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Recuerdo que las visitas a familiares me resultaban una experiencia de viaje. Es increíble cuántos mundos habitan en la distancia existente entre un barrio del Fonavi en Lugano y una apacible casa sobre un taller en Villa Bosch. Otro mundo, otras realidades, otra arquitectura, las avenidas repletas de carteles gigantes perpendiculares a la vereda y casi todas las calles con doble sentido de circulación. No viajaba a otro país y así lo sentía porque, cuando uno es niño, su universo es el que lo rodea.
Incluso me sentía extraño en cuestiones mínimas. La vivienda que habitaba era igual a otras 9 en mi bloque, 29 en mi torre, 419 en un barrio triangular con 1.618 unidades. Sin embargo, entrar al departamento de un compañero de juegos era lo más similar al multiverso. La vivienda era igual, la distribución de los ambientes, la cocina comedor, el balcón, la ubicación de las ventanas. Pero quizá tenía cerámicas en lugar de alfombra. El juego de living era distinto, el tamaño de la tele también. Las paredes pintadas de otro color, o con esos empapelados floridos color pastel tan noventosos que duelen casi tanto como el estéreo del auto en una valija desmontable.
Aprender que había otras familias distintas a las mías, con padres que tenían empleos muy diferentes a los de mis viejos, generaba una influencia un tanto extraña. Creo que de muy chico llegué a tener alguna pesadilla en la que vivía en una casa ajena, igual a la mía pero diferente, donde a la hora de la cena –noche afuera, miedo infantil– la comida era distinta. Y eso era una pesadilla. El horror de lo que no me pertenece, el pánico a lo extraño que no es igual a mí, pero se me parece y habita mi mismo espacio.
Obviamente, la gente crece. Bueno, algunos lo hacen. Cada individuo madura en aspectos distintos a otros. Para graficarlo, a mis 18 ya tenía noción de lo que significaba una responsabilidad laboral. Sin embargo, todavía soy un discapacitado emocional.
La existencia de esos otros en un edificio no siempre puede pasar desapercibida por fuera del cruce en un ascensor. Basta con presenciar una reunión de consorcio para notar que hay sujetos que para otros –o nosotros mismos– son indeseables. Alcanza y sobra con el flaco que vive en una previa y tiene a 75 homo sapiens en su departamento con la puerta abierta, la música al palo y a las 3 de la madrugada de un martes.
Sin embargo, todo el teatro de un consorcio o un viaje dominical a la casa de la madrina pueden confirmar una cosa en común: cada persona es distinta, incluso ese que se parece tanto a mí. Para garantizar esa convivencia es que, hace como cuatro siglos, una serie de pensadores comenzaron a sentar las bases de lo que terminaría siendo un Estado Liberal. Más o menos partían todos de la misma base: que el individuo era un ser en sí mismo y, por tanto, tenía derechos básicos aunque no supiera de su existencia. Y que cualquier modelo de organización que se pretendiera alcanzar debía garantizar el pleno ejercicio de esos derechos y, al mismo tiempo, poner ciertas reglas de convivencia para que el ejercicio de esos derechos no se superpusieran con los mismos ejercicios de otras personas.
Algunos estados nacientes consideraron a la religión como un obstáculo para la garantía de esos derechos. De ahí que la mayoría de los Estados modernos hayan adoptado alguna forma de separación con la Iglesia. Han llegado a casos extremos en la Revolución Francesa, mientras que el resto ha adoptado otros modelos con mayor moderación, pero con libertad de culto.
La nueva normalidad de aquellos años no tenía punto de comparación para reflejarse. Se quería algo nuevo, algo radicalmente nuevo. No existía nada en el pasado para tomar como ejemplo porque la humanidad se había movido de forma permanente en un sistema en el que el jefe supremo era bien detectable y mejor fuera que tuvieras suerte de haber nacido bajo el reinado de un tipo copado. Sin embargo, apareció la paradoja: tanto despegarse de la Iglesia, pero nadie conocía otros valores. Se cuestionaba al clero, pero la cultura, aunque no religiosa, cumplía los mismos parámetros represivos: lo moralmente aceptable, las sanas costumbres y una escala de valores bien cristiana plasmada en leyes.
Y ya que hablamos de paradojas, es prácticamente un imposible ser un conservador de toda la vida humana. El revolucionario de hoy será el conservador de mañana, ya que la revolución eterna, por definición, no existe. Nada puede ser nuevo dos veces, nada puede ser novedoso para siempre y nada que tengamos hoy en nuestra vida cotidiana estuvo allí siempre.
O sea: lo que hoy puede resultar conservador en algún momento fue totalmente nuevo.
Cuando escucho o leo a alguien sobre la necesidad de volver a determinados valores como vida, libertad y propiedad privada, puedo llegar a emocionarme. Cuando escucho o leo a alguien pararse en ese tridente y sumarle Dios, Patria y Familia, comienzo a sospechar que hay alguna confusión adrede. No porque no puedan existir quienes sostengan todas esas cualidades de una sociedad, sino porque, por definición, todas juntas son contradictorias. Dejan de serlo si quito a una de ellas: libertad. Libertad de elegir o no a un Dios, libertad de formar o no una familia como quiera y con quien quiera.
Se ha dicho esto tantas veces que ya lo hemos olvidado: el conservadurismo reflejado en Roca olvida que Roca fue la revolución hecha presidente. Nunca jamás en la Argentina existió un Jefe de Estado que se anime a lo que hizo Don Julio: echar del país a la máxima autoridad de la Iglesia Católica, romper relaciones con el Vaticano y dejar a la Iglesia Argentina sin autoridad eclesiástica durante más de una década. Y todo porque a los obispos se les dio por cuestionar una ley emanada del Congreso.
De hecho, la oposición más hinchatarlipes que tuvo Roca en su primer mandato fue la encabezada por José Manuel de Estrada, quien conformó una agrupación católica para enfrentar “la hegemonía liberal anticlerical” del gobierno. ¿Qué fue tan grave? Nada, una boludez: quitar a la religión de las escuelas públicas y dejar los contenidos educativos en manos del Estado.
Si a todo lo anterior le sumamos una política de obras públicas financiada con déficit fiscal que se cubría con deuda externa para pagarle los pasajes gratis a los extranjeros, además de regalar tierras y un sistema de salud, probablemente hoy tendríamos colgados de la Plaza de Mayo a don Roca, a Pellegrini y Luis Sáenz Peña. Quizá Juárez Celman se salve por eso de querer concentrar la suma del Poder Público en un unicato, pero con tanto despilfarro de fondos públicos, habría que ver.
Uno fue criado con la experiencia del otro, de la existencia de los otros, de personas que son y no son como uno, de alienígenas que viven detrás de la medianera y que en la calle coexistimos de igual manera.
Hubo tiempos en los que los otros se mataban con bombas y fusilamientos. Yo no los viví, nací poco tiempo después. Apenas vi a un grupo de otros como extraños vestidos de verde con tanques que apuntaban a la Casa Rosada en el último levantamiento militar. Crecí, como muchos, con el otro como un misterio a develar, como deseo ansioso en caso de atracción o como el terror hecho carne en caso de miedo. Y ese otro desapareció porque lo hicimos mierda. Así como el loco de Así habló Zaratustra gritaba que Dios había muerto y todos éramos culpables, creo que todos hemos aniquilado el concepto del otro como algo distinto aceptable o temible, pero existente.
Como lidiar con el otro es muy estresante y puede conducir a enfrentamientos, nuestra sociedad ha dado paso a la igualdad, algo mucho más positivo y cómodo. Y aunque todos se hagan los sotas, la igualdad está presente en cualquier narrativa política y social moderna. Pero no hablo de la igualdad de la humanidad, sino de la igualdad entre pares. No buscamos a otros con miedo de no encontrar a quien nos caiga bien, sino que vamos, nuevas tecnologías mediante, detrás de ese que ya sabemos que es como nosotros.
Se nos perdió la incertidumbre de apostar por el otro, el miedo de no saber si nos van a desilusionar o no. El lado positivo es que ahorramos banda de tiempo. El lado negativo es que, de tanto simplificar las comunicaciones, no solo perdemos la noción de que hay otro, sino que el otro pasa ser muy otro por cuestiones tan pelotudas que, quizás, antes dejábamos pasar. Porque en el transcurso de conocer a otra persona, hacíamos un balance y todo eso positivo podía llegar a compensar lo negativo.
El drama de tanta horizontalidad es que, en la simplificación, también entra la exaltación de todo lo que se me asemeja. Ahí no figura el “bueno, pero querelo igual, que es buenazo”, sino un “si no te gusta, mejor”.
Hace poquito debo haber escuchado por catorcemillonésima vez –puede que el número sea una exageración– que las redes sociales se volvieron insufribles en los últimos tiempos. Podría coincidir, pero sé que no vamos a estar de acuerdo con el emisor en un punto: cuál es el inicio de esos “últimos tiempos”.
Estuvimos más tiempo de lo creíble con patoteadas de parte de una mujer que creía que cualquier cosa era un ataque contra su integridad como persona y no contra sus políticas y su manía por lavar guita en hoteles vacíos. Las redes ya estaban ahí, para sacudón de todos los que nos reíamos de ella. Había gente a la que no le causaba gracia otra cosa más que los que la miraban de afuera, los que no tenían candidatos que los representaran, los que formaban parte de la “clase mierda”, como gustaban calificarnos.
Tiraron tanto de la soga que en un momento dejaron de cuestionar si una frase estaba bien o mal para pasar a festejarla. Un día dijo “vamos por todo” a una semana de contar medio centenar de muertos en un tren que siguió de largo al llegar a la terminal. La aplaudieron con fervor. Y esto fue tan solo un ejemplo de algo que se repitió hasta el hartazgo. Y por hartazgo intento ser lo más literal posible. Usaron información privada para ver cómo destrozar a cualquiera que levantara un poquito la voz, condenaron al ostracismo a todo aquel militante de la primera hora que cometió la imprudencia de decir que no, que no estaba tan bueno un punto y coma en un discurso dicho por un funcionario de quinta línea en un acto bajo un tinglado en Villa Ojete.
Imaginen a un chico que está por ingresar en la adolescencia cuando todas estas cosas ocurrían; uno que usa la compu sin que los padres tengan demasiada noción de dónde entra o con quién interactúa. Ese chico que vio con total naturalidad ese comportamiento tan poco sociable puede que haya sentido pánico o no, pero bajo cualquier opción, lo habrá visto como una dinámica natural. Ese chico hoy tiene veintipico o puede estar pisando los 30.
La dinámica que hoy muchos ven como insufrible es la generalización del comportamiento. Los que la miraban desde la pertenencia al Poder por aquellos años, hoy no pueden creer que había un otro tan, pero tan distinto. ¿Y cómo no iba a existir si con cada barbaridad regaron sus raíces?
Desde que comenzó, este siglo se ha caracterizado por el reclamo permanente de lo que alguien, a quien no conocemos, nos debe. Una deuda de la democracia, una deuda de la política, una deuda de la sociedad occidental. ¿Saben que esos deudores no existen, que no son siquiera entes a los que se les pueda enviar un reclamo? Me llevó una vida comprenderlo, pero es así: realmente existen personas que lo tienen todo y ningún problema existencial que nos sirva de consuelo. Y no, la mayoría no nos debe nada ni sabe, siquiera, de nuestra existencia. ¿Y qué pasa con esas personas que sienten que el mundo les debe algo? Se resienten.
Pero nos acostumbramos al resarcimiento y, por acostumbrados, acostumbramos a quienes nos siguieron. Si quito idearios políticos de la ecuación, casi cualquier mensaje gira en torno a que nuestro fracaso se debe a la imposición de fuerzas contrarias a nuestro desarrollo personal. Como si todos fuéramos tan importantes. Lo que sí tengo muy claro, lamentablemente, es que a cada acción le sigue una reacción. Es otro tipo de merecimientos, pero cuando hablamos de movimientos en la sociedad, puede tratarse de un sismo, una trompada que no esperábamos, una nueva realidad que siempre estuvo pero que no percibíamos.
Ante la proximidad de la temporada electoral –faltan diez meses– comienzan a hacerse visibles las construcciones, los posicionamientos y los análisis sobre cómo debería jugar cada partido político. Yo soy de los que creen que el oficialismo, de continuar por esta senda, puede jugar solo, presentar ignotos en las listas de candidatos de cada provincia, y arrasar con el resultado. No hay discusión de valores que pueda permear en sectores de la sociedad que sienten paz en comparación a lo que vivió previamente. No hay discusión. Incluso el presidente puede decir delante de un periodista que su enojo con el periodismo es porque le pegan a pesar de la economía floreciente. Como si los blancos de sus ataques fueran los que lo critican por la economía y no por sus ataques. Para el entrevistador pasó un tren, imaginen lo que puede importarnos al resto.
Y si hoy desaparecieran las redes sociales o se produjera un apagón global, también arrasan y los partidos tradicionales deberán ver cómo salvan la ropa y rezar por poder recomenzar una reconstrucción de sus estructuras, si es que les queda alguien. A lo único que podrán apelar es a las nuevas trincheras que los medios trazarán el año entrante, donde habrá más cambios de equipos que en el Torneo Mate Cocido Chiqui Tapia.
Las discusiones institucionales, de fortaleza de los organismos de control, de mantenimiento de la rosca interpartidaria, queda para un grupo que puede ser mayoritario porque vamos siempre a los mismos lados, comentamos las mismas notas, debatimos las mismas cosas. Pero probemos con hacer una encuesta nacional de a cuánta gente le importa quién es el Procurador General de la Nación, cargo que ocupa un interino que lleva siete años sin nadie que lo reemplace de manera formal. O hagamos una encuesta sobre qué expectativas tiene la ciudadanía para el posible desempeño de Manuel García Mansilla.
Comparar las expectativas electorales con la tradición de las elecciones de medio término, o descreer de una victoria apabullante porque ni el PJ lo consiguió en su mejor momento, es haber olvidado qué pasó hace un año. No, no fue hace un siglo: hace un año. Hace exactamente un año, un tipo que vivía en el Abasto y que me cruzaba una vez por semana en mi laburo hasta un par de años antes, llegó a la Presidencia contra el Justicialismo en pleno. No existe un manual que todavía sirva. Analizar a Milei con la biblioteca existente es como conservar los libros de organización laboral previos al home office pandémico.
Si todo continúa de este modo ¿cuál podría ser el interés del oficialismo por integrarse con el PRO después de las legislativas? ¿Cuál es el espacio de votantes que disputará la UCR y el PJ si los kirchneristas los odian a los dos y el Gobierno ya tiene cubierto el tradicional cupo reservado para radicales y peronistas?
Incluso el eslogan de campaña se escribe solo: “Si con el Congreso en contra hizo todo esto, imaginate si lo acompañamos”. Sí, ya sé que no fue tan lineal la cuestión parlamentaria, pero vuelvo a los puntos anteriores: hagamos una encuesta real sobre qué grado de prioridad debería darle el Congreso a la modificación de la Ley 26.122. Pasó todo un año de debates legislativos para que se pudiera fijar con firmeza las reglas del juego y, al final, la vieja y tradicional rosca fue vencida por la hermana del presidente con un par de reuniones presenciales en las provincias. Vieja y tradicional rosca de donde menos lo esperaban.
Podemos preocuparnos mucho por la calidad institucional porque sabemos que una bonanza económica siempre termina en hegemonía política. (Para quien lee sin ser argentino: nuestro concepto de bonanza económica es cada vez menos exigente y hoy celebramos la toma de deuda para financiar subsidios mientras la calle está más seca que torta de aserrín y los precios aumentan en dólares). Y en la Argentina, cualquier hegemonía política siente, más temprano que tarde, una picazón tremenda por reformular las reglas de juego.
Pero una de esas reglas nunca cambiará porque así nos formaron y así se formateó otra generación más y la que le seguirá. Cuando escucho hablar de lealtad, organización, batalla cultural y emprebendarios, no me río. Cuando veo que los armadores de rosca son los más entrenados, que los empresarios cercanos son casi siempre los mismos con escasos recambios de nombres y que la metodología es la militancia, veo que todo sigue en su normalidad. Podrá gustarme o no, pero es la normalidad, nuestra normalidad. En todo caso, cuando un kirchnerista se queja de las formas, lo primero que pienso es “hay que ser cínico, hermano”. Es lo que siempre hicieron y ahora les toca en frente.
Peor la pasamos los que quedamos afuera de todo, los que vemos que nuestras amistades se reconfiguraron en sus pertenencias, los que hace demasiado tiempo quedamos en un limbo en el cual charlamos de economía con la derecha y de sociedad con la izquierda, y todo para que unos nos traten de zurdos y los otros de fachos. Y yo tan solo quiero estar tranquilo.
Una versión un poquito más joven que esta que escribe se preguntaba a sí misma si es tan difícil tener una economía razonable y un gobierno en idéntica frecuencia. La respuesta es “sí”. Es difícil. Porque lo económico se arregla. Ahora, nuestra pulsión neurótica por el triunfalismo barrabrava, no creo que tenga arreglo. Es lo que hay. Y nos encanta.
P.D: Quizá no lo recuerden, pero en 2017 me preocupé por la invasión a la privacidad del reconocimiento biométrico en cámaras de seguridad. Me dijeron que si nada se oculta nada se teme. Ahora autorizaron el seguimiento automático con IA.
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