más allá al determinar que los tres poderes se controlan entre sí y que ninguno se inmiscuye en la facultades del otro. Siempre y cuando no se vea perjudicado el orden natural de la administración del país.

En la Argentina el concepto de República ha sido desdibujado desde tiempos inmemoriales. Sin embargo, bien entrada la tercera década del siglo XXI, este curioso país austral aún mantiene la creencia de que la República es un adjetivo y no un concepto de administración tripartito y liberal.

En estos tiempos modernos, los estratos políticos argentinos se han dado a mantener la tradición de controlar a la cabeza del Poder Judicial como lo ha hecho en innumerables ocasiones. Al aprovechar un conveniente vacío de la Constitución Nacional, todos tienen una opinión de cuántos ministros debe tener una Corte Suprema.

La Constitución de 1853 estableció el número en nueve integrantes, pero nunca llegó a conformarse. En 1860 se dejó al Congreso la misión de fijar el número de miembros. Quedó en cinco durante un siglo, hasta que, bajo el impulso del presidente Arturo Frondizi, el Congreso elevó el número a siete. El dictador Onganía bajó el número nuevamente a cinco. Y, si bien Alfonsín presentó un proyecto para llevarla nuevamente a siete integrantes, no fue hasta la llegada de Menem que se logró una nueva ampliación: nueve.

En 2006, por motivaciones absolutamente personales, la entonces senadora y primera dama Cristina Fernández impulsó dos leyes. La primera reducía la cantidad de miembros de la Corte Suprema. La segunda modificaba la composición del Consejo de la Magistratura, organismo colegiado que designa, sanciona y remueve jueces del Poder Judicial de la Nación.

Sin embargo, para 2013 y ya en la Presidencia del Poder Ejecutivo, Cristina Fernández decidió que esas reformas no eran suficientes y que lo mejor era que los miembros del Consejo de la Magistratura fueran elegidos por voto popular y directo. El proyecto fue convenientemente presentado como “democratización de la Justicia”. (Ver: Democracia)

Nuevamente, por definición contraria, podríamos decir que el Poder Judicial no es democrático. De hecho, la entonces Presidenta aseguró que no es justo que “de tres poderes del Estado, haya uno vitalicio y no democrático”. Lo curioso del asunto es que ni siquiera proponía que se votaran a los jueces. Pretendía que se eligieran a los miembros de un Consejo del cual la mayoría de la ciudadanía no tiene conocimiento de su existencia. Entre quienes lo escucharon nombrar aunque sea de lejos, pocos podrían explicar para qué sirve ni cómo se compone.

El motivo por el cual los jueces de la Corte no son votados tienen una razón de ser antiquísima que radica en el control mutuo que ejercen entre ellos y sobre el resto de los poderes políticos. En un país en el que, ante la euforia cívica provocada por la idolatría hacia un presidente, se puede lograr que el Congreso se convierta en una escribanía de la Presidencia, es conveniente que uno de los tres poderes no dependa del voto popular.

De hecho, resulta recomendable que así sea. Nadie querría escuchar las promesas de campaña de quienes tienen entre sus tareas la administración de la Justicia, el control de constitucionalidad de las leyes emitidas por el Congreso de la Nación, y el arbitraje en los conflictos entre provincias y entre éstas y la Nación.

Resta remarcar la ley número uno utilizada por los gobernantes argentinos para regular las desventajas: la ley de gravedad. Si hay brecha entre pobres y ricos, se aplasta a los ricos. Si hay una empresa que factura más que otra, se la castiga. Esta ley de gravedad pareciera radicar en una costumbre antigua. O sea: si un argentino tiene envidia por el auto de su vecino, no desea tener el mismo vehículo; desea que el vecino no lo tenga.

Deductivamente, podría decirse que el encono del Poder Ejecutivo hacia la Corte Suprema radica en lo ya dicho: no es justo que un poder sea vitalicio. Como no le encuentran la vuelta a quedarse a vivir en el Gobierno, mejor que nadie pueda.

O sea: manejan el poder como un vecino envidioso y malaleche.

Continuará

 

Nicolás Lucca

 

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