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Hoja en blanco

Hoja en blanco

El 10 de diciembre de 2015 ocurrió un fenómeno extraño. En menos de una hora registré más de 300 unfollows en Twitter, que es como llamábamos a Twitter en aquel entonces. No sé cuántos eran bots en proporción, pero sí que sentí la soplada de nuca con algunos a los que sí tenía registrados. Menos de 24 horas después, esas mismas personas eran más macristas que bailar cumbia con globos.

Ni en pedo lo tomé como un descarte, un “ya no te necesito” ni ninguna de esas formas en las que el ego nos hace daño. Fue hasta un alivio que se blanquearan de esa forma. Sin embargo, esa situación me encontró en un momento extraño: la carencia total de ideas para un texto nuevo.

Cada uno tiene su truco para escribir cuando no se cae una idea. Yo lo odio, porque, por lo general, las ideas me invaden en el momento menos pensado y termino por decantar hacia la que me parece más potable. La que me interesa más, esa es la que sale. No siempre hay un match con el interés del lector, cosa que también aprendemos con el tiempo: qué puede garpar, el momento correcto, etcétera. Y también puede ocurrir que tengamos ideas pero las descartemos por poco viables, aburridas, reiterativas.

Pero da pánico la cabeza totalmente en blanco. Y es algo que nos ha ocurrido a todos, sin importar nuestro oficio. Todos, en algún momento, nos quedaremos paralizados sin saber qué inventar.

Cuando se extiende el fenómeno de no tener la mínima idea, entramos en lo que el psicólogo Edmund Bergler bautizó Síndrome de la Hoja en Blanco. Puede durar horas, días, semanas, meses, años o toda la vida, y contribuye a disparar todo tipo de trastornos mentales, aunque creo que es un síntoma que los evidencia y los retroalimenta.

En aquel diciembre de 2015 no tenía idea de qué nos depararían los siguientes días. Y eso era todo un tema, dado que de algún lado obtenemos la materia prima los que nos dedicamos a esto. En la confección de noticias, de investigaciones o de opiniones, nos nutrimos de cosas que buscamos con algo de previsión. Para eso nos guiamos por la personalidad demostrada por los distintos funcionarios, sus pasados recientes, las distintas internas, la resistencia o ausencia de tal que cada uno tenga en su área, sus resultados, sus costumbres y un largo etcétera. Creo que se entiende el punto.

Cuando hay un cambio de caras, es como reiniciar el Estanciero: divino comenzar de cero, pero no sabemos cómo se desarrollará el juego. Recuerdo, incluso, que por aquellos días finales de 2015 escribí algo llamado “El drama de la oposición precoz”. Un juego de terminología eyaculatoria para criticar algo que pasaba en distintas redacciones periodísticas: la necesidad de vender noticias en base al tremendismo de cosas que aún no pasaban.

Lo curioso es que el sentimiento vuelve a repetirse: no sé qué pasará a partir del lunes. Y al igual que en aquel 2015, vuelvo a preguntarme cuál sería la diferencia, si con los que se van no sabíamos nunca qué iba a pasar cinco minutos en el futuro inmediato.

Me explico: sentimos, decimos, insistimos con que nos reina la incertidumbre de qué pasará con el nuevo gobierno, cuando ese sentimiento estuvo exacerbado durante los últimos largos años hasta llegar a un nivel insoportable en el segundo semestre de este año. Lo único que teníamos por seguro cada noche es que no podíamos prever nada, absolutamente nada de lo que pudiera pasar al día siguiente.

Incluso sí hay cosas que podemos prever, como que al inicio de una etapa nueva con muchos novatos, nadie tiene mucha idea de nada. Es medio difícil hablar de que “ahora se vienen los tiempos de la meritocracia” cuando el mérito es el parentesco sanguíneo, el apoyo militante, la simpatía o la continuidad.

El presidente interino Guillermo Francos lleva semanas al frente de la rosca política para el nombramiento de los cargos en los que Milei no siente interés. Así, aprovecha y mete a otros conversos, igual que él, para que nadie se prive del derecho humano de sobrevivir a un cambio de gestión. He aquí otra cosa previsible. Si tomamos la moneda de la oposición precoz y la damos vuelta, nos encontraremos con los justificadores absolutos. Es más que previsible. Casi un decreto lanzado al universo. Un mandato divino: al menos una persona puteará por “poner trabas” al decir que las cosas se hacen bien, o no son cosas.

Pero esto también es resultado de ese lugar nefasto del que venimos. Que no sepamos qué hacer con todo eso, es otro tema, pero va de la manito.

 

Entran tres mitómanos narcisistas y sociópatas a un bar. Uno de ellos le dice a los otros dos: “Je, qué loco juntarnos después de todas las cosas que te dije a vos y de haberte largado en banda a vos”.

El segundo de ellos, más jovial, dice a los otros dos: “Nah, no pasa nada. Lo que importa es que no tengamos sed de venganza entre nosotros, lo pasado pisado, sin rencores, y a darle para adelante”.

La tercera se hace un buche de bilis, traga, sonríe y dice: “A qué no saben qué tengo en mente para ustedes dos, par de bocones”.

Y compraron. Entraron como caballos. Uno se la creyó tanto que daba penita. Fue a dar clases a la facultad, manejó su propio auto para la jura presidencial, contestaba tuits hasta altas horas de la noche. Hizo todo lo que tenía a su alcance para demostrar que era “un tipo común”, cuando ocupaba el cargo menos común del país. Hay 24 gobernadores, 78 senadores, un par de cientos de diputados, 2.200 intendentes, decenas de miles de concejales, otros tantos de jueces y miles de legisladores provinciales. Presidente, uno solo. Un tipo común.

Fue más divertido verlo en tevé, con sus clases prepotentes a periodistas, con su dedito levantado para amenazar a un pobre boludo que aplicó el sentido común al inicio de la pandemia. Porque tenemos tanta, pero tanta mala leche que a nosotros nos tocó la malaria con un gobierno presidido por los fans del megaestado.

Como buenos autoritarios de pacotilla, el Estado Presente no supo gestionar vacunas a tiempo. Ah, pero debiera ver lo bien que se les dio eso de reprimir a cuatro manos a cualquiera que osara violar un decreto que no respetaba ni el tipo que lo firmó.

Persiguieron a personas comunes. Las distintas policías del país bastonearon, encanaron, molieron a golpes o suicidaron a un número demasiado alto como para que podamos decir “viva la democracia” sin ruborizarnos. En el medio, había que tolerar que nos vendieran a un Presidente que buscaba imponer su “estrategia geopolítica”, cuando no lograba ni que el mozo de la Casa Rosada le trajera un café caliente. El ministro del Interior lo desautorizaba, el de Hábitat lo boludeaba, el ministro de Seguridad del gobernador de la principal provincia lo trataba de borracho. Imaginemos qué podíamos esperar de su vicepresidenta.

Dos años sin clases, miles de violaciones a los derechos humanos y 130 mil muertos después, quedaba tiempo para mostrar que la tenían clara en lo que sí dijeron saber y mucho: cómo gobernar en tiempos normales.

Cuatro años de no tener siquiera idea de si podremos comernos los piojos antes de que éstos nos coman a nosotros. 48 meses de tener que escuchar que cuanto mayor es el rango de una dependencia, mayor su eficacia. Como si se tratara de un polvo mágico compuesto del mismo déficit fiscal que nos hizo creer que, si hay un ministerio, ese problema que le da nombre al ministerio, desaparece de forma automática.

208 semanas en las que recibimos clases magistrales de un sinfín de inviables patrimoniales alimentados a impuestos. Exposiciones académicas en las que nos trataron de imbéciles, incapaces que no saben lo que quieren.

1.461 eternos días en los que nunca, pero nunca tuvimos un fin de semana en paz. No sé si lo recuerdan, dado que el cerebro es muy selectivo a la hora de guardar recuerdos que puedan hacernos daños, pero jamás nos dieron un fin de semana de descanso. Las peores noticias fueron comunicadas un viernes o un sábado. Nunca por un terremoto o un tornado, siempre por peleas de ellos, entre ellos o por ellos.

Incendiaron el país. Metafóricamente, claro, que cuando se incendió en serio tardaron un par de añitos en apagarlo.

No sabemos si vamos a conseguir café al salir de compras, no sabemos si alguna farmacia tendrá ese medicamento que necesitamos. Ni en pedo podemos prever algo tan simple como si el supermercado tendrá los diez productos más elementales que siempre tiene un supermercado. No sabemos cuánto sale ninguna cosa. No tenemos la más puta idea de cuánto deberíamos cobrar, y mejor ni sacar la cuenta, que se suicida medio país. Bueno, el tercio que trabaja.

¿Y con todo eso le vamos a tener miedo a lo que pase la semana que viene?

Bueno, sí. Un poco, sí. Porque nosotros sabemos en el país en el que vivimos desde que nacimos. Cuando veo que el nuevo Presi quiere dar su discurso inaugural al aire libre y luego circular en un descapotable, me entran mis dudas de si él tiene alguna noción del peligro. Cuando leo el último borrador del plan económico y lo linkeo con el armado de todas las comisiones del congreso con mayoría peronista, se me llena el culo de preguntas.

El 5 de diciembre de 2019 publiqué un texto sobre el patético resultado de las pruebas PISA. Un usuario de Xwitter (gracias, @mygct) recordó esa publicación, o la encontró en Google al buscar información sobre el desastre de las pruebas PISA de 2023, donde empeoramos aún más. Y nos sorprendemos de vuelta, como si no fuera un milagro que todavía hablemos de educación en este país.

Al releerlo encontré mil cosas que no recuerdo haber escrito, pero volví a sorprenderme con lo que no cambió. Sí, todavía me sorprenden las mismas cosas. Y entre lo pétreo, lo que nunca cambia, sigue la manía de un sector de la sociedad que cree que haber tenido más educación que otros es sinónimo de mejor.

Cuatro años más tarde, ya comienzo a ver la oleada de títulos universitarios que creen que el caudal de votos de un balotaje es inalienable, otros que justifican un nombre porque no es muy conocido, otro nombre porque tampoco lo juna nadie, y varios nombres más que nadie ubica porque no hay que poner palos en la rueda. Para qué preguntarse por el mérito, ¿no?

¿Cuál es la versión de Marco Lavagna que tendremos? ¿La que Milei nos vende como “Indec despolitizado” al mando de un diputado del Frente de Todos más massista que abrazar jubilados, o la del tipo que hizo que, por primera vez en la historia argentina, un Censo salga mal? Porque no es que consiguieron la reencarnación de Gottfried Achenwall, el economista prusiano que sentó las bases de la estadística moderna. Es Marco Lavagna. El del Frente Renovador, ¿te acordás? Quizá Alberto ya estaba al tanto y por eso criticó la medición de la pobreza. Como el orto y al revés, pero la criticó.

¿Cómo deberíamos interpretar los sondeos en la Aduana tras los cuatro años más cerrados que la historia argentina pueda recordar? ¿Y la confirmación del titular del Incucai? ¿Y en energía? ¿Hay que garantizar gobernabilidad de algún modo a riesgo de que te caguen de arriba de un puente? ¿Era necesario generar tanta bronca en campaña para ahora llenarse de “los mismos de siempre”? ¿Se puede con los mismos de siempre o con algunos? Yo sé la respuesta: no todos son lo mismo. Pero andá a decirlo en campaña. Sobre todo si para determinar quién es lo mismo y quién no se utiliza un criterio tan subjetivo como la lealtad de Guillermo Francos.

Odio las teorías conspirativas, pero tampoco ayudan estas circunstancias en las que pareciera que alguien dijo «organicémonos y ajusten». Veo la cooperación de Massa y sus amigos y me asusta mi conspiranoia de estos últimos años. Veo el silencio prudente de los grandes referentes del peronismo, vuelvo a repasar los borradores económicos, chusmeo el almanaque, miro la composición del Congreso, y se me aparecen más ideas extrañas que a los de X-Files. Es que ya me acostumbré a eso de que el peronismo en silencio es más peligroso. Como los bebés cuando comienzan a caminar, ¿vio?

Pero ya habrá tiempo para ver esas cosas. Por lo pronto, me dedico a calmar la angustia. O a intentarlo. No es que uno no supiera la que se venía después de la fiesta, el tema es que yo nunca pedí esta fiesta y ahora, nuevamente, tengo que ponerme a los pocos platos que quedaron, cuando todavía no me recupero de la última joda. (Querido lector: si sabés de alguna técnica para sobrellevar estos tiempos de angustia e incertidumbre, acepto cualquier consejo).

En fin, aquí estamos. Presidente nuevo, misma vida a la espera de que todo sea para mejor, con una hoja en blanco que tiene demasiadas anotaciones al margen y varios renglones que parece que alguien borró para que no se note.

P.D: …

Nicolás Lucca

 

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