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Los psiquiátricos

Los psiquiátricos

En medio del festival de guita que armó el Primer Ministro Sergio Massa, el hombre emitió una frase que pasó sin pena ni gloria hasta que alguien se ofendió. No, no fue por sus medidas, sino porque mandó al psiquiatra a quien diga que este país necesita más educación y, al mismo tiempo, pretenda que se pague por la misma. ¿Qué fue lo que ofendió? La banalización de los psiquiátricos.

Ahora que estamos todos irritables con las definiciones o humoradas o utilizaciones peyorativas de determinadas condiciones humanas, debo aclarar algo: me causan gracia los chistes sobre salud mental. Todos. No dejo pasar uno. Incluso los hago para joder y hasta ahora sólo he logrado la incomodidad del receptor que no sabe si reírse o no cuando me presento como “cupo psiquiátrico” del laburo.

Me río hasta de los más estúpidos, como el tipo que llega un día antes a la reunión de ansiosos, el que no va a charlas sobre depresión porque lo bajonea, la mala suerte del suicida que vive en medio del Sahara, el que llama a un centro psiquiátrico y el bot le dice “Si usted es obsesivo compulsivo, marque “1” repetidamente durante dos minutos y el primer segundo impar mayor a cinco, luego apriete cuatro múltiplos de 3”. ¿Alguno se puede ofender? Bueno, hay gente que se enoja por mucho menos y nadie los manda a un centro de control de la ira.

Dicho esto, y zanjado el asunto, llama profundamente mi atención la utilización de términos psiquiátricos para descalificar a opositores por parte de personas que buscan ser titulares de este cotolengo con fronteras y aduana que llamamos Argentina.

Si lo pensamos fríamente, cualquier persona que pretenda comandar los destinos de esta bomba a punto de explotar tiene los patitos desalineados, de mínima. Pensemos por un instante en cómo nos pondríamos nosotros si una o más personas dicen que nos odian. Salvo que tengamos el corazón de concreto reforzado, probablemente nos afectaría de manera emocional. Si recibimos una catarata de insultos de parte de algunos desconocidos, es normal que nuestra percepción del mundo se altere por un tiempo.

Nos hace mal, nos afecta, porque nadie quiere saber que lo odian. Bueno, nadie con la botonera con todos los fusibles sanos.

Pero resulta que hay personas que aceptan la posibilidad de ser odiados por la mitad de la población. Hace demasiados años que ningún presidente conserva una imagen positiva superior al 50% durante un año. En términos actuales, y si tomamos como opinadores solo a quienes componen el padrón electoral, son unas 17 millones de almas que te putean a diario. Ya no hablo de Alberto, que hoy tiene una imagen positiva del 16% y una negativa del 83%: 28 millones de votantes lo riegan con insultos a diario. Los menores de edad, probablemente, también lo hagan.

Si vamos a los candidatos presidenciales, comienzan desde una base difícil de comprender desde la estabilidad emocional. ¿Qué mueve a que una persona esté dispuesta a participar de un juego en el que, sin importar lo que haga, tendrá a millones que lo odien? Si le va muy, pero muy bien, serán un par de millones, de ahí para arriba, el cielo no es el límite.

Igual, volvamos al Híperministro de Economía. ¿Qué le hace creer al híper que el psiquiátrico es el otro? Recuerdo un concurso televisivo llamado Finalísima, conducido por Leonardo Simons en medio de la híper de 1989, en el que había una caja de vidrio donde una persona ingresaba y debía agarrar la mayor cantidad de australes posibles en un minuto. Hoy lo vivimos con cada anuncio del Híperfuncionario. ¿Querés plata? Tomá. Apurate antes de que deje de servir.

Nos reímos del presidente de la Nación que solo dice gansadas cada vez que encuentra un micrófono encendido, pero la desconexión con la realidad afecta a demasiada gente. El autoproclamado candidato oficialista prometió inflación de un dígito y nos dará la inflación de un dígito, aunque para ello deba anunciarla una vez por semana. Sólo una persona con su percepción perturbada puede acelerar a niveles nunca vistos la emisión monetaria luego de una devaluación, resignar recaudación en pos de entregar más dinero al consumo sin que se preocupe ni un cachito por el después. ¿Qué importa del después? Toda nuestra vida es el ayer que nos detiene en el pasado; eterna y vieja juventud que nos ha dejado acobardados como un pájaro sin luz.

Ahora, que el psiquiátrico siempre sea el otro es, también, un grave error de captación. Que parezca más desequilibrado no quiere decir que el emisor esté cuerdo. Ya no hablamos de cuestiones que tengan que ver con la medicina, sino con lo que consideramos o dejamos de considerar normal. Y eso es una construcción absolutamente cultural y de época.

Antiguamente, aquel que recibía el llamado de Dios era convertido en santo. Hoy es la primera señal de un trastorno disociativo de la personalidad. Del mismo modo, si uno dice recibir mensajes del más allá, antes terminaba en la hoguera por hereje, hoy es una alucinación.

Eso sí: en ninguna época existen registros de perros que hablen con sus dueños por fuera de las películas de dibujos animados.

Cambios bruscos y profundos de la conducta, replegarse hacia adentro, creer que todos conspiran contra uno mismo, mantener conversaciones con interlocutores inexistentes, oír voces. Todos síntomas de psicosis. O de discurso político.

Y qué decir de la disociación. Ser gobierno y criticar al gobierno, quejarse de setenta años, ochenta o un siglo de políticas económicas erróneas y rodearse de funcionarios económicos de primera línea de gobiernos pasados. La disociación se extiende a todos los rubros y las adhesiones civiles no escapan al asunto. Uno chicanea, todos chicanean; uno bardea, todos bardean; uno insulta, todos insultan. Ahora está de moda el doxxing, una forma de exponer datos públicos sobre una persona pública, algo que no está tipificado de ninguna forma. A menos que…

Una cosa son los datos de acceso público, y otra es la concatenación de datos para generar un impacto negativo sobre un destinatario. Si a ello le sumamos que la Argentina es un colador de datos –el gobierno de Italia, por ejemplo, puede saber si un argentino cambió de estado civil o fue padre sin que el ciudadano lo informe– y un campo de entrenamiento para los ladrones de información, cualquier información termina por ser de acceso público.

Y lamento informar que, si el objetivo de la exposición pública es buscar el escarnio de un sujeto por parte de una horda de demás personas, hablamos, lisa y llanamente, de hostigamiento. Y eso sí está contemplado por las leyes. Causa gracia ver todos los días el desparramo de contravenciones y algún que otro delito con solo abrir el timeline de cualquier red social. Y, cuando no, en algún que otro medio de difusión con total desconocimiento de la legislación. O a sabiendas, con lo cual entramos nuevamente en quién debería o no hacer una consultita con algún profesional de la salud. Porque si no importa para nada el daño provocado en la integridad de otro ser humano, estamos ante la carencia total de empatía. Y eso es algo con lo que un psiquiatra hace un festín.

Sin embargo, al volver al primer punto de esta perorata, vuelvo a desconfiar de la estabilidad de cualquiera que acepte exponerse voluntariamente a lo que todos tememos: el escarnio de totales desconocidos que nos odiarán por todo lo que hagamos, dejemos de hacer, digamos o callemos.

Ya no sé si calificar como cuestiones psiquiátricas a las creencias colectivas sin pruebas empíricas, a las comparaciones de casos totalmente disímiles en tiempo y espacio, o al resultado de experimentos que nunca se probaron o que son poco probables, cuando no imposibles.

Y mejor ni hablar de la ignorancia selectiva. Básicamente porque algunas locuras pueden que sean sólo desconocimiento, como que personas que legislan y ademas cuentan con títulos de abogados, digan que se puede eliminar la coparticipación sin pasar por encima de la Constitución “como pidió Menem en 1994”. No figura en ningún lado de nuestra carta magna. Ignorancia o mitomanía, no hay terceras opciones. O confundir estado mínimo con la figura de Roca y su generación, quienes vieron al Estado como el guardián del orden público, pero también como el único cliente de un creciente número de empresas privadas que construían con la guita del Estado casi todas las obras públicas.

Se expandió como nunca después la enorme red de infraestructura ferroviaria, y del resto de la infraestructura, también. Lo que generaba dividendos se hacía, lo que no, también. La inmigración se terminó de disparar con políticas activas para traer a los pobres de Europa. Menos de veinte años después, por poner un solo ejemplo, uno de cada dos porteños no había nacido en la Argentina.

El 70% de los inmigrantes no venían de España. Y hasta donde tengo entendido, el único país de Europa en el que se habla castellano, es España. La educación pública, laica y gratuita, en escuelas públicas, laicas, gratuitas y de construcciones palaciegas, hicieron lo suyo.

Colonias estatales, hoteles de inmigrantes, hospitales gigantes, vacunación, obligatoriedad de la educación, el control de los contratos privados en registros del Estado, los registros civiles, los censos, la obligatoriedad del servicio militar, las libretas de enrolamiento, las libretas cívicas, el control estatal de los cementerios, la ruptura de relaciones con cualquiera que intentara una injerencia religiosa en la aplicación de la ley, aunque ello implique romper relaciones con el Vaticano. Todos elementos que harían que, si hoy fueran propuestas, cuelguen del escroto en la Plaza a quien las sugiera.

En aquel entonces, también. Aunque no por comunista.

Psiquiátricos los que reconstruyen mitos de acuerdo a la necesidad, psiquiátricos los que compran, psiquiátricos los que rebaten, como yo con este texto. ¿Qué tan mal hay que estar para redactar unas líneas que, si ocurre el milagro de que otro psiquiátrico las lea, me genere más dolores de cabeza que satisfacciones?

Y psiquiátricos todos los que, sin importar el destino del sobre de octubre, se prenden en un storytelling combativo sin narrativa épica, aunque confundan storytelling con historia para contar. Hay que identificarse, hay que pertenecer. El “ya” requiere de una mitología de construcción veloz. No hay tiempo de pensar racionalmente en lo que se dice: mejor cómo se dice. Deseo por sobre cualquier posibilidad.

Todos aún hablan de forma natural en cada columna sobre propuestas que deberían ser remarcadas una y otra vez como contrarias a la Constitución Nacional. Al menos para homenajear al mismo Alberdi del que leen lo que les conviene:

“Al legislador, al hombre de Estado, al publicista, al escritor, solo toca estudiar los principios adoptados por la Constitución, para tomarlos como guía obligatoria en todos los trabajos de legislación orgánica y reglamentaria. Ellos no pueden seguir otros principios, ni otra doctrina económica que los adoptados ya en la Constitución”.

Todos psiquiátricos, los que mandan al psiquiátrico a los demás y los otros. Psiquiátricos ellos, psiquiátricos aquellos, psiquiátrico el que llama a una huelga siendo gobierno, psiquiátricos nosotros por discutir con terraplanistas. Acá nadie pasa un psicotécnico. Quizá sea por eso que en este país se exige y controla más la salud mental del que maneja un camión que de quien maneja los destinos de todo un pueblo.

–|–

Un loco gritaba “yo soy el enviado de Dios” una y otra vez, hasta que se le acerca otro y le dice “no, papi, yo soy el enviado de Dios”. Entran a discutir como lo locos que estaban hasta que se acerca otro tipo y pregunta qué cazzo les pasaba, que él no había enviado a ningún representante a ningún lado.

¡Aplaudan, che!

Nicolás Lucca

 

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