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Efectos secundarios

Efectos Secundarios

Recuerdo cuando uno de mis compañeros eligió el cambio de colegio con tan solo pasar a segundo año. Bulleado por todo el arco estudiantil, buscó un restart y un nuevo comienzo. Un lunes, antes de entrar a clases, me recibe un cotilleo de gritos y risas gangosas que sólo pueden provenir de un lugar: un grupo de adolescentes. Al acercarme escucho que uno de mis compañeros relata que, el sábado, en un asalto se encontró con un amigo de otro colegio y éste le comentó que tenían a un chico nuevo, un tipo jodido, de mal caracter, bravucón que había sido expulsado de su escuela anterior. Bastaron dos segundos más para que mi compañero comenzara a morir de risa: era el mismo pibe que “huyó” de nuestro establecimiento harto de ser el centro de todas las jodas. Su nuevo comienzo duró poco, dado que mi compañero le contó todos los pormenores a su amigo. Risas generalizadas. Yo, pasmado. O sea: ni cambiando de planeta lograría un nuevo comienzo.

Sin embargo, mi problema se resolvió con el paso de los años. No aprendí karate, ni técnicas de defensa personal. Simplemente rajaron al que me atacaba. Y que también era mi amigo. O eso creía. No sé cómo explicarlo en palabras de adulto, pero éste chico, el que me maltrataba a mí, era una persona cuando estábamos solos y otra, muy distinta, cuando se juntaba en manada.

Hace tan sólo unos años, un amigo de la adolescencia organizó un asado con varios excompañeros. Como sucede cuando uno entra a un colegio recién para la educación secundaria, es normal que los “nacidos y criados” en la institución conserven amistades de tiempos no compartidos conmigo, o que hayan llevado una buena relación con personas que todavía me dan miedo. No asistí. Aunque me moría de ganas, también me carcomía el miedo. Sí, ya había cruzado la barrera de los 30 años, y con leer algunos nombres comenzaba a temblar. Lo más loco es que éste chico se había convertido en un trabajador de oficinas normal, nada para temer. El tiempo nos cambia a todos, pero los traumas son más fuertes.

Reconocerme como alguien que ha sufrido la escuela en buena parte de su desarrollo –y por buena parte me refiero a esa franja comprendida entre los 6 y los 15 años– quedó resuelto en el diván. Para algo le pagué el viaje a Disney todos los años a mi terapeuta. Yo hice varios «restarts» en mi vida, pero el más importante me llevó casi una década y veinte tropiezos de esos en los que se aterriza con el tabique nasal. Ahí me leo y soy una persona distinta a la que soy hoy. Pero si lo comparo con el que era a los 14 o 15, es imposible asegurar que todos compartimos el mismo número de documento.

Por cuestiones técnicas, se perdieron algunas cosas en el último traspaso de servidores de este sitio. Cuando me retiré de Perfil, esta página se vino conmigo, junto con las pertenencias de mi escritorio (revistas con notas mías, un poster de I Want to Believe y un cuadro con mi foto favorita de Cabezas: Sábato de plasha. No noté el faltante hasta que me pregunté cómo es que tenía menos notas que un año antes.

Por suerte: se pueden rescatar de mi dominio original, en lo que quedó de Blogger. Por desgracia: fui a leer esos artículos. No quiero juzgar al autor de dichos textos, que bastante tenía con su vida de mierda de aquel momento y las situaciones extremadamente traumatizantes que atravesaba. Pero ese chico de 26 años de 2008, más que apelar al humor corrosivo, por momentos emanaba ácido muriático. Tiene sus momentos con cosas que todavía me hacen reír, pero se nota a la legua que el contexto político reinante le venía como anillo al dedo para canalizar su enojo potenciado por la situación privada.

Nunca sabemos a dónde puede llegar lo que hacemos hoy. Es un efecto mariposa individualista en el que no tenemos la más pálida idea de que, quizá, desatamos un caos a futuro, como el día que probamos el primer cigarrillo o cuando decidimos faltar a la última clase antes del final de Contratos.

Hay cosas maravillosas, como cuando intentamos recordar cómo es que esas personas que cambiaron nuestras vidas se cruzaron en nuestros caminos. O en mi caso, puntualmente, cuando me cruzo en algún archivo con un pendejo que postea desde el anonimato en una plantilla de Blogger. Ese no es consciente de que, cuando se quiera dar cuenta, editará un portal nacional sin tener un puto título ni antecedentes en la materia. Y que todo lo que hizo antes, con enojos, berrinches, humoradas y certezas, lo acompañarán a donde vaya.

A finales de la década de 2000 todavía nos movíamos analógicamente dentro de lo digital. Recurríamos a computadoras, no existía la invasión al tiempo personal y todo servía de excusa para conocernos y vernos en persona. Es una descripción, no es nada nostálgico.

Con la irrupción de Twitter trasladamos nuestra oratoria a la plaza central del pueblo. Y nosotros, boludos grandes que jugábamos con un chiche nuevo, no podíamos ni por lejos imaginar el efecto del aleteo de esas mariposas. Entre tantos millones de sucesos positivos y negativos, uno fue la consecuencia directa de no darnos cuenta de que nos miraban. Piensen en una criatura de 11 o 12 años que leía esas cosas. Hoy ronda los 30 y creció con el caos económico, político y social. Por si fuera poco, se comió dos años encerrado y vio con total normalidad que la bardeada es el lenguaje correcto, el Way of Life aspiracional.

Ahora pienso en alguien que comienza a ingresar en la vida adulta. Una persona que en 2008 estaba entre los pañales y jugaba con plastilina en Sala Amarilla, alguien que no tuvo ni fiesta ni viaje de egresados, pero a cambio le dimos la posibilidad de permanecer encerrado entre redes sociales, fábricas digitales de ludópatas, agresividad constante, límites difusos entre qué es público y qué no. Un mundo en el que el reconocimiento biométrico, la sobreabundancia de datos particulares en cualquier lado, estudios de filmación y fotografía en cada bolsillo, en el que el concepto de esfera privada en la vía pública es tan extraño como un monotributista con licencia médica.

Los términos de percepción del paso del tiempo también son variables. Con el paso de los años y los archivos de memoria que se van acumulando en el disco rígido que llamamos cerebro, un año se hace cada vez más corto, las décadas creemos recordarlas en un suspiro y no registramos que estamos más cerca del 2050 que de 1999. Quizá la percepción cambia si tan solo pensamos en nuestra conectividad de aquellos años y la actual, o si alguien intenta prenderse un cigarrillo en ese mismo bar en el que, ayer, no más, no conseguía ver la barra entre la nube de humo. Comentar que uno se hizo mayor de edad a los 21 y no a los 18, o que para hacer un trabajo práctico debía tomarme dos bondis hasta la biblioteca, me coloca, de forma automática, en el geriátrico. ¿Ahora sí se dimensiona qué tan rápido nos pasa?

Pero pensemos en otra cosa. Pensemos cuánto duraba un verano cuando teníamos 15 años. Cuánto duraban las dos semanas de vacaciones de invierno a los 10 años. En ambos casos, la respuesta es la misma: una eternidad. ¿Tres meses sin clases? Un siglo. Volvíamos al aula y estábamos más grandes, veíamos a los compañeros como recién llegados de alguna guerra lejana y demás. Si hoy consigo un turno con el urólogo para dentro de seis meses, lo reservo igual.

Una vez le comenté a un muchacho que, a pesar de que parezca lento, los cambios sociales se dieron más rápido de lo esperado en términos de historia de la civilización. Como ejemplo, le dije que en 1998 el titular de la Iglesia Argentina proponía enviar a todos los homosexuales a una isla y hoy llevan 15 años con la posibilidad de casarse. Para el pibe fue demasiado tiempo. Y sí, era más que su vida. Todo es cuestión de percepción.

Así es que siento que fue ayer cuando comenzó la oleada de cancelaciones, cuando ya han pasado 7 años. ¿Para nosotros es poco tiempo? Para un pibe de 20, comenzó cuando todavía no tenía pelos en las piernas. Luego vino la contraofensiva de generación de cristal y toda la bola que ya conocemos. Y nos quedamos ahí. Le decimos millennials a pibes que vivieron una adolescencia de la que ninguno –absolutamente ninguno– de los adultos puede comprender, no tenemos idea cómo generalizar, pero los encasillamos igual.

Pero cuando detecto que alguien que putea en catorce idiomas o que celebra la desgracia ajena puede ser un péndex, lo veo y me pregunto con qué cara puedo enojarme, putearlo o explicarle algo. ¿Explicarle qué cosa si yo hice lo mismo, por distintos motivos, con distintos fines, pero con prácticamente el mismo método? Porque decimos que el método nos molesta para no reconocer que, si le toca a otro, celebramos.

Me hubiera encantado tener redes sociales cuando era adolescente. ¿A quién quiero engañar con falsas nostalgias? De todos los avances tecnológicos, habría dado cualquier cosa por un foro privado y anónimo en la adolescencia. Quizá habría sido menos solitario o no habría aceptado la etiqueta de friki de forma tan sumisa. Pero el MSN me llegó recién a los 20.

No me puedo enojar con nadie que haga en redes lo que yo hice. Es mi culpa, también, por haber predicado con el ejemplo. En algún momento dejé de hacerlo, que no quiere decir que me haya tranquilizado. En un punto de mi vida mis problemas comenzaron a ser otros y agitarla en redes sociales, lejos de tranquilizarme, me disparaba la adrenalina. Comencé a practicar algo muy sencillo antes de tuitear: preguntarme si era capaz de decir ese pensamiento de manera presencial. Con el tiempo no hizo más falta preguntármelo. Pasado aún más tiempo, casi no tuiteo de nada, que no hay forma de participar de la conversación pública sin recibir alguna puteada. No es una queja, es una regla lógica.

Antes, la señora que vive en Bajo Flores podía putearme por lo que dije en voz alta, que yo ni me enteraba. Ahora me busca y me lo dice. Y a mí no me gusta ser insultado, por más razón que tenga el emisor. Hace un tiempo pensé que todo ese combo era un acto de autocensura, una forma de no ser sometido al escarnio público. Hoy creo que es una forma más simple de no exponerme a la puteada gratuita, que ninguno de mis tuits cambiarán el mundo como para que merezcan ser censurados por nadie, menos por mí.
Ojalá me hubieran explicado de chico que la mayoría de las frustraciones humanas provienen de repetir inconscientemente los patrones negativos de los adultos que nos criaron bajo la estúpida ilusión de que a nosotros sí nos saldrá bien. Bueno, de hecho estaba en el programa de Psicología en Quinto Año, pero yo me rateaba de clase.

Ojalá se lo hubieran explicado a mis padres. Y a los suyos. Más arriba no puedo ir porque Freud y Jung recién comenzaban a discutir estos temas mientras mi bisabuelo marchaba a la Batalla de Arditti con su 54º Batallón de los Alpini. Ni se enteró que no solucionaría nada de su vida si repetía los patrones de sus padres.

Me pregunto si en algún momento se cortará este círculo. Me lo pregunto mientras sufro por haberme hecho el langa justiciero sin darme cuenta de que algunas de mis luchas no son mías, sino heredadas. Todavía me cuesta entender el límite entre el humor y la agresión, entre la gastada y la intimidación. No me gustó notar que, probablemente, haya habido alguno que otro que pudiera sentirse sometido a una situación de agresión no provocada, no justificada. No me gustó sentir que alguien pudiera verme como algo que a mí todavía me hace temblar.

Me pregunto si podré no transmitirle mis pecados a mis hijos. Me pregunto si podrán ser realmente libres, de esos que no tienen que ir por la vida con un bate en la mano para convencer a nadie de lo que no quiere ser convencido porque vieron a sus padres hacer lo mismo. O porque les contaron cómo el mundo les debe algo que dicen merecer. Me lo pregunto mientras veo que aún discutimos por cosas que eran de nuestros abuelos, o de nuestros padres. Nadie se ha calentado en discutir de nuestro futuro y aquí estamos, con la mayor proporción de adultos en situación de alquiler de la historia de la clase media argentina. Y si ese es el presente, ya se imaginarán por qué la cuestión jubilatoria no prende: todos sabemos que no podremos vivir de nuestra jubilación sin otro ingreso o renta.

Podríamos discutir qué hacemos con eso, qué idea se nos ocurre, qué maravilloso texto aún no hallado tenemos para citar como ejemplo teórico. Pero no: la discusión pasa por si está bien o no que una nena pruebe las mieles del gas pimienta. La discusión cotidiana va por el camino de la subjetividad del dedito aleccionador de qué haríamos nosotros en el lugar del otro, de la pollera corta y del “el que anda bien, no tiene problemas”.

A esta sociedad cansada, agotada, dividida y sin proyectos, le tiran con más discusiones, más broncas y más agresiones. Que yo no tenga ni un punto en común con mi vecino no implica que yo quiera verlo destruído, aniquilado, muerto ni humillado. Ni siquiera me interesa que él desee eso de mí. Sin embargo, ahí estamos y nos movemos en el mundo de la revancha.

No me gusta lo que veo, pero tampoco puedo hacerme el sorprendido, si hace tiempo que el mundo se ha convertido en un lugar en el que nadie quiere ser feliz, sino tener razón. Y diría que mi sensación es de sorpresa constante, cuando ya estoy en el nivel del susto. Porque al hastío de la quemada de bocho constante durante añares no se le puede contestar con lo mismo, pero desde otro palo. Si me harta el ruido del caño de escape perforado, no quiero que me pongan otro o veinte más. Cortame el ruido, man.

Hace muchos años, en un lugar que no recuerdo pero que, probablemente, fuera un taller mecánico, acompañaba a mi padre. Él, sin percibir que yo me hundía en las arenas movedizas del aburrimiento, estaba abocado al fino arte impresionista de la queja constante de la realidad junto a otras tres personas. En un momento, el más viejo de todos tiró “lo que pasa es que ustedes nunca fueron a la guerra, por eso se quejan”.

No digo que merezcamos una, que la realidad ya ha dictado que las guerras no son cuestión de merecimiento. Si así fuera, la Argentina figuraría en el largo listado de naciones que alguna vez existieron. Pero sí me gustaría que todos conozcamos la realidad de un verdadero conflicto, de una guerra de verdad, donde las batallas culturales se dirimen con la muerte, donde la religión pesa más que el derecho a la vida, donde un montón de señores con traumas infantiles irresueltos puede encontrar el argumento para justificar por qué son superiores a los demás y por qué tienen que eliminarlos, sin darse cuenta que la superioridad desaparece sin alguien inferior.

Me encantaría que todo acto de bronca pueda explotar cuando es necesario, que la bronca constante es como una revolución permanente: se diluye en el tiempo, nadie le da bola y sólo queda doblar la apuesta para recordarle al mundo que todavía existe ese acto revolucionario que, por definición, no puede ser permanente. Y me encantaría que, ante un acto inexplicable, no haya un coro de idiotas útiles tratando de explicar qué quisieron decir, qué quisieron hacer o cuáles son las nuevas formas a las que tenemos que hacer el esfuerzo por comprender. Va para los de siempre: una mancha en el cielorraso puede ser una obra de arte abstracto sólo si está en el museo, no me digan que es una forma de expresión que no comprendo y ustedes sí porque son superiores. Digo, para que después no lloremos cuando nos putean.

En fin, tampoco quiero que esto quede como un manifiesto a favor de la Paz Mundial en un concurso de belleza. Después de todo, es solo una lista de deseos. Como nuestra Constitución.

Y todavía falta la obra del domingo por la noche.

P.D: Creo que hay un libro de otro tipo parecido a mí que habla sobre el odio y esas cosas.

P.D. II: También hay otro que sí se me acerca bastante que sacó un libro sobre delirios psiquiátricos. No, no es de política.

Nicolás Lucca

 

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