Sobre la judeofobia argentina

Judeofobia

Como niño católico criado y educado en instituciones religiosas nunca supe de judeofobia. Tampoco de judíos hasta ya grandecito. La primera vez que interactué con un judío fue en el modelo de Naciones Unidas en quinto año de la secundaria. Sí, es obvio que a esa edad ya había pasado por el Once, y que también conocía de los atentados a la AMIA y a la embajada de Israel. Hablo de interactuar, de conectar, de charlar y darme cuenta de que estaba hablando con otra persona cuya religión o ascendencia habría pasado absolutamente inadvertida para mí si no fuera porque ese día era 18 de julio y se cumplía el aniversario número cinco del atentado a la mutual.

Siempre ha llamado mi atención el antisemitismo en un país en el que tenemos una percepción de proximidad intensa. Puedo entender el odio –miedo– hacia lo desconocido en países que no tienen presencia judía. Pero la Argentina es el primer país de habla hispana en cantidad de habitantes descendientes del pueblo judío, tercero en las Américas por detrás de Estados Unidos y Canadá, y séptimo a nivel mundial.

Desde hace ya bastante tiempo la judeofobia ha adquirido un perfil ideológico que excede a los fascismos. También recayó en una izquierda boba y biempensante que no se define antisemita por la positiva sino que está en contra de todo lo que represente a la nación judía. La declaración de la Cancillería Argentina respecto de la respuesta de Israel a una lluvia de cohetes arrojados por Hamas en Jerusalem y Tel-Aviv –que al momento del comunicado alcanzaban los 500 y que al momento de la redacción de estas líneas ya había pasado holgadamente los 1.200– es solo un eslabón más. Con Felipe Solá de paseo por Europa, el comunicado salió por redes sociales sin consultarle al Canciller. Y no sé si esto no es peor de lo que creemos.

Pero en las redes sociales también estalló el debate, potenciado por el comunicado oficial que nos recordó a todos que habrá grietas políticas, pero que aún más profundas son las grietas de principios.

Y que seguimos siendo una sociedad con un alto nivel de judeofobia en sangre.

 

Breve resumen

En 1886, el periodista francés Édouard Drumont publicó su libro La Francia Judía. Allí desparramó prejuicios tales como que “todas las fortunas judías se han construido de la misma manera, a través de una apropiación del trabajo de otros”; o que “gracias al judío, el dinero al cual el mundo Cristiano le daba una importancia y un papel secundario, se ha convertido en todo poderoso”; y que “el poder capitalista concentrado en un pequeño número de manos gobierna a su antojo toda la vida económica del pueblo, esclaviza a su mano de obra y se alimenta de las ganancias inicuas adquiridos sin trabajo”. ¿Te suena?

Drumont creó la Biblia del antisemitismo moderno. Entre las grandes falacias antisemitas, cabe destacar que en una Europa las mayores fortunas durante siglos fueron amasadas por señores feudales bajo el amparo de la Iglesia, la cual le daba al dinero tan poco valor que lo tenía todo. Incluso, si dentro de la propia Iglesia alguien asomaba la cabeza, se los expulsaba.

Aún hoy es el pensamiento imperante a la hora de criticar a la colectividad judía en la Argentina, a la cual se pretende «culpar» de ser ricos. Como si un multimillonario no tuviera nada mejor para hacer que tener un local en el Once. La frase «nunca vi un judío pobre», tan escuchada entre los burros y los intelectuales fascistoides, tiene tanta validez científica como que nunca vi a un islandés pobre. Primero, porque hay judíos pobres. Pero más allá de eso, si creyéramos que son todos ricos, permítanme ver qué me pueden enseñar para emprender el camino del éxito asegurado. Si no, solo nos queda esa cosa bien sudaca de pretende igualar para abajo: envidio al próspero, lo quiero pobre.

En el siglo III antes de nuestra Era el propio Alejandro Magno impulsó una política de libertad de culto. Esto permitió a los hebreos poder llevar adelante sus creencias monoteístas. Sus detractores los calificaron como leprosos, conquistadores, asociales, destructores de comunidades y contrarios a la humanidad.

La continuidad del poder tras la muerte de Alejandro, el helenismo y el posterior ascenso de Roma como líder hegemónico no cambiaría las cosas para los judíos. Los escribas más importantes han dado rienda suelta a sus prejuicios heredados. Tácito reprochaba “el terco vínculo de los unos con los otros”. Tampoco le entraba en la cabeza que llevasen a cabo una creencia tan aborrecible como considerar criminal matar a un bebé. El infanticidio recién fue prohibido en el mundo romano para finales del siglo IV.

Los primeros cristianos también eran perseguidos en Roma, pero las cosas mutaron con el cambio de religión oficial. Los Padres de la Iglesia –todos nacidos y educados entre Roma y la provincia de Asia, actual Turquía, antiguo centro cultural del helenismo– no escaparon a los prejuicios del entorno y le dieron forma para adaptarlos al cristianismo. Eran tiempos en los que la religión cristiana se convertía en el credo oficial y había que darle una mano para no generar demasiados cambios. La mano incluyó mover fechas. Es probable que celebremos la Navidad el 25 de diciembre por no contradecir la celebración del Sol Invictus. Tal es así que los cristianos ortodoxos celebran la Navidad el 6 de enero. La aparición de santos en una creencia monoteísta también pareciera cumplir más con la intención de no polemizar.

El cambio de status en el Imperio perjudicó aún más la posición de los judíos. Pasaron a ser los responsables de la muerte de Cristo. Todos los judíos, eh. Desde Caifás hasta el viejo que vendía falafel en alguna feria de Jericó y nunca se enteró de la existencia de un barbudo pacifista

La Europa cristianizada encaró su primera cruzada en 1096. El fervor religioso –y la autorización a los cruzados de quedarse con los bienes saqueados a los “no cristianos”– llevó a que lo que se originó como un plan para reconquistar Jerusalén también incluyera el ataque a las comunidades judías del norte de Europa. Un pequeño desvío de algunos miles de kilómetros. Del siglo X datan relatos del sur de la actual Alemania que demuestran que los judíos estaban integrados a las comunidades que ayudaron a construir, que fomentaron el comercio y la educación, y que hasta tenían buena relación con autoridades religiosas cristianas.

Existen registros del siglo X que documentan que los judíos ya oficiaban de chivo expiatorio. Tres meses duró el primer ataque masivo a judíos en medio de la cruzada. Noventa días de saqueo y asesinatos desde Normandía hasta la Renania que dejaron muertos que, en ocasiones, llegaban a contar mil en un día. Fue en aquel entonces cuando se convalidó por las escasas autoridades europeas el status social que acompañaría a los judíos: intrusos fuera de la ley.

A la Primera Cruzada le siguieron tres siglos de más cruzadas y siete masacres –pogroms– por acusaciones que llegaban a culparlos por la Peste Negra. Podrá parecer un factor muy lejano en el tiempo, pero las cruzadas hacia oriente finalizaron en el siglo XIII, mientras se desarrollaban las cruzadas por la reconquista de España, la cual finalizó en 1492 con la expulsión de los árabes. Y de los judíos. Justo a tiempo para cuando ya era hora de traer la cultura europea hacia América. Al día de hoy, España cuenta con el mayor porcentaje de judeófobos confesos de occidente: 21 por ciento.

En su libro Judeofobia, Gustavo Perednik remarca un dato que da escalofríos por lo cercano que resulta a actitudes que vemos a diario en la Argentina:

“El español promedio, además de sentir por Israel una antipatía que no le reserva a ningún otro país, cree ingenua o maliciosamente que Palestina fue alguna vez un país árabe independiente, que el alambre de la cerca antiterrorista israelí es un muro racista de hormigón, que el sionismo es un pérfido movimiento con aspiraciones mundiales, que Jerusalén es una ciudad árabe ocupada, que el sheik Ajmed Yasín –fundador de Hamas– era un líder espiritual, que el gobierno de Israel es terrorista y el islamismo es un problema menor”.

El odio religioso derivó en odio al extranjero en épocas en las que no existía el concepto de Estado moderno. El odio al judío medieval es el padre de la xenofobia y ésta es la madre de todos los odios al distinto. La judeofobia se ha convertido en un fenómeno sin fronteras. Toda una ironía dado que los judíos son una minoría a nivel global.

Es normal escuchar idioteces tales como que los judíos son los que mueven los hilos del capitalismo y al mismo tiempo son los propulsores del comunismo. También son tacaños si ahorran y ostentosos si gastan. Y mejor ni hablar de la doble vara del judeófobo; un criterio distinto para el judío y para el que no lo es. O sea: un empresario exitoso puede tratarse de un sujeto ambicioso que se esforzó para llegar lejos o, sencillamente, de un codicioso. Todo depende de la circuncisión. Básicamente, el judío ha llegado hace mucho tiempo a ser colocado en una posición en la que no importa cómo se comporte: puede ser utilizado en su contra todo lo que haga, deje de hacer o nunca pretenda llevar a cabo; o diga, calle o deje de decir.

En cuanto a nosotros

Ya vivían judíos en el Río de la Plata para cuando la Argentina se independizó. Aquí regía la Inquisición, pero éramos la frontera sur del Imperio y nadie controlaba nada. Por suerte. Para 1850 había llegado una segunda corriente judía proveniente de Alemania. En 1876 ya existía una sinagoga y un rabinato autorizado por el Estado. Más tarde comenzaron a llegar los judíos del Volga, de ahí que todavía les digamos “rusos”. Algunos se instalaron como propietarios, otros como profesionales. Pero la gran mayoría eran obreros y trabajadores agropecuarios, una imagen que dista bastante del cerdo capitalista usurero. Aquí vivirían sin mayores problemas, llegando cada año en más número de inmigrantes, hasta el surgimiento de nacionalistas con licencia para exponer su pelotudez a principios del siglo XX.

Durante la huelga de los Talleres Vasena y los posteriores sucesos que quedaron en la historia como la Semana Trágica en 1919, apareció la Liga Patriótica Argentina, un espacio compuesto por jóvenes destinado a «estimular, sobre todo, el sentimiento de argentinidad tendiendo a vigorizar la libre personalidad de la Nación, cooperando con las autoridades en el mantenimiento del orden público y en la defensa de los habitantes, garantizando la tranquilidad de los hogares, únicamente cuando movimientos de carácter anárquico perturben la paz de la República».

La Liga contaba con miembros bien patrióticos como Luis Dellepiane, hijo de la asturiana Perfecta Mastacha; Ángel Gallardo, hijo de un uruguayo; Carlos Tornquist, hijo de un matrimonio alemán; el sacerdote Miguel de Andrea, hijo de un matrimonio italiano; Francisco Moreno, cuya madre era Juana Thwaites, un apellido tan patriótico como el five o´clock tea; y Peter Christophersen, nacido en Noruega y llegado a la Argentina a los 26 años de edad. Todos envalentonados por el apoyo del general Manuel Domecq, llegado a la Argentina desde el Paraguay durante su infancia, y el almirante Eduardo O’Connor.

Esta gente protagonizó uno de los capítulos más patéticos de nuestra historia al fomentar la xenofobia más recalcitrante en un país en el que había tan pocos nativos con ocho apellidos que para armar un grupo parapolicial hubo que conformarse con inmigrantes y sus hijos. Bajo el amparo de combatir ideas foráneas y el terror que despertaba el triunfo de la revolución bolchevique en Rusia, mezclaron todo. Los huelguistas eran proletarios dispuestos a tomar el poder; todos los rusos eran judíos; todos los judíos eran comunistas. En esas jornadas murieron más de 1.300 personas, fueron torturadas otras mil, se privó de derechos constitucionales a todos ellos. Las víctimas fueron, en su inmensa mayoría, extranjeros.

En medio de la joda loca, la banda de delincuentes patrióticos arrasó con todo lo que pareciera judío en el barrio de Once. Destrozaron comercios, saquearon viviendas, asesinaron a quien no supiera el Himno Nacional y violaron a sus mujeres, hermanas e hijas.

El gobierno tampoco colaboraba para calmar los ánimos contra los extranjeros al afirmar que todo el quilombo era, en realidad, un complot judío. En menos de dos días la barbarie volvió a arrasar con el Once. Los registros de la época también detallan que la policía detuvo a cuanto judío se cruzó. Los arrastraron –desde caballos– por la barba hasta los calabozos donde los torturaron. El único dato recogido por aquellos días es de la embajada de los Estados Unidos, que llegó a contabilizar más de cien judíos muertos sin sepultura. Vaya a saber cuántos fueron en total.

El prejuicio permaneció en el léxico popular, donde se habla de los judíos estereotipándolos con tal liviandad que da escalofríos. Incluso quienes carecen de intenciones de herir susceptibilidades tienen incorporadas frases tales como “mostrar la hilacha” como sinónimo de alguien malo.

En junio de 2018 la selección nacional de Argentina tenía que cumplir con un compromiso: un amistoso contra el seleccionado israelí. Para tal evento, el gobierno de Israel había pagado una millonaria suma de dólares a la Asociación de Fútbol Argentino. Se canceló el encuentro porque “los propios jugadores lo decidieron” luego de padecer días de hostigamiento en las puertas del hotel en el que se alojaban. En Barcelona, España. Algunos manifestantes llegaron a mostrar camisetas de la selección argentina ensangrentadas.

El presidente de la Federación Palestina de Fútbol encabezó una manifestación frente a la oficina del delegado argentino en Ramallah y pidió que se quemaran las camisetas con el nombre de Lionel Messi. En la Argentina la opinión pública se dividió entre quienes celebraron que no se juegue el partido por la «masacre de palestinos por parte de Israel» y quienes no entendieron por qué se tiró para atrás.

Como un idiota, se me ocurrió escribir que Jerusalén también es Tierra Santa para el cristianismo y que nuestros jugadores fueron amenazados. Las respuestas me dieron un poco de escozor. Unos me argumentaron que los jugadores no eran personas religiosas. Otros sostuvieron que jugar en una zona en conflicto días antes de un Mundial era “convalidar la postura” de Israel. El mundial se jugó en Rusia y eso no implicó que Argentina legitime el híper personalismo de Putin, ni su política de derechos humanos, ni su represión a los homosexuales, ni sus conflictos territoriales. Básicamente, el mensaje de nuestro inconsciente colectivo ya nos había jugado una mala pasada: con Israel es distinto.

No hace falta hacer una encuesta para saber que muchos de nosotros no tenemos idea del impacto que ha tenido el judaísmo en nuestra vida moderna, ni de lo que sería la cultura occidental sin el judaísmo. Porque el pueblo cuyos detractores colocan como opuesto a la cultura occidental nos legó el 19 por ciento de los premios Nobel siendo apenas 0,2 por ciento de la población mundial. Nos han legado desde la quimioterapia hasta el pantalón de jean, desde Hollywood hasta la Teoría de la Relatividad, del micrófono a la calculadora, de la máquina de coser a la memoria USB, de la depiladora eléctrica a un inmenso abanico de avances médicos que prolongaron la expectativa de vida del ser humano y de los que se benefician todos. Incluso quienes quieren desaparecerlos de la faz de la Tierra.

Su llegada a Europa promovió el desarrollo de los países más atrasados y legó una serie de principios que también aportaron a la creación de la cultura occidental moderna. Y todo para que un grupo de recién amanecidos los considere el cáncer global, el mal a erradicar, los culpables de todo lo malo. O quizá nos joda que sigan conservando muchas de sus tradiciones, que se identifiquen como pueblo más allá de creer o no en algún dios, o que sientan pertenencia a algo que los trasciende aun en las distintas ópticas sobre cómo vivir el judaísmo.

Del otro lado del mostrador no hay grietas: los fachos más rancios y los progres más acomodaticios caen en la misma. Quizá porque en la Argentina el progresismo se siente heredero de grupos de los años setenta cuyos líderes eran profundamente católicos y nacionalistas. Como sus propios enemigos.

PD: Si les dio cosita leer esto, espero que hayan notado que pasé por alto el desastre del Holocausto. ¿Por qué? Porque demasiado hay que lidiar con el desconocimiento de la historia como para encima tener que soportar a los negadores de hechos que están filmados, fotografiados, documentados y reconocidos hasta por sus perpetradores.

 

PD II: Además de la bibliografía citada, pueden ahondar este tema y otros que los harán el fastidio de cualquier reunión familiar en Te Odio: Anatomía de la Sociedad Argentina.

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