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Su militancia lo llevó a estar en cana seis meses en Córdoba con su mujer e hijos en Buenos Aires. Sin embargo, se la fumó, siguió adelante y jamás en su vida quitó el cuadro de Perón de su despacho, aún en tiempos de la proscripción.
En octubre de 1974, mientras se dirigía hacia San Nicolás a visitar a un amigo de toda la vida, su vehículo fue interceptado por dos rodados de un grupo comando. El coche en el que se desplazaba José junto con dos colaboradores fue acribillado y los atacantes emprendieron la fuga inmediatamente. El chofer murió en el acto, José quedó inconsciente y el único que quedó con posibilidad de reacción lo rescató. Gracias a ello, José la pudo contar.
Lidia era un par de años mayor que José. A su modo había vivido la experiencia del peronismo como más que gratificante, al formar parte de la primera generación de mujeres que participaba de una elección democrática. Militante del Peronismo Femenino, se vio más que complicada con la proscripción. Sin embargo, fiel a su profesión de abogada, pasó aquellos años laburando civilmente por guita. Y penalmente gratis, para sus compañeros detenidos por motivos –por entonces- méramente políticos e ideológicos.
A mediados de 1973 el Presidente de la Nación, con acuerdo del Senado, designa a Lidia Jueza de la Nación. La alegría no le duró muchos años. El 26 de marzo de 1976 partió a México vía Paraguay, para terminar radicándose en Canadá, de donde regresó recién a mediados de 1984.
José y Lidia tenían algo en común. Eran hermanos. Ambos habían nacido en un conventillo hijos de inmigrantes italianos. José ingresó en 1951 en la recién creada Policía Federal Argentina y al momento de haber sufrido ese atentado, era Subcomisario de la fuerza, en un destino méramente administrativo y había pedido el pase a retiro activo. Las secuelas no fueron para nada menores. Un año internado y 27 cirujías para salvarle la vida.
Lidia sufrió el exilio con todo lo que ello implica en una era sin Internet. Perder los lazos familiares, el vínculo con los suyos, el desarraigo y el padecimiento de vivir en un país lejano, con otra cultura, otro idioma y, principalmente, sin haber elegido irse.
El mayo de 1974, Patricia, de tan solo 14 años, volvía a su casa proveniente del Colegio. Sus padres trabajaban y ella se preparaba la merienda mientras miraba la tele. Hasta que escuchó un estallido ensordecedor. Minutos más tarde, la policía le encuentra aturdida y desorientada dentro de la bañera. Una bomba había estallado en el buzón de la puerta de entrada.
En 1981, Patricia ya se encontraba trabajando como Analista de Sistemas Cobol en un ala del Edificio Cóndor de la Fuerza Aérea Argentina. En el horario del almuerzo ella se retrasó para ir a sacar fotocopias a la única máquina que tenía el edificio, en el primer piso al lado de la escalera. Mientras puteaba del hambre que tenía sintió que el piso temblaba. Salió corriendo escaleras abajo mientras esquivaba como podía los tubos de luz y pedazos de mampostería que se le venían encima. El ala se desplomó y con ella se fueron la vida de 16 compañeros de Patricia, algunos de ellos grandes amigos.
En 1984, Patricia estaba vivita, casada y con un hijo cuando la citan de un Juzgado Federal. Allí se enteró de que figuraba en el listado preliminar de personas desaparecidas, a pesar de haber seguido trabajando en blanco y para el Estado. Al día de hoy, el derrumbe de un ala del Edificio Cóndor, sigue siendo un error arquitectónico para la versión oficial. El posterior suicidio de un Brigadier que se patinó el sueldo de todos sus empleados en una mesa de dinero, traería la real explicación. Al menos para los sobrevivientes.
A mediados de 1978, Alberto contaba con 15 años cuando salió a festejar el triunfo de la Selección Nacional de fútbol frente a Holanda que consagraría al conjunto dirigido por Menotti como Campeón del Mundo. La joda fue en casa de un amigo y duró hasta entrada la madrugada. El regresar a su hogar caminando, fue levantado por un coche no identificado. Su familia lo buscó por cielo y tierra durante 5 días hasta que apareció en la Comisaría 5ª, con los ojos en compota y la boca a la miseria. La excusa que dieron los oficiales a sus padres era que el joven era menor de edad y circulaba en actitud sospechosa a altas horas de la noche. Una charla a solas entre el padre de Alberto y un suboficial de la seccional les dejó como verdad que la brigada de la Comisaría lo confundió con un militante montonero y que se salvó de puro pedo de no aparecer never in the puta life. Según el suboficial, el aspecto del joven tampoco ayudaba mucho. Para algunos, el pelo largo todavía era un carnet de zurdo.
Alberto y Patricia tienen algo en común. Son hermanos y ambos hijos de un matrimonio de clase media, de esos que se criaron en la nada y llegaron a tener una vivienda digna, vacaciones pagas, obra social y una excelente educación para sus hijos.
Todos los personajes de este texto son reales. Todas sus historias son verídicas. Y todos son mis parientes más cercanos.
Cada vez que se acerca esta fecha, me encuentro con alguna novedad. En 1995 fue la obligación que bajó Susana Decibe de que en cada colegio se diera una charla sobre lo que pasó el 24 de Marzo de 1976 sin mencionar una sola palabra de los años –o al menos meses- anteriores, ni de lo que pasó después. Sin referir una sola sílaba respecto al resto de los cambios que se produjeron, más allá de las muertes. En 2004 se decidió que esta fecha fuera un feriado, como si hubiera algo que ameritara tamaña medida. Como si en vez de celebrar el 2 de abril, el feriado por Malvinas fuera el día de la rendición.
A pesar que la subversión combatía a un Gobierno constitucional, democrático y elegido por el 62% del pueblo, quienes se rasgan las vestiduras en estas fechas, precisamente simpatizan más con las ideas de quienes primero combatieron a la voluntad del pueblo, para después ser abatidos brutalmente por el Gobierno de Facto, previa traición de los cabecillas que no casualmente, están vivos y gozando de un buen pasar económico.
Yo prefiero hacer mi homenaje a mi manera. Ya bastante tiene mi familia para encima prenderme en el festín de víctimas y victimarios, de lobos cazados por los corderos, ni de las teorías de los dos demonios.
A José, Lidia, Patricia y Alberto, mis agradecimientos por enseñarme que en la vida, no todo es el rencor y que hay que mirar para adelante. Que de todo se sale.
A mi viejo, puntualmente, y de quien no digo una sola palabra en estas líneas, no porque no tenga lo suyo, sino porque es bastante grande como para no parecer una leyenda, gracias por darme lo mejor que un padre puede darle a un hijo. La convicción de que cuando se hace las cosas con ganas, gusto y honestidad, a la larga, todo sale bien.
Porque, como bien dice un gran amigo mío, lo que importa son los afectos. Lo demás, son sólo detalles.