Multiple choice

Hace poco me preguntaron qué me daba seguridad. “Un guardaespaldas” habría sido una salida práctica y veloz. Al menos eso creí cuando mi interlocutor me requirió una respuesta humana. O eso comprendí cuando me pidió que no sea un pelotudo. Así me encontré con que tenía que seleccionar alguna opción presentada tácitamente. A mí lo que me da seguridad es una serie de ritos. Podría decir que determinadas personas me brindan seguridad, pero es la compañía de ellos los que adquieren ese lugar. O sea: un rito.

Si debo profundizar, nada me da más seguridad que haber pagado todas las cuentas o firmar un contrato laboral a largo plazo. Un semestre, ponele. Podrá continuar con que me da seguridad saber que tengo techo, algo para comer y una Coca-Cola helada. Como persona nacida y criada en tiempos de consumo masivo, me da seguridad que, cada tanto, pueda satisfacer el deseo de alguna que otra compra. De vez en cuando, al menos.

Y me da seguridad saber que vivo en un Estado de Derecho en el que existen una serie de normativas en las que se me garantizan algunas cosas, como que nadie puede acusarme de nada que no haya hecho, que no puedo ser condenado ni juzgado por nadie que no sea el juez que corresponde, que las leyes no son retroactivas, que puedo jugar a que elijo quiénes me gobiernan, y demás fantasías cívicas.

Ahora, si pienso en el paradigma de la inseguridad –y excluyo una madrugada de turismo aventura a pie por Villa Puerta de Hierro– me siento inseguro en todo lo contrario a lo que describí. Laboralmente, me habría encantado contar con algún rostro amigo o, al menos, conocido en mi primer día.

¿Qué pasaría en el sector privado si un CEO decide nombrar como principal asesora a su hermana relacionista pública? Nada. Por lo general uno debe trabajar con el equipo que le toca, no siempre tiene confianza en ellos o no los conoce en profundidad, pero si decide tener a alguien de confianza extrema para que le maneje la agenda y le oficie de filtro, no pasa naranja.

Existen dos formas de no incumplir leyes sin terminar con un abogado patrocinante: hacer lo que la ley manda o romper la ley. Algún purista dirá que una acción de amparo también lo es, pero en estas no se busca una excusa para incumplir una ley, sino que se plantea que la normativa no es constitucional. Hablo de no incumplir una ley sin obedecerla. Y para eso no queda otra que romperla. ¿Cómo se hace? Bueno, una forma institucional es la derogación.

Pero podríamos ponernos más aburridos y preguntarnos cuándo una ley es justa y cuándo no, que no es lo mismo la legalidad que la legitimidad. Ya sabemos que una norma puede ser muy legal pero ilegítima y al vesre. El tema radica en la eficacia de la normativa. Si alguien ordena algo y todos lo aceptan, ese algo adquiere eficacia. Por eso el silencio es el mayor cómplice de cualquier atropello, por más ridículo que ese atropello sea.

Hubo una época en la que las noticias más picantes en materia política tenían que ver con la función pública como pyme familiar. Aprendimos que una de las características de la política en épocas del modelo agroexportador fue el nepotismo aristocrático. Al menos yo tuve que aprenderlo como si fuera una joda en tiempos en los que el Poder Legislativo era presidido por el hermano del presidente del Poder Ejecutivo. Familia Menem Sociedad de Responsabilidad Superlimitada. Para no dejar a ningún hermano afuera de la función pública, Munir Menem fue designado embajador ante el régimen de Hafez Al Assad en Siria.

También había para la familia política: la hermana menor de Zulema, Amalia Amira Yoma fue designada Directora de Audiencias de la Presidencia. Renunció salpicada por el escándalo de los narcodólares, una causa –sin resolver– que salpicó a su ex marido y ex coronel del ejército de Siria, Ibrahim al Ibrahim, para quien también había lugar: era asesor del Jefe de la Aduana a pesar de no hablar castellano.

Los familiares en la política no son exclusividad del peronismo, que De La Rúa también tuvo lo suyo al rodearse de sus hijos con la experiencia política de haber cenado en familia. Sin embargo, a lo largo de los doce años, seis meses y quince días que gobernó el matrimonio Kirchner, el nepotismo se convirtió en algo tan, pero tan normal que, cuando quisimos darnos cuenta, pegar un contrato en el Estado parecía un derecho humano fundamental de cada pariente lejano de algún funcionario. Todo un problema en un gobierno presidido por una Fernández.

Para 2014, a un periodista recientemente fallecido que tenía la mala costumbre de investigar, se le dio por hacer un recuento de familiares de funcionarios nombrados en cargos públicos. Todo comenzó cuando se supo que Luis D’Elía tenía a tres de sus hijos adentro de la Anses. El resultado fue un largo listado. Wado De Pedro, tan consternado por la institucionalidad en la actualidad, apareció con un hermano, cuatro primos y una tía. Carlos Liuzzi, subsecretario de Carlos Zannini, tenía veintidós parientes en cargos públicos. Yo ni sabía que existen familias tan numerosas, pero ahí estaba don Liuzzi con suficientes cargos como para armar los dos equipos para un partido de fútbol en cancha de once.

El recluso José Alperovich llegó a decir que “uno tiene derecho a designar a quien quiera”, lo cual es una verdad a medias. Es cierto que los funcionarios de los distintos poderes ejecutivos del país están “a tiro de decreto” (el presidente o gobernador los nombra, el presidente o gobernador los remueve), pero siempre hay alguna que otra salvedad, como la idoneidad para el cargo. Y para eso también hay una trampa como un artículo aclaratorio en el decreto de designación, esos que dicen “exceptúese al nombrado de lo dispuesto por la ley X”.

Cuando en 2015 asumió Mauricio Macri su presidencia, era tal el hartazgo de sus votantes a todo lo que oliera a kirchnerismo que cualquier desvío saltaba por los aires. Así ocurrió en 2018 cuando salió a la luz que la esposa y dos hermanas del ministro de Trabajo Jorge Triaca laburaban en la administración pública. Macri firmó un decreto que prohibió la contratación o designación de cónyuges y parientes de hasta segundo grado en cualquier ámbito del Poder Ejecutivo.

Recuerdo que pensé que, si ese decreto hubiera intentado salir como ley del Congreso, habría sido imposible: nadie atenta contra su propia tribu y en el palacio legislativo el nepotismo es un derecho consagrado. Y si hubiera ocurrido un error producto de un rapto de locura colectiva y los legisladores hubiesen aprobado una ley que abarcara a toda la administración pública, el Poder Judicial la habría derogado por inconstitucional, aunque no lo sea. Total, acá solo sabemos el Preámbulo. Y es que, de aplicarse una ley antinepotismo, en los tribunales quedan catorce personas. Puede que quince, a ojo de buen cubero. Por suerte no es una pregunta de examen.

Luego viene una máxima harto conocida: no se puede hacer en el Estado lo que no se hace en el sector privado. Tiene sentido. Por ejemplo, no se puede gastar más dinero que aquel del que se dispone, o no se puede ambicionar por encima de la capacidad crediticia, etcétera. Obviamente, esto tiene un límite. El Estado puede meter preso a alguien si así se determina judicialmente, mientras que en el sector privado eso sería un delito. Entonces es que me pregunto por qué el nepotismo no puede tener lugar en el Estado. Ah, por eso de que con la plata de todos no se puede hacer cualquier cosa. En el sector privado no pasa nada porque cada uno hace de su empresa lo que se le antoja, mientras que el Estado es de todos. La tilde va en ese casillero.

Recuerdo cuando renuncié a la planta permanente del Estado y dije “bienvenido a la meritocracia”. Duró lo que tardé en vincular apellidos de un lado al otro. Y no me pareció mal. Una cosa es que me frustre y otra es que esté en desacuerdo con que cada uno ponga a su persona de confianza en lugares claves. En todo caso, queda para otro debate, como qué clase de queja hacia el nepotismo estatal podemos esperar de un periodismo plagado de hijos, sobrinos, nietos, etcétera.

¿Está mal? Antes creía que sí, pero porque a mí no me tocaba en suerte. De resentido, digamos para simplificar. Luego cambié la tilde de casillero. No sé qué tan dañino puede resultar mantener una empresa familiar dentro del ámbito familiar, que eso han hecho muchas de las grandes compañías de la historia. Tampoco sé qué tan malo es que el empleado veterano de una empresa le dé una mano a un hijo para que consiga laburo. Máxime si al pibe se le dio por estudiar periodismo.

Por otro lado, si volvemos al Estado, ¿no es el amiguismo igual de jodido que el nepotismo? ¿Qué pasa si se nombran amigos inútiles y no a parientes capaces? ¿Cuáles serían las opciones? No podemos votar mandatarios recién arribados a este sistema solar ubicado en una nube dentro de una burbuja del brazo de Orión de la Vía Láctea. Lo máximo que conseguimos fue un presidente de escasos amigos. Lo mínimo que le debemos es la posibilidad de nombrar a su hermana para protegerlo. Imaginate si casi todos los que creíste amigos te cagaron de alguna u otra forma. O si aquellos con los que llegaste a compartir libros, hoy te insultan. ¿Cómo hacés para volver a confiar?

Derogar una normativa que impedía el nepotismo en el Estado para poder colocar a una hermana como Secretaria General de la Presidencia pasó como si nada fuera. A nadie le importó ni le importa, con lo cual se podría decir que es un acto legitimado y, vale decirlo, natural. Tan natural como hacer campaña desde el Gobierno.

Hay un montón de cosas que suceden por más que a otros no les guste gracias a uno de los máximos principios de nuestro ordenamiento jurídico: nadie está obligado a hacer lo que la ley no manda ni privado de hacer lo que la ley no prohíbe. El tema es que aplica para todo. Nada obliga a realizar promesas de campaña y nada prohíbe que no se cumplan. Ejemplos sobran, como que nada obligó a Milei a prometer la eliminación de impuestos y nada prohíbe que solo se hayan reducido algunas alícuotas, se actualizaran por inflación escalas del monotributo y se dejara vencer el impuesto país. Los otros 37 impuestos nacionales que forman parte del pandemonio de 150 impuestos que habitan a la Argentina, bailan por ahí como si nada.

Nada prohíbe que Milei prometa nuevamente un extermino tributario del 90% ni nada impide que Sturzenegger diga que en realidad van a realizar un reordenamiento impositivo. El resto puede ser peleas triviales, festejos innecesarios y reclamos del ministro de Economía para que las provincias hagan algo por sus Ingresos Brutos, mientras que el 54% de la presión tributaria corresponde solo a IVA y Ganancias y otros doce puntos son de cheques y retenciones. Nada impide decir que la no renovación del impuesto país baja el precio de los vehículos aunque aún rige el 2×1: pagás dos autos y te llevas uno. Ahora bajaron unos puntos las retenciones por medio año. El ministro de Economía aseguró que el fisco nacional «resigna» unos 800 palos verdes. ¿Resignar es la palabra correcta para hacer un poco menos lo que el Presidente califica como robo? Difícil elegir el casillero.

A nadie le gusta el garrochismo. Al menos eso decimos públicamente. Pueden existir quejas amparadas en que el respeto institucional del sufragio va un poco más allá del voto de un ciudadano, dado que existe un partido que financió una campaña y al que nadie le devuelve los recursos invertidos. Pero, aunque no lo crean, no existe ninguna ley que impida la ruptura de bloques ni el salto de un partido al otro desde la función pública electiva. Ni siquiera en este múltiple choice.

Para lo que sí existen leyes es para lo ocurrido en La Plata con un personaje tan personaje que lo conocemos como “Chocolate” Rigau. No pasó nada, ni judicial ni administrativamente. Está todo bien. Tan naturalizado que es obvio que muchos lo sientan como legítimo, tan legítimo como heredar un puesto en el empleo público, acomodar parientes, cobrar porcentajes de contratos, no devolver pasajes de avión y tantas cosas posibles gracias a que prácticamente nadie registra nada. ¿Cuántos saben cómo se componen las legislaturas provinciales? ¿Cuántos saben de la existencia de leyes provinciales? ¿Alguien puede explicar por qué Catamarca tiene un sistema bicameral si cuenta con 430 mil habitantes? Entiendo lo de la autonomía provincial y coso, y ahí está el tema del por qué: porque pueden.

A mí me da seguridad saber que puedo confiar en alguien y más seguridad me dan los ritos. Por otro lado, cuánto más leo y aprendo –o creo que– más inseguro me siento. A veces siento la necesidad del peor atentado contra el periodismo: dejar de opinar sobre todo. O de no pensar mil veces antes de decir algo con la certeza de que pierdo el tiempo si, en definitiva, no lo diré. Por comodidad, por miedo o por temor a que me rompan demasiado las pelotas. Porque nada me rompe más las pelotas que me rompan las pelotas. Ahí está difícil elegir la opción correcta. ¿Acaso no hay miedo que nos rompan las tarlipes?

Ayer mismo, en un regalo de cumpleaños a mi padre, el presidente emitió un discurso de treinta minutos envalentonado contra todos y a favor de sus amigos de las ideas de la libertad, entre los que incluyó hasta Viktor Orban, un hombre que pidió una nueva constitución iliberal (i-liberal) y la consiguió. Luego de media hora de que el expositor hablara de feminismo, ideología de género y otras yerbas, casi mando un tuit con un meme de Los Simpsons, ese donde Lisa le explica a un Barney que confiesa su alcoholismo que, en verdad, se encuentra en la reunión de niñas exploradoras. Un chiste zonzo, fácil, simplón y, convengamos, bastante inocente sobre el contenido de un discurso brindado en un foro supuestamente económico. Si no lo vieron publicado es porque no lo hice. No iba ni con un caso aislado buscado con lupa, ni con los datos carcelarios para contextos a la marchanta, no me metía con los comentarios sobre los homosexuales, ni con los horrores que padece un hombre blanco, heterosexual, occidental y poderoso. Ya no sé si no lo hice por miedo a que me puteen o por miedo a que me rompan las pelotas, que no es igual.

Quizá el Presidente no se dio cuenta de la contradicción, pero muchos otros sí. O al menos por aquí. No se les puede decir a los progresistas que vayan a predicar sus creencias a países teocráticos o tiránicos y, a la vez, negar que esas creencias son tan occidentales como las que se desea conservar. Y que el choque de civilizaciones que pronosticó Huntington es, en definitiva, un choque entre conservadurismos. ¿O acaso no es eso lo que reina en la teocracia iraní, en Rusia o en cualquier otro grano en el culo occidental?

Milei es el número uno a la hora de hablarle a su núcleo duro. Son pocos aquellos que a nivel global pueden disputarle ese lugar. Y eso es lo que hizo en Davos, donde disparó frases como trompadas sin que nadie pudiera siquiera contestar de a una, como cuando culpó a Bruselas por la suspensión de las elecciones en Rumania en 2024 “porque no ganó el candidato que les gustaba”. Supongo que se refería a Estrasburgo, la ciudad donde se encuentra el Tribunal de Derechos Humanos, pero así y todo, lo que ese tribunal hizo fue no intervenir en la decisión que había tomado el Tribunal Constitucional de Rumania. No todo es wokismo, a veces es geografía.

Del mismo modo, no creo que exista inconsistencias en sus cambios de paradigmas. Antes decía que a un liberal no le interesaba con quién te metías en la cama. Ahora opina hasta de cómo. ¿Giro a la derecha o consciencia de a dónde alinearse? Casillero fácil.

Así, al superar en voracidad ideológica al discurso de 2024, más me intriga qué dirá en 2026 que las repercusiones de este discurso. Más que nada porque hoy me asombro de las cosas que me asustaban hace un par de años. A todo nos acostumbramos y me da pena que nos hayamos acostumbrado al destrato entre gente que, supuestamente, nos tenemos aprecio. Antes pensaba bien qué palabras utilizar en función de la dinámica de los textos. Luego comencé a hacerlo para evitar confrontaciones que no tengo ganas de tener. Y ni en pedo culpo a las circunstancias, que esto me pasa hace años. Evidentemente soy yo.

En estos tiempos en los que se habla tanto de la presidencia de Macri como si estuviéramos en 2020, no sé si debería interiorizarme en cada cosa que veo cuando vivo en la era de las percepciones mayoritarias. He visto a las mentes más instruidas defender las mismas cosas que odian si las hace otra persona. He visto a personas muy queridas mirar para otro lado hasta que resultó conveniente poner los ojos sobre lo que sabían que pasaba. Porque primero lo que conviene, luego lo que corresponde. Y no hay ninguna ley que vaya en contra de eso.

Todavía, que desde hace demasiado tiempo los legisladores se abocan a regular cosas que nos molestan. Siempre y cuando no afecte sus intereses, claro. ¿Qué clase de Congreso votaría una ley que los perjudique? ¿Cómo confiar en un suicida?

Por lo general, a esta altura del año tengo una serie de ideas sobre qué quisiera publicar un 24 de enero. Es otro de mis ritos, de esos que me dan seguridad. Vamos, que no todo es racional y estoy plagado de supersticiones. Es una suerte de narcisismo de cumpleañero estival, esos que nos criamos sin saber lo que es una fiestita con niños que no sean nuestros hermanos más pequeños. Alguna vez, en un acto de desesperación maternal, mi madre sentó en la mesa a un grupo de niños que yo no conocía. Ella tampoco. Salió a la calle e invitó a los que encontraba. Cosas de barrio que hoy no podría hacerse sin terminar en un Juzgado.

Como todo traumado, en mi primera adultez me dediqué a festejar con cualquiera que quisiera venir. Ahora mi mejor plan de cumpleaños es que me dejen en paz. Creo que tenían razón los que me decían que después de los 40 todo comienza a resbalar. Espero que sea eso, porque la opción de haberme vuelto temeroso me atemoriza.

No sé si me estoy haciendo viejo –mentalmente, del lado biológico es obvio– o es que tengo naturalizado publicar y punto. Me habría gustado tener algo más interesante para decir, o algún aporte más racional para dar. Pero no existe una ley que me obligue a eso.

P.D: Por ahora.

P.D.II: Y con uno más son 43 años. Si me saludan por el día, no me lo recuerden. Los quiero.

Nicolás Lucca

 

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