Mientras miro estrellas

Mientras miro estrellas

Aún me atraviesa el pensamiento la pregunta por qué no tengo ganas de escribir. Y eso que hay temas para tirar al techo. Al menos a primera vista. Si fuera cualquier otra cosa, diría “no tengo ganas”, doy vuelta la página y sigo como si nada hubiera pasado, como cuando veo que hay un solazo y aparece la obligación de salir a realizar alguna actividad al aire libre. No tengo ganas, esperé ese día para cualquier cosa que se pueda hacer encerrado, no salgo, no hay drama. Pero ¿pensó usted, alguna vez, cuándo fue la primera vez que realizó eso que todavía le gusta hacer y que trae desde la infancia? Quizá sea ahí donde se encuentre esa desazón por no querer hacer algo: que siempre lo hicimos con gusto y no entendemos qué se arruinó en el camino.

Existen cosas que soltamos en algún momento y ni notamos que ocurrió. Es como esa caja guardada hace varias mudanzas que en alguna de ellas dejó de estar y, cuando recién lo notamos, nos da temor no saber en cuál mudanza fue extraviada.

Buena parte de mis nerdeadas infantiles giraban en torno a una sola cosa: todo lo que vuele y vaya muy lejos. Cuando mis viejos querían salir a dar una vuelta en familia, yo no podía sentirme más feliz que cuando nos llevaban a ver despegar aviones. De grande aprendí que es mucho más difícil aterrizar, pero aún no encuentro mayor belleza que en ese acto antinatural para nuestra condición humana que es ver cómo una mole de metal cargada de personas despega sus ruedas del asfalto y comienza a tomar vuelo y a elevarse en el aire en una danza que, desde tierra firme, se ve cada vez más lenta. Encontraba belleza hasta en la fealdad de los Concorde y soñaba con alguna vez ver uno en persona.

Aída, mi seño de preescolar, dejó para la posteridad una anotación en mi carpeta: que por propia voluntad podía mencionar todos los planetas por orden de distancia del Sol y hasta de menor a mayor tamaño. Y eso que entonces los astros mayores eran nueve. Para mis siete u ocho años ya sabía cómo eran las atmósferas de cada planeta y podía ordenarlos por cantidad de satélites naturales, con la salvedad de que es difícil cuantificar cuántos tiene Saturno por culpa de sus preciosos anillos. Las únicas tres películas de Star Wars me partieron la cabeza pero quedaba la distancia de que todo ocurría en una galaxia muy, muy lejana. El vengador del futuro, en cambio, me dejó más tonto de lo que ya estaba. Podía verla mil veces a la espera de la escena en la que vuelve a llenarse de aire la atmósfera de Marte, aunque, con nueve años de edad, todos hablábamos de la mujer con tres tetas. En tiempos en los que viajábamos recostados en la luneta trasera del auto o salíamos a una ruta sentados en el asiento delantero y sin cinturón de seguridad, el criterio de qué nos dejaban ver nuestros padres era mucho más difuso.

Moría por enganchar en alguno de los cinco canales de tevé algún lanzamiento de la NASA. En la era de los posters convivían en mis paredes un Columbia que flotaba con un fondo de negro a azulado entre otros de músicos y la colección de latas de gaseosas. El astronauta era, para mí, una cosa idílica. Superman puede salir al espacio pero, primero, todos sabemos que era ficción y, en segundo lugar, no podemos obviar el detalle: hablamos de un extraterrestre. Ahora, el astronauta lleva la infracción a las leyes naturales a otro nivel. Él no despega solamente de tierra firme para darse una vuelta en otra ciudad. El tipo quiebra todo lo conocido para ir a pasear por las estrellas.

En la búsqueda interna sobre qué fue lo primero que escribí por propia voluntad, siempre llego al punto muerto de una historia corta en séptimo grado sobre un tipo que vive una experiencia una y otra vez por culpa de un loop. Me felicitaron, aunque algo me hace sospechar que influyó en que me mandaran a terapia nuevamente. Pero, si nos centramos en los textos, nada había más atrás. Hasta que, fíjese usted, un día cualquiera alguien me preguntó qué metía en esas revistas caseras que armaba cuando jugaba a la espera de que comenzara la hora de los dibujos animados. Con toda la infantilidad del caso, recordé escribir notas sobre los programas Mercury, Gemini, Apolo y Skylab. ¿El contenido? Ni idea, que tampoco tengo un disco rígido en la cabeza. También jugaba al comando de control y al astronauta. Pasaba noches enteras con la Luna clavada en mis ojos mientras moría por tener un telescopio. Ventajas de vivir en un barrio de monoblocks con la nada en el parque vacío en frente: poca contaminación lumínica, buena cantidad de tiempo de cielo orbital.

Todo esto que relato es una confesión. Es la primera vez que hablo del tema y me pregunté por qué surge en este contexto: porque algo pasó la única vez que lo hice en algún grado perdido en la Escuela Primaria. Exposición oral sobre un tema a elección, una clase especial dada por cada alumnos sobre el tema de su preferencia. Y yo, cuando hablo de cosas que me gustan, me excedo. Un boludo comenzó a reírse de mí y a buscar cómplices para la joda loca. Ni tuvo que buscar demasiado, que a esa edad todos nos sumamos a una bardeada.

Oculté tanto el asunto que no logré hacer un link entre las canciones del Bowie de los primeros setentas y la piel de gallina que se me aparecía una y otra vez.

Le decía que hay cosas que significan mucho para nosotros pero que, en algún momento, las abandonamos sin registrar cuándo, dónde ni por qué. Registro que en algún momento dejaron de volar transbordadores espaciales, pero no podría precisarle la fecha sin tener que buscar la info. Tuve que hacer un esfuerzo potente para hallar en una repisa perdida en mi lóbulo frontal la info de la catástrofe del Columbia en 2003, pero no recordé que la NASA decidió retirar los transbordadores. Fue en el mismo año en el que British Airways y Air France quitaron de circulación al Concorde. Probablemente mi caja ya se había perdido en alguna mudanza previa y no hubo dónde guardarla.

Una razón probable del olvido no selectivo se deba a las vicisitudes de la vida, que nos lleva a tener que dejar espacio en la cabeza para los quilombos diarios. Cada año entran más y más cajas a nuestras cabezas y las repisas de exposición no son tan abundantes. Ahí están, apiladas al fondo sin poder discriminar correctamente qué merece ser exhibido y qué no. Así es que terminamos por abrazar cualquier novedad sin saber que ya tenemos ese coso. Debe estar por ahí, en alguna caja.

Imagine que mañana nos levantamos y la economía es un relojito suizo. No hay retenciones, el Impuesto al Valor Agregado vuelve al 14% después de 30 años y sólo se aplica a los productos que tuvieron Valor Agregado aunque esto sea desmotivador para los que agregan valor a las cosas. Desaparece el componente tributario en el monotributo para que los autónomos no deban pagar otra cosa que aportes patrimoniales y no sientan que abonan un derecho de pernada por trabajar. Los combustibles ya no tienen una carga tributaria del 50% y los precios bajan si el valor del barril de petróleo se desploma. La potencia crediticia de los bancos se destina a financiar la compra de viviendas y no a satisfacer la necesidad de pagar un pantalón en doce cuotas.

Supongamos que cuando el ministro de Economía tuitea sobre el poder adquisitivo en recuperación y a niveles de 2018 lo hace sobre una torta laboral compuesta mayoritariamente por trabajadores registrados bajo cualquier modalidad y no sobre los 6 millones de trabajadores del sector privado registrado en un universo de 21 millones de adultos ocupados. Demos por sentado que ese poder adquisitivo no está a niveles de lástima, sino que son poderosos. Imaginemos que el que desea comprar un auto paga lo que ese auto vale y no el doble como si comprara dos autitos, uno para él y otro para el ente recaudador.

¿Qué nos queda? ¿Cómo vamos a canalizar esa pulsión de humillación ajena sin la necesidad de estar en modo supervivencia de manera constante?

Existe un error de concepción en lo que algunos llaman evolución de la escuela cínica que considera que a ella pertenece el poder provocar libremente. Todos hemos visto o leído algo por ahí respecto de lo que ya sabemos: que estamos en una época en la que se puede decir cosas que, hasta no hace mucho, hubiera ameritado pensar un poco antes de abrir la boca. Las “verdades incómodas” se dicen, son celebradas y fomentadas. Todos queremos formar parte de eso que vemos como modelo a seguir y qué mejor forma que no tener que gestionar emociones, sino decir lo que se nos viene en gana.

En mi concepción, siempre di por sentado que si alguien se presenta como “frontal” o “sin filtros” en realidad es un psicópata en potencia o ya consumado. Porque el freno que tenemos es el otro, el poder de daño sobre la integridad del otro. Por eso es que sostuve y sostengo que es necesaria cierta cuota de hipocresía para poder convivir en sociedad. ¿Qué sería una cuota de hipocresía? Y, bueno, si no le decís a una persona vestida como el ojete que está vestida como el ojete cuando no te lo preguntó, para las reglas de la frontalidad estaríamos dentro de la zona de hipocresía.

Una descripción escrita en la antigüedad, describió a un cínico del que detallaron que no quería “saber nada de sus padres, sino que, por el contrario, reniega de ellos”, al punto de afirmar que, como todo es obra de la naturaleza, no hay progenitores humanos, sino “unión de elementos”. Por ende: nada para agradecer. La conexión con el cinismo moderno está en el punto en el que, ese hombre descrito en una carta del siglo II, “no tiene sentido de la vergüenza y el pudor se ha borrado de su rostro”. Descreían de las normas sociales, así sean las leyes o las costumbres. Pero vivían en consecuencia: no querían nada. Ni siquiera dinero.

Por culpa de un manejo horrible de las palabras, hasta la RAE ha caído en la trampa de dar por aceptada la definición moderna del cínico, el tipo que no tiene ningún problema en mentir descaradamente con carita de seriedad. Sin embargo, esa definición no cambia la verdad de las cosas, en las que el cínico real tiene una desconfianza total en la sociedad y en lo que ésta dice que son sus valores morales.

Ahora, una cosa es tener verdades incómodas en la cabeza y otra muy distinta es tirarla así como si nada, solo para provocar. He conocido a gente que está todo el día, desde que suena el despertador, pensando cómo generar contenido “disruptivo”. No sé qué creerán por disruptivo, pero una cosa es romper la realidad con algo nuevo y otra muy distinta es romper a otro, por placer, por necesidad de validación personal, por pertenencia.

Un insulto no es una verdad incómoda. Es nada más ni nada menos que eso: un insulto, un agravio, una agresión verbalizada. Pero se dice y se hace lo que se quiere, porque así se vive mejor, sin culpa, sin responsabilidad sobre las consecuencias de los actos, como si todo fuera ese capítulo de Los Simpsons en el que un gurú dice que la actitud de Bart de “hacer lo que se le antoje” es la verdadera actitud ante la vida, hasta que la sociedad colapsa porque nadie hizo lo que tenía que hacer más allá de lo que le daba la gana. El capítulo es de 1993.

Esta semana, Matías, un muchacho neurodivergente que utiliza su canal de YouTube como tratamiento recomendado profesionalmente para lidiar con una profunda depresión, fue víctima de una pueblada con medios de comunicación incluidos. Quisieron prenderle fuego la casa. Otro boludo con pelos en el escroto y capacidad para votar, firmar contrato de compraventa y trabajar, creó varias cuentas truchas en las que se hacía pasar por Matías. A través de esas cuentas hicieron creerle a mucha gente por redes sociales que el pibe torturaba animales. Cuando la indignación ya había aumentado a niveles inmanejables, lo doxearon. O sea: arrojaron en redes sociales todos sus datos personales, domicilio incluido. Todo se trató de una maldad, según redactaron algunos medios. Otros prefirieron utilizar el binomio “broma pesada”. Muchos pensaban en Black Mirror, supongo que por el capítulo “Dead to”, en el que un loco salía a matar a personas de acuerdo al primer puesto de un trending topic. Pero a mí me vino a la mente ése capítulo de Los Simpsons. Porque es mucho más viejo y porque, por fuera de la tecnología, lo único que se ve son pelotudos que hacen lo que se les antoja sin ver una consecuencia real sobre sus propias vidas. Las consecuencias en el otro, en cambio, nadie se calienta en minimizarlas, sino que son un sentido de poder, de ejercicio de una cuota de poder minúsculo en términos globales, pero absoluto, sobre la vida de otra persona. Psicopatía hecha y derecha, celebrada, festejada, aplaudida, deseada y, por si fuera poco, premiada según la red social de la que hablemos.

Pero volvamos a que mañana amanecemos como recién salidos de un bleep masivo al mejor estilo Marvel y nos encontramos con un país con todas sus variables económicas resueltas. ¿Qué nos queda? ¿Alguno tiene alguna idea de qué se planifica en materia educativa para esta sociedad en la que cada vez más gente cree que somos todos variables de satisfacción personal? ¿Existe por ahí una noción de qué vamos a hacer con el nivel educativo que no se puede medir sólo en contenidos aprendidos? Yo entiendo que la baja en la tasa de natalidad pueda hacer que a todos nos chupe una gónada reproductiva qué pasa con los hijos ajenos, pero al menos pensémoslo desde el egoísmo: son quienes deberán decidir sobre nuestras jubilaciones, quienes nos atenderán en un consultorio médico, quienes llevarán nuestros papeles en una disputa, quienes serán nuestros vecinos. Si el egoísmo no nos mueve, ya no sé qué esperar más que la proliferación de anécdotas de abogados que putean al juez, médicos que le dicen a un paciente que se joda por gordo, profesionales de la salud mental que deberían estar más medicados que uno. No lo veo tan lejano.

Entiendo que todo extremo conlleva una fuerza en contra. En términos sociales, al menos, no debería ser así. Nos encanta tomar cosas de otras ciencias para aplicarlas en cuestiones que nada tienen que ver y que fueron descartadas hasta por los propios científicos de esas ramas que robamos. Pero, vaya a saber uno por qué, quedan en el imaginario popular, como el Darwinismo Social, teoría dañina si las hay mediante la cual demostramos que tampoco entendimos a Darwin al sostener que sobrevive el más fuerte y no el más apto. Y no siempre son sinónimos. Con el péndulo pasa lo mismo. Técnicamente, cuando una masa es corrida de su punto de equilibrio, recibe una fuerza opuesta, una fuerza restauradora que busca llevarla de vuelta al punto de equilibrio. Solo un pelotudo puede creer que la fuerza de gravedad entiende de venganzas y de “ahora me toca a mí”.

Socialmente no tenemos péndulo que responda a la gravedad en términos físicos, sino a la gravedad como sinónimo de peligrosidad. De ver a gente quejarse por cualquier pelotudez y hacer de cualquier cosa una cruzada nos fuimos al otro extremo en el que nada es un derecho respetable y cualquiera que exprese una queja a un maltrato en el trabajo, en el aula o en la calle, es porque forma parte de la generación de cristal. Y todo con la misma velocidad con la que pasamos de comernos un maltrato permanente desde la Presidencia a una permanente búsqueda de sumisión bajo pena de ser condenado socialmente por kirchnerista o de hacerle el juego a los que se fueron o como quieran llamarle. Y yo ya estoy harto de simplificar, cansado de ser un boludo que se esfuerza por mantener la compostura frente a cualquier otario con aires de grandeza. ¿Qué pasaría si un día reventamos todos juntos? ¿A dónde iríamos a parar si comenzamos a responder con una trompada a cada imprudente que nos ofende? ¿Qué sería de nuestras vidas si mandamos a la entrepierna de sus madres a cada uno que nos maltrata porque le pintó?

Porque un grave error es creer que la sociedad en su conjunto está alienada. Y no, no es así. Basta con un pequeño research cotidiano para confirmar que el mundo no está lleno de hijos de puta ni de pelotudos, solo que estos son los que más ruido hacen. Incluso en el peor de tus días, cuando pareciera que te cruzaste con todos los psicópatas juntos, si hacés la cuenta de cuántos fueron en porcentaje al total de humanos con los que interactuaste, el saldo es positivo. Salvo que trabajes en una cárcel, claro.

En algún momento guardamos en una caja los buenos modales, la honorable caballerosidad, el acto de no culpar a nadie por lo que es nuestra responsabilidad ni hacernos cargo de lo que no fue ni es nuestra obligación, la corrección de no achacar como causales cuestiones que fueron hechas sin querer. Quizá no podemos registrar cuándo ocurrió, pero hay una caja simbólica en la que dejamos depositado todo eso que nos hacía bien y, tal vez por bronca o porque creímos que pasaron de moda o ya no serían necesarias, dejamos también todo lo que nos hace diferentes de esos que nos dan miedo. Ya saben, eso de tratar al otro como queremos que nos traten y no hacer lo que no queremos que nos hagan. Puesto así suena más egoísta que judeocristiano y es por eso que nos fijamos normas legales, un contrato social en el cual accedemos a no hacerle al otro esas cosas por las que la ley nos puede partir al medio.

Quizá esa caja no se perdió en ninguna mudanza, solo que estamos demasiado cansados para ir a buscar dónde quedó. O, peor aún, tal vez nos resulte más cómodo no buscarla. No vaya a ser cosa que descubramos que nos convertimos en ese hijo de puta que nos daba miedo.

Y es por eso que decía que sigo sin ganas de escribir. Sólo quiero ver cosas de astronautas y mirar las estrellas. Mire lo que pasa cuando busco en cajas.

Hasta luego.

Nicolás Lucca

 

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6 respuestas

  1. «La humanidad sólo estará a salvo con la derrota total de nuestros enemigos.»

    – Gral. Dwight David Eisenhower, ejército de los Estados Unidos

    Hay que exterminar al kirchnerismo y a los zurdos en todas sus formas. Lo dice un lector de tus dos libros que no puede comprender, y a quien le extraña sobremanera, esto en lo que te has convertido.

    1. Es el mismo Eisenhower que ordenó el golpe de Estado en Iran y le dió el poder a los fundamentalistas islámicos que lo mantienen hasta el dia de hoy?

      El que hizo un golpe de Estado en Guatemala para favorecer los negocios de una empresa (united fruit hoy chiquita)?

      Si, la verdad es que no se cómo el escritor del este blog, claramente defensor de la Constitución, los derechos y las garantias no está a favor del exterminio sistemático (aunque no sea del todo compatible con su apoyo a Israhell, pero bueno, cada uno con sus contradicciones).

      Yo también lei todos sus libros y aunque no esté de acuerdo del todo con su ideología no se puede decir que haya cambiado su enfoque. El problema sos vos que, al igual que los kirchneristas, no te gusta cuando critican a tu millonario favorito.

      1. Los fundamentalistas islámicos fueron los que derrocaron al Shah que asumió después de Eisenhower, y Jacobo Árbenz era el Alberto Fernández de los comunistas. En los dos casos, Eisenhower tuvo razón.

        Mi problema no es que critiquen a Milei (que, según tengo entendido, no es millonario, y si lo es, no fue con la plata del Estado), sino que ahora se hagan los defensores de la escoria que destruyó este país durante veinte años.

        Por eso, tanto el peronismo como la izquierda deben desaparecer.

        Como dijo Eisenhower, «la humanidad solo estará a salvo con la derrota total de nuestros enemigos».

        1. Ah, los golpes de Estado y consiguientes muertes, desaparaciones y torturas lo hicieron por «la humanidad»? No por los intereses de petroleras y empresas bananeras?. No sabia que la humanidad eran personas juridicas en EEUU.

          «la magnitud de pérdida de un espíritu se mide por aquello que le satisface» y a vos te satisfacen los golpes de Estado, los exterminios y Milei. Nada mas que decir.

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