Inicio » Relato del presente » Ahora que paró el ruido
Recién ahora es posible dimensionar la capacidad de daño que tienen una inflación galopante y un dólar imprevisible. Ante cada situación difícil de asimilar el último año, existe una explicación que anula la necesidad de cualquier otra: el hartazgo. No es lo mismo no poder planificar nada por la incertidumbre de si podremos o no costearlo, que renunciar a una planificación por la certeza de que no podremos. Lo digo en serio: si no se puede hacer algo, y sabemos que no podemos, uno pasa a destinar esa energía a otra cosa.
El hartazgo no es aburrimiento, al menos no para nuestro coloquialismo. Antiguamente, usábamos la familia de palabras derivadas de “hartar” para todas sus acepciones: abundancia (harto conocido), exceso (harto satisfecho) y demás. Pero hace tiempo que el hartazgo se concentró solo en su significado negativo: demasiado de algo que no queremos.
El aburrimiento es no tener nada que nos distraiga ni nos entretenga. Tener demasiado de algo que no queremos no aburre, pero harta. Una de las pocas cosas que en mi cabeza funciona igual que en todas las demás es el sentimiento de hartazgo similar a un ruido insoportable del que sólo queremos alejarnos o que ocurra cualquier cosa con tal de que cese.
Pero el aburrimiento. Ah, el aburrimiento es sagrado. Del aburrimiento han surgido las mejores ideas, los mejores pensamientos. El mismísimo Niccolò di Bernardo dei Machiavelli ha confesado por escrito que la inmensa mayoría de sus mejores ideas surgieron en la soledad de sus “conversaciones” con los grandes de la historia. Exiliado en una granja, cagado de embole, solo tenía una taberna para jugar a las cartas. El resto del tiempo lo empleaba en hacer algo con su solitaria y extrema paz. Así comenzó a escribir algo más que cartas a sus amigos.
Los ejemplos se dirigen al infinito: Anaxágoras, Confucio, Diógenes, Russeau y un largo listado de pensadores, escritores, filósofos y demás molestias, han llevado a cabo gran parte de sus obras bajo el tedio del exilio, el aburrimiento de pasar desapercibidos o, ni siquiera, entender el idioma del lugar al que llegaban en su huída.
Éste es, al menos para mí, el gran problema con la consecuencia del hartazgo: que la mayoría de la especie humana no sabe qué hacer con el inevitable aburrimiento posterior. Peor resulta la situación en la que una molestia nos impide disfrutar de algo que, finalmente, no era lo que esperábamos. Una piedra en las zapatillas, la alarma de un auto que no deja escuchar los diálogos de una película, un acondicionador de aire que falla e impide que podamos concentrarnos en una lectura. Desaparecida la molestia podemos notar que las zapatillas son feas, que la película es un bodrio o que el texto no conduce a ningún lado. Como este, tranquilamente.
La inflación desbocada perpetua y la imposibilidad de acertar a la Quiniela de la cotización del dólar, ambas extendidas en el tiempo por demasiados años, han sido ese ruido insoportable que me generó un hartazgo de proporciones épicas. Ahora, con la piedra removida, con el aire apagado, comenzamos a notar lo que nos rodea. Y ahí comienza lo divertido de este asunto: descubrir la mediocridad del resto de nuestra realidad campante en un país que ha apuntado casi perpetuamente a lo que pinte en vez de la normalidad.
Lo que para cualquier país es normal, para nosotros es un logro. Como ocurre siempre, la molestia hartante puede llegar a impedir que veamos cualquier cosa bella que nos rodea. Porque también puedo dar vuelta la taba y relatar un sinfín de elementos y situaciones que son normales para los argentinos y que, en el contexto global, son una excepción, una rareza, algo que no existe. Habría que preguntarse por qué tanta gente decide radicarse en la Argentina con o sin inflación. Y no hablo solo de nuestros vecinos. O, si tomamos la ruta de Ezeiza, habría que preguntarse por qué siempre encontramos algún argentino en cualquier empresa que conozcamos en el rincón del mundo que decidamos tocar.
Pero ahí se apagó eso que generaba el ruido insoportable. Ahora tenemos todos nuestros sentidos puestos en todo lo que no podíamos prestar atención por el ruido. O al menos deberíamos estar en eso. Entonces volvemos a encontrarnos con esas cosas que habíamos olvidado, como la vejación de pagar cuatro dólares por un café quemado y lavado. Sin el ruido podemos pensar un poco más.
Entiendo al que opta por desentenderse de toda información política porque es lo que yo quisiera hacer si pudiera. Encuentro placer en hablar de música, nunca me resultó tan fácil escribir como cuando me propusieron un libro sobre salud mental, quisiera dedicarme a ver películas, practicar la opinología sobre documentales y relatar historias que me resultan fantásticas de tan reales que fueron.
Pero ahí entra el storytelling que predomina en la política global de las últimas décadas: la necesidad constante de recibir atención, la necesidad de brindar esa atención. Es un ida y vuelta, que ningún árbol hace ruido si nadie está para escucharlo. ¿Alguien aún se sorprende por Gran Hermano, el mundo de gente que pretende entrar a una casa para ser observado y el mundo de gente que está dispuesta a prestarle atención? Sin uno no hay otro.
Tanto el Presidente y, por decantación, sus funcionarios salen a satisfacer la necesidad popular del anclaje en una buena historia que genere identificación. Algunos le llaman narrativa, pero es preferible el más moderno storytelling: saber narrar. Es como el protagonista del Gran Pez o Luis Landriscina, dos casos de gente que sabe contar historias, meterle condimentos para captar la atención y generar disfrute en anécdotas que podrían ser, tan solo, informadas. Pero la información caduca en el mismo momento en que se consume; una buena historia, perdura.
En estos tiempos de velocidades anabolizadas no conseguimos captar la atención por más de 15 segundos. La mayoría de quienes entren por primera vez a leer estas páginas, habrá abandonado antes de finalizar el primer párrafo de este texto y, en parte, es mi culpa por no modificar mi forma de narrar. Yo mismo me he encontrado en una crisis de atención al no poder concentrarme en nada en particular por tener que atender mil cosas a la vez. Así es que volví de a poco a viejos rituales como escuchar música sin hacer otra cosa, o mirar una película de corrido, o realizar todas las actividades que requieran de mi atención sin un dispositivo de comunicación a mi alcance. Obviamente, el tiempo no alcanza y, con suerte, una vez por semana debo elegir cuál de todas esas cosas hacer.
Dicho esto, es normal y natural que los gobernantes se hayan adaptado a las tecnologías de comunicación imperantes como lo han hecho casi todos a lo largo de la historia de la modernidad. Desde que Marcelo de Alvear permitió que se transmitiera su asunción y por primera vez se escuchara la voz de un Presidente por radio –pioneros a nivel mundial– cada nuevo salto tecnológico dejó dos opciones a los funcionarios: entenderlo o padecerlo. Pero, repito, una cosa es narrar y otra construir una narrativa.
Una narrativa se sostiene sola a tal punto que puede perdurar sin que se sepa, siquiera, quién la inició. Las religiones son el mayor ejemplo de la narrativa. ¿Alguien sabe a ciencia cierta si cada texto sagrado de cualquier religión fue escrito por quien dicen que lo escribió? Todas se sostienen en hechos que, si realmente ocurrieron, fueron decorados para atraer y captar la atención a una forma distinta de vivir la vida. O de sobrellevarla. Gracias a una buena narrativa es que, aún en pleno siglo XXI, utilizamos la figura de Judas Iscariote como sinónimo de traición. A modo informativo, podría quedar en que entregó a Jesús por 30 denarios. Si se tratara de un storytelling, alguno podría cerrar con una moraleja distinta y encontrarnos con que, si no hubiera existido un Judas, no tendríamos un Cristo.
A riesgo de ser puteado, creo que política y narrativa no van de la mano, por más que quieran soldarlas. Las ideas políticas tienen una base identificable, un contenido específico, una teoría y una práctica. Cuando se habla de generalidades, no es una idea sino un punto de apoyo para permitir que una idea de verdad no resulte soporífera. Por eso es que garpa tanto hoy hablar de las ideas de la Libertad. ¿Cuáles serían? Las que defiende quien se suma al espacio.
Esta semana tuvimos una Cadena Nacional con motivo del primer aniversario de la asunción de Javier Milei como Presidente de la Nación. Y a riesgo de ser apático, digo que me pareció bien que lo hiciera. Es una costumbre que se perdió con los años, pero Carlos Menem era de brindar un mensaje grabado para las fiestas donde hacía un balance del año finalizado. Raúl Alfonsín también lo hizo en ocasiones, en el resto se vio opacado por algún que otro levantamiento militar, otra tradición de la época.
El informe del Estado de la Nación se presenta ante el Congreso cuando comienza el año. Estamos todos en otra, con la ciudad hecha un infierno, las blancas palomitas que regresan a clases y en el punto más lejano antes de las próximas vacaciones. Para hablar directamente con el pueblo, mejor hacerlo antes de las fiestas.
Después podemos hablar horas sobre la veracidad de las cifras, sobre por qué me siento un fracasado al escuchar el monto del salario promedio o cómo le explico a mi vieja que su jubilación voló en dólares. También podemos hablar sobre todas las conjeturas que pueden hacerse para las propuestas anunciadas para el año por venir.
También podemos ser densos y recordar que ya hubo una cadena nacional en la que un presidente habló, literalmente, de los beneficios de la desregulación de la economía con “el objetivo de romper la telaraña del Estado prebendario, asfixiante y arbitrario que trabó la vida productiva nacional con un conjunto de innecesarias regulaciones”. Fue Carlos Menem. La cita es textual y también me parece correcta su reutilización, dado que el Presidente reivindica la figura del caudillo peronista riojano. Nadie puede decir que hace trampa en eso: lo cree, lo dice.
Podría marcar mis bemoles en esa cuestión que se coló por fuera de los datos a metralleta y los anuncios: el partidismo en una Cadena. Es casi imposible despegar la cuestión partidista en un anuncio oficial y no existe ninguna ley que lo prohíba, así que no entra en el ámbito de “está bien/está mal”. Solo llamó mi atención el último tramo de cuatro minutos que siguieron al anuncio de la enorme deuda de gratitud que ahora tenemos con la hermana del Presidente. En ese tranco final de su discurso, Milei se centró en las elecciones venideras, en que su espacio es el futuro y la prosperidad y en las medidas que adoptarán, destacando que el Gobierno no expandirá su política monetaria a pesar de ser un año electoral. Para cerrar, hizo un llamado a la conciencia de doble vía: a la ciudadanía que votará el año entrante y a “los políticos” en general.
El Presidente y sus funcionarios sostienen ante quien pregunte que se llevaron a cabo todas las reformas del último año con tan sólo el 10% de Diputados y el 15% de Senadores, y que deberíamos imaginar todo lo que podrían conseguir con un Congreso que acompañe. Dicho esto en una entrevista, bueno, pasa de largo. Por cuestiones de matemática legislativa básica, no habrían podido jamás sacar ninguna ley sin el apoyo de los otros legisladores que dieron el número requerido para la aprobación. A ellos, en vez de agradecerles, los ninguneó y ni siquiera los separó de todos “los políticos”, grupo del que habló en tercera persona. A ese grupo generalizado del que cualquiera puede formar parte, aseguró que “pueden sumarse al tren del progreso o pueden ser arrollados por él”. Y que las fuerzas del cielo nos acompañen.
Decía que prefiero este tipo de mensajes del Presidente porque tiendo a creer que es un modo más satisfactorio y pausado de transmisión. Pero en la era de la inmediatez, donde 36 minutos puede ser un montón y nada a la vez, el empuje de un mensaje se va tan rápido como vino. Para que no ocurra el efecto no deseado de no acaparar la centralidad en un país históricamente hiperpresidencialista, el oficialismo se da a la generación de anuncios constantemente, cada día, todos los días.
Durante los años de Cristina Kirchner como Presidenta, el ruido ambiente era tal que no había forma de olvidarnos por un segundo de quién estaba en el Poder. Si el tren tenía la buena voluntad de llegar en una pieza a la terminal, lidiábamos con las demoras, los servicios a destiempo y la insoportable costumbre del piquete perpetuo, a toda hora, por cualquier tema. Si de pedo conseguíamos llegar a casa con algo de tiempo para despejar la cabeza, aparecía ella en nuestras pantallas para contarnos las bondades del Modelo de Redistribución y Reindustrialización con Base en Matriz Diversificada mientras inauguraba el emparejamiento del terreno del futuro hospital de niños de Ciudad Evita que, de todos modos, inauguraría otras cuatro veces.
Alberto Fernández aprovechó la coyuntura internacional para que no tuviéramos una sola forma de olvidarnos de quiénes estaban en el Gobierno. Ni un minuto despierto sin saberlo, a toda hora, en cualquier rincón de casa. Y eso si es que tuvimos la suerte de no caer en algún retén policial, que todavía hay demasiadas familias a las que les deben una explicación. Una explicación penal, preferentemente. Durante esos años fue tan grande el ruido, la desesperación económica y el dolor de los que perdieron gente y ni pudieron despedirse, que nos costaba un horror hablar de la carencia total de instituciones.
Se nos hizo carne todo lo que sabíamos que ya andaba mal, solo que no podíamos hablar de otra cosa: sistema de salud reventado, sistema carcelario colapsado y vetusto, sistema educativo totalmente precarizado y desactualizado y un Gobierno totalmente carente de la más mínima empatía.
A toda esa contaminación sonora se sumó un alumno principiante de batería al lado de la cama a la hora de dormir. Creo que dije “ojo con Massa” tantas veces como notas publiqué durante esos años, pero ahí lo tenía, jugando primero al economista, luego al Presidente que nos solucionaría el problema que generó. El ruido fue extremo, insoportable antes, durante y después de la campaña. Y más tarde comenzó a bajar el volumen de a poco. Ese ruido, al menos.
Pienso en una noche con una obra pública en la calzada. Cuando uno escucha que los muchachos se van y comienza a agradecer, recién ahí nota que hay un vecino que aprovechó que los viejos se fueron para invitar a toda la segunda bandeja de la popular. No hay forma de no escuchar sus conversaciones. Descubrir que había gente despierta no es la sorpresa, lo sorprendente es que no quisieran lo mismo que uno: silencio.
Independientemente de las medidas a aplicar, el storytelling del gobierno no es moderno: la centralidad del presidencialismo se basa en las personas de acción. La única forma de demostrar acción es no repetir la acción. Así, todos los días se anuncia algo nuevo. Y si no hay nada de vital importancia, se anuncia algo que al menos genere polémica. Centralidad, base primordial de la gobernabilidad.
La “Alarma Todo Está Bien” fue un invento de Homero Simpson que generaba un ruido molesto permanente mientras nada pasara. El mecanismo de funcionamiento de alerta ocurría cuando la alarma no emitía sonido. Poco efectivo, bien molesto, pero Homero es un tipo común. La comicidad del gag radica en el ridículo de una realidad. Es como cuando hacemos un comentario en joda sobre el niño de 5 años, que cuando dejamos de escucharlo es cuando pensamos lo peor para nuestro patrimonio neto. A esta altura, el gobierno construyó un storytelling que, aunque quisiera, no puede abandonar: si dejaran de anunciar cosas o el presidente desapareciera por dos días, pensaríamos en alguna calamidad.
Se apagó eso que nos aturdía y, si apareciera el silencio –o nos aislamos por un rato– nos encontraríamos con un montón de cosas que a cualquiera podría asustar. ¿Y qué esperábamos? Este es mi país, amigo, pase y vea. Acá dice «se quejan y no se puede hacer todo en un año». Y acá dice que ya batimos todos los records de velocidad de recuperación económica. Para mí –para mí, eh– hay diez millones de paradas entre ambos extremos, pero no sabe lo fácil que se repiten las dos frases.
¿Recuerda eso de las Instituciones? Es el tema del momento, sin importar en qué siglo lea esto. Desde que se popularizó el libro “Por qué fracasan los países”, sus autores Daron Acemoglu y James Robinson no pararon de recibir premios. Sin embargo, la afirmación de que los países que alcanzan el desarrollo económico sostenido en el tiempo son los que tienen instituciones fuertes, chocan de frente ante Singapur, un tigre asiático con un PBI per cápita que es el sueño húmedo de cualquier político y la fortaleza institucional de una administración de consorcio.
Acá, en las Provincias Unidas, no tenemos por qué darnos ese debate si comprendiéramos, alguna vez, que la Constitución Nacional no es un listado de sugerencias, que tenemos un orden basado en instituciones y que las mismas no están para aplicarlas si no tenemos nada para ver en la tele y se nos cayó internet.
Ahora que se acabó el quilombo es que leemos que el Procurador General de la Nación dictaminó que el artículo 132 de la Constitución de Formosa es incompatible con la Constitución Nacional. El procurador es interino y la reforma formoseña data de 2003. Pasaron casi 22 años, los mismos que demoró Carlos Maqueda en la Corte Suprema de Justicia para advertir que la democracia “tiene nubarrones”.
Desde que Formosa entró en la reelección hasta que la Parca lo decida, tuvimos de Procuradores a Nicolás Becerra, Esteban Righi y Alejandra Gils Carbó, más tres interinatos, incluyendo el récord total que posee Eduardo Casal hoy. La pregunta es simple: si Casal es bueno en lo que hace ¿por qué no confirmarlo en su cargo? Si no lo es ¿por qué no se nombra a otro? Porque no es prioridad.
Desde que Formosa adoptó su reelección perpetua, pasaron por la Corte Suprema Julio Nazareno, Eduardo Moliné O’Connor, Carlos Fayt, Antonio Boggiano, Guillermo López, Adolfo Vázquez, Enrique Petracchi, Carmen Argibay, Helena Highton, Eugenio Zaffaroni, Ricardo Lorenzetti, Carlos Rosenkrantz, Horacio Rossati y el mentado Maqueda. Catorce jueces, once que ya no están y en Formosa aún gobierna Insfrán.
La pregunta de por qué la Corte no ha abrogado este tema con anterioridad obedece a miles de factores, pero hoy nos encontramos con otra encrucijada: quiénes están en la Corte, quiénes vendrán y cómo lo harán. Y eso es institucional. ¿Por qué no lo resolvió el Congreso con anterioridad? Porque la prioridad del Poder político de turno estuvo centrada en colonizar la Corte o disminuir su contrapeso institucional. Y mejor no hablar de quienes deberían abocarse a la designación de los cargos vacantes en la Corte y en los 278 cargos judiciales vacantes en todo el país: es el bonito Senado de la Nación, un lugar en el que lo máximo de nuestra política vernácula juega a la autodestrucción con un nivel de exposición pública y manoseo institucional digno de la historia de nuestro país. Y una comprensión del reglamento increíble. Lo más increíble de todo, es que no hay algo que pueda sobresalir como lo más insólito de lo ocurrido esta semana. Incluso al final, cuando el propio Presidente sale a dar una clase de republicanismo constitucionalista para pegarle a la Vicepresidente en base a la supuesta ilegitimidad de una sesión para echar a Kueider. Principio de revelación al cubo. A veces creo que, de tanto querer imitar a Menem, pretendan meter a la hermana de Senadora, rajar a la vice y tener la administración a cargo de Milei Hermanos. Si no, no lo entiendo. Tan noventas que viene con riñonera.
El mayor problema de marcar que las instituciones no funcionan es la solución instintiva: que no existan o cambiemos su regla de juego. Y en realidad sólo necesitan que alguien las ponga en funcionamiento y se caliente en fortalecerlas. Al menos para probar qué onda, a ver qué pasa. Porque mientas eso no ocurra, siempre será mucho más fácil pedir que se cambie la Constitución y listo. Y si yo le digo que la última vez que lo hicimos tuvimos de constituyentes a Palito y Evangelina, como que hasta nos olvidamos que también estaban Rico, Cristina, Carrió y Néstor.
Quizá podríamos darnos el gran debate que a nadie le importa pero todos decimos que nos importa: cómo nos educamos. ¿Vieron el nivel de argumentación con el que lidiamos? ¿Cuántas veces escuchamos comparaciones históricas agarradas de los pelos, inchequeables o carentes de contexto? ¿Cuántas veces vimos a gente con altísimos estudios sostener que es verdad algo que a todas luces es una mentira? ¿Recuerda que en la cuarentena nos volvimos locos con el tema educativo al notar que era un desastre?
¿Cree que algo cambió? Sí: dejamos de hablar de la calidad educativa, de los resultados y del conocimiento general de un país en el que la participación democrática es obligatoria aunque prácticamente nadie pueda responder cuáles son las diferencias entre un diputado y un senador, un país en el que ni usted ni yo sabemos los nombres de la totalidad de diputados de nuestro distrito.
Gran ausente del último discurso presidencial, como así también de cualquier charla de café, ni siquiera sé si conviene dar el debate educativo en una sociedad que siempre cree que el adoctrinador es el otro y que los chicos son idiotas.
Por lo pronto, hay que aprender a aburrirse. Y desearlo, que eso de vivir en un país entretenido resta esperanza de vida.
P.D: Siempre va con onda. Quiero que nos vaya bien, que no sobrevivo a otra crisis terminal económica, política y social.
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(Sí, se leen y se contestan since 2008)
Un comentario
Buenísimo, aunque me permito una disgresión. Pensadores como Confucio y Diógenes seguro que no escribieron sus grandes obras en medio del tedio, sino de la iluminación. A diferencia del Castellano, en Inglés la palabra soledad tiene dos versiones: Loneliness (la soledad amarga) y Solitude (la soledad iluminada del creativo)