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Relato para armar

Relato para armar

En el nihilismo extremo que me inunda desde hace tiempo, he llegado a aceptar que lo que consideramos como cierto, muchas veces es una construcción para poder sobrevivir como sociedad. De ahí que muchos lo lleven a una idiotez humanista en la que, cualquier aberración de un pueblo lejano, debe tolerarse porque “es cultural”. Será cultural para el otro, pero a mí me aborrece. En mí verdad, eso no ayuda a mi supervivencia porque, si eso hacen entre ellos, qué me queda a mí.

Es entonces que me pongo a pensar cuál sería el límite. O sea, en qué momento una cosa deja de ser interpretable para ser eso que tan sólo es. Sí, ya sé, el dilema eterno de la filosofía desde que alguien hizo la primera pregunta, la cuál probablemente haya sido “qué es eso”.

Pero si yo digo que una pelota es esférica y otro me contradice, no hay una libre interpretación: la pelota es esférica. Si vienen cincuenta personas a insistir en que la pelota es cuadrada, ese objeto seguirá en su imprudente esfericidad. No soy yo el que tiene la razón, es esa cosa que insiste en ser redonda.

La realidad que nos rodea ha tirado de la cuerda de la construcción social a extremos insoportables. Más de uno ha abandonado los foros públicos para no tener que lidiar con discusiones ajenas por cuestiones ridículas. Más de uno ha dejado de decir lo que piensa para no tener que comerse una oleada de insultos de parte de gente que no entiende, o de gente que sí entiende pero no coincide. Todos unidos por esa comezón que los obliga a decir lo que piensan. Yo soy de uno de esos “más de uno”.

Hace poco escuchaba a un gran colega decir que “la gente se dio cuenta de que los gremios son extorsionadores” y que eso “es prueba del funcionamiento de la batalla cultural”. Yo, que tenía la tele de fondo –cada cuál elige cómo cagarse el día– no podía creer la generalización tan burda. ¿Qué gente y cuándo, si los sindicatos rankean al tope de las instituciones con peor imagen desde hace décadas en cualquier sondeo? Obviamente, el discurso se adaptó al momento, a este presente, y requería darle la razón al “primer gobierno que enfrentó realmente al sindicalismo”, como también sostuvo el buen señor.

Los sindicalistas encanados durante el macrismo preguntan si, entonces, pueden volver a empezar. Yo diría que sí, total, hasta dejamos de hablar de Chocolate Rigau y su show de tarjetas de débito. Comienzan todos de cero, y si alguno es agarrado en alguna, será la primera vez.

La posverdad ya dejó de ser pos para ser nuestra verdad. Es la que nos toca, ya no importan los hechos en contexto, importan los datos aislados y lo que uno crea que haya pasado.

Hay cosas que, en un contexto de punto final a la recesión, serían noticia, como la patética y ridículamente cara oferta automotriz. Para mí, al menos, pagar 25 mil dólares por un auto de ingreso de gama, es un poco mucho. Que un autito para la familia no baje de 35 mil dólares, es un exceso. Después nos quedamos boquiabiertos cuando vemos un Mustang, que en Estados Unidos cuesta lo mismo que un Volkswagen en Argentina. Claro, ellos no saborean las mieles de un IVA del 21% más otro 20% en impuestos internos, más otros tantos que se celebran que bajen. Yo lo veo como una locura. Para el yankee, tirar 30 lucas verdes en un deportivo de base puede parecer un montón, a mí me suena a accesible. Todo depende del punto de vista.

Supongo que si le cuento a un norteamericano que con su Mustang no llego a una T-Cross, sienta pena por mí o acepte que lo mío “es cultural”.

En lo que pareciera que coincidimos culturalmente en todo Occidente es en las ganas de imponer al compatriota como enemigo del hemisferio. Otro día en el que tenía ganas de autoflagelarse con un noticiero de fondo, escucho que el resultado de las elecciones en Estados Unidos se explican con la misma lógica que en la Argentina, dado que “a la gente no le importan los insultos de un candidato, sino el contenido, lo que hace, que le resuelvan los problemas”. Es un gran punto, pero no coincido en la generalización. El voto es, antes que nada, más emocional que racional. Votamos por identificación y después le buscamos una explicación. Y hay un montón de personas que se sienten identificadas con la clase de personas que se saca y comienza a putear.

Básicamente, es lo que vemos a diario por la calle. A mí también podrán verme, alguna que otra vez, gritar alguna barbaridad en un semáforo. Obviamente, mi grito no tendrá ninguna consecuencia más que aliviar mi gastritis. Esto no es un argumento en contra de nadie, sólo me pregunto cómo es que se puede ser tan básico de subestimar el valor de la autenticidad de un dirigente político y lo que esperamos de él a través de la identificación.

En la dicotomía de elegir entre ser feliz y tener la razón, somos demasiados los que optamos por la segunda opción varias veces en la vida. O en la última semana. O en lo que va del día.

¿En serio a la gente no le importa el insulto si no el contenido y lo que se hace? ¿Alguna vez le preguntaron al votante promedio qué propone un candidato y comenzaron a repreguntar solo para notar que se vota por simpatía? ¿Podemos hablar de que una amplia mayoría de votantes comprendemos cada una de las herramientas financieras que hacen al sistema global de intercambios y flujos de divisas?

Sí que importan las formas y mierda que hay resentimiento dormido. El insulto es el instinto primario oralizado, es la violencia hecha verbo. Tampoco es privativo del actual gobierno: el insulto es casi la regla, no importa cuándo hablemos de esto. Con cuestiones que hacen al temperamento, podemos lograr una imagen positiva alta porque, básicamente, todos estamos al borde de un ataque de nervios y celebramos al que hace catarsis con cuestiones que nos identifican.

Sin embargo, una inmensa mayoría no cambia la realidad de las cosas, ¿me explico? Si fuera por la opinión de la mayoría, las cuestiones penales se resolverían de formas más terminantes. Y por algo es que hace mucho tiempo alguien se avivó del riesgo de la “gente común” y quedó prohibido el plebiscito en materia penal.

Estamos en un momento de transición de un modelo conocido pero con nuevas formas, más humanas, más cercanas, pero que son fácil de contaminar. Es la naturaleza del Poder: todos odian el autoritarismo hasta que tienen el control de la caja y de la fuerza. Es cuanto menos curioso que las palabras relacionadas con la libertad sean las más mencionadas en estos tiempos en los que los principios fundamentales del liberalismo pierden su razón de ser.

Durante dos años dejamos totalmente de lado la libertad de movimiento, durante demasiado tiempo carecimos de libertad total de comercio. Esos defectos de nuestra democracia liberal, surgida de una Constitución ultra reformada pero nacida al calor de los principios de la Ilustración, dejaron de ser problemas a solucionar para convertirse en una cosa en sí mismas, un todo al que había que reivindicar como únicos derechos válidos, sin importar todo el resto.

Las instituciones en las que confiamos durante más de medio siglo comenzaron a defraudarnos con sus posicionamientos estúpidos y dieron el pie perfecto a la corrección del problema: talar los árboles para que no vuelvan a dar sombra. Aparentemente, los problemas al presente se encuentran en un pasado de gloria que es difícil recordar. ¿Cuántas fotos tenemos de nuestros bisabuelos en los palacetes porteños? Sin embargo, lo que más se extraña de aquellos años parecerían ser los valores: patriotismo, familia indisoluble, religión. Pero no veo a casi ningún mega defensor de estos valores pregonar con el ejemplo: solteros sin hijos que no pisan una Iglesia ni para aprender las diferencias entre la arquitectura gótica y la neorrománica.

Es curioso que se hable de un futuro anclado en el sueño de un pretérito perfecto que no conocimos presencialmente. Del kirchnerismo y el peronismo disidente me molestaban una cosa que tenían en común: recetas de 1950 para problemas del siglo XXI. Técnicamente, nunca hubo tanta paz en las grandes urbes latinoamericanas como cuando reinaba España y no por ello vamos a proponer una Santísima Inquisición o el regreso de los virreinatos.

El mundo cambia, nuestro país cambia, nosotros mismos cambiamos. La inmensa, gigantesca masa de argentinos no tenemos ancestros en estas tierras que se remonten a su fundación. La inmensa, gigantesca masa de argentinos somos descendientes de generaciones que llegaron atraídas por un país que fomentaba la inmigración y que vivió en un déficit fiscal inmenso por décadas para financiar obra pública y darle dinero a inmigrantes, además de educación y salud gratuitas para sus hijos. Si la palabra inmigrante no le pega, pruebe con extranjero.

Cuando la perspectiva de una sociedad es sombría y las recetas políticas dominantes se agotaron por ineficaces o falsas, es normal y natural que los votantes se inclinen hacia el político que ancla su discurso en un pasado idealizado.

Supongo que si hablo de Volver al Futuro nos entendemos. La primera película se estrenó en 1985, pleno auge de un Ronald Reagan imparable, un sujeto que basó su campaña en hacer a los Estados Unidos grandes otra vez. En su retórica, había una idealización por los años de Eisenhower, una década de 1950 idílica, de familias tradicionales, una juventud sana y una economía pujante.

Volver al Futuro es, además de una comedia de ciencia ficción, una sátira de la sociedad que, sin ir demasiado lejos, se ríe de la supuesta ausencia de esos valores que había que recuperar. Un adolescente de los años ochenta viaja al pasado y se da cuenta que su padre es un pelotudo soñador que necesita un empujoncito y a su madre le gusta fumar y beber a escondidas de sus padres. Y salir con el pibe que le gusta, cualquiera sea ese pibe que le gusta. Básicamente, todo se resumía en no criticar el pasado de gloria, sino en remarcar que no habían cambiado los valores de los chicos, sino mutado sus formas.

El tema de qué tan atrás estamos dispuesto a volver para recomponer nuestra gloria también compite con qué tanto estamos dispuestos a sacrificar institucionalmente. Hace un tiempo comenté el miedo que me dio saber que el 70% de los argentinos no creía que la democracia haya solucionado sus problemas. Sin embargo, el fenómeno es global. En los Países Bajos, sólo alrededor de la mitad de los encuestados cree que su país es democrático. Hoy, en 2024. Este mismo año, en Alemania, el 75% no cree que el Estado pueda cumplir con sus funciones.

Obviamente, en Estados Unidos la mitad de los encuestados descreen del funcionamiento del sistema político. Si a eso le sumamos que el que pierde cree que el sistema no sirve, los resultados son lineales sin importar quien gane: la mitad festeja, la otra mitad descree del sistema. No hablo de países tercermundistas o de nuestra región: economías desarrolladas de larga tradición democrática cuestionan las bases de sus sistemas.

La base de la democracia, cualquiera sea, reside en la ilusión de que nosotros, ciudadanos comunes y corrientes, podemos llegar a influir en los destinos de la Patria en la que vivimos. La verdad nos demuestra que las élites son las que controlan el sistema desde siempre. Sobre todo los que no estamos en un partido, sentimos a los partidarios como una clase distinta, una élite que influyen mucho más que cualquier votante. Es en ese panorama que es realmente admirable el efecto de un Milei o de un Trump: que aparezcan como los líderes comunes contra un sistema, acompañados de los más beneficiados por ese sistema, y que una enorme porción de la sociedad los perciba como sujetos comunes.

¿Y qué es lo más común a cualquier persona? ¿Qué es lo que hacen Mirtha Legrand, Juancito de Villa Ortúzar, Milei o el rey Carl XVI de Suecia cuando se golpean el dedo chiquito del pie al ir al baño de madrugada? Putear, putear a los cuatro vientos, maldecir y enviar a la mentada madre que parió al destino. Para descomprimir, no más. ¿Cómo no sentirse identificado frente al que putea contra el sistema si todos amamos el personaje Bombita de Ricardo Darín, el sueño húmedo de cualquier pagador de impuestos que cree que es ciudadano?

Claramente la economía puede solucionarse con medidas pragmáticas sin pegar en la línea de flotación de todas las creencias habidas y por haber. Existen países que son mucho más capitalistas que nosotros y que tienen políticas de derechos individuales por las que acá reinstauraríamos la Santísima Inquisición. Pero como la economía es un flanco débil para la comprensión general –me incluyo– y todos queremos, sencillamente, estar bien, los nuevos líderes apuntan a cosas mucho más comprensibles para todos: la desaparición de nuestros valores tradicionales amenazados por causas que el progresismo levantó como estandartes.

El problema no figura entre los que critican la incoherencia de llamarse liberal y pertenecer a un espacio con más conservas que un almacen de escabeches. Esas son cosas que se resuelven con la practicidad de frases hechas que no dicen nada, como “gente de bien” o “ideas de la libertad”. De última, se apela a la máxima “es lo que nosotros decimos que es”, y a otra cosa.

El contratiempo, en todo caso, surge cuando nos encontramos con los aliados. Y como los aliados locales a nadie le importan, quedan los internacionales. ¿Cuáles son las ideas de la libertad de Donald Trump? No me interesa hacer especulaciones sobre el norteamericano promedio desde Baires County. Que si Arizona, que si Montana, que si Ohio. Cada uno de ellos sabrá qué es lo que ve en lo que vota.

Lo que sí tiene Trump, para nosotros, es que nuevamente tenemos en frente una línea divisoria de qué está bien y qué está mal, a qué tenerle miedo y de qué reirnos. Cuando ganó por primera vez me cagué de risa de todos los análisis que se hacían desde los estados al sur del Pilcomayo. Muchos de los que me dijeron que tenían miedo, hoy no ven nada grave. Después de todo, hay un camino entre el temor a darle el botón rojo al resultado final de ser un presidente con ninguna guerra iniciada.

Es entonces que sí me intriga qué haremos nosotros con eso que llamamos ideas de la libertad. El mundo al que reingresa Trump es otro. No queda casi ninguno de los líderes democráticos de aquel entonces por esa mala costumbre de la alternancia en el Poder y sí quedan los líderes autocráticos por esa sana costumbre de atornillarse al trono. ¿De qué lado estaremos nosotros? No hablo de cuestiones económicas, que bien pueden ir por otra vía, como ha demostrado este país hasta cuando rompió el embargo de venta de alimentos a la Unión Soviética en plena dictadura de Videla.

¿Cómo matchea eso de querer ir a visitar a Zelensky a Ucrania y de pronto correr a la casa del presidente electo de Estados Unidos, no por cuestiones pragmáticas, si no por razones del corazón ideológico que nada tiene que ver con la economía? Peor la debe pasar el que vive en Ucrania, obviamente, pero la idea está: si se impuso la narrativa de que nos definen nuestros alineamientos internacionales, la regla aplica para todos. Y los alineamientos de Trump, en su propia narrativa de disrupción perpetua, dejan colgada de la brocha nuestra narrativa.

Viktor Orbán creó lo que él mismo definió como una “democracia iliberal”, donde no descarta la importancia de “los derechos, etcétera” –literalmente, dijo etcétera– y tiene un bonito historial de estar culo y calzón con Rusia y la China comunista. Ganó el Premio Autócrata Siglo XXI por haber modificado la constitución de su país para que quede establecido que la familia es padre y madre, que la vida es desde la concepción, que la Curia tenga una banca en la Justicia, que el Poder Judicial se quede pegadito al ejecutivo y que la libertad de prensa es sagrada, siempre y cuando no haga nada por fuera de cantar loas a la administración.

Nada de lo impuesto por Orbán está bien, ni nada está mal. Muchos verán en sus postulados un modelo a seguir y es absolutamente válido. Solo que Orbán al menos tiene la dignidad de no llamarse liberal, sino más bien de despreciar públicamente al liberalismo y autoproclamarse iliberal. Trump también celebró ese iliberalismo. Y lo hizo en su discurso de aceptación de la candidatura para las últimas elecciones presidenciales que ganó. Y tiene lógica que el conservadurismo nacionalista se respete entre sí. El tema es que, no sé si lo notaron, pero si sólo nos guiamos por el nacionalismo conservador, las diferencias con Irán, Rusia o Afganistán pasan a ser solo religiosas. Ellos también son conservadores y más nacionalistas que tatuarse la bandera en la frente. Y ahí vamos nosotros y mostramos el faro a seguir al votar más a la derecha que todos ellos juntos.

Históricamente sostuve que para vivir en sociedad se necesita una cuota diaria de hipocresía, sana y leve. Nadie le dice en la cara a un señor en la esquina que se ve desaliñado, que no tiene buen gusto para vestirse o que posee cara de caballo con sarna. Aunque lo pensemos. Históricamente, el que lo hacía podía terminar en una comisaría o en un psiquiátrico. Hoy, tan solo, es una persona “que no tiene filtros” y celebramos una sociedad que carece de ellos. Pero nuestra propia cabeza siempre es una contradicción ambulante. Pensar es poner en múltiples balanzas nuestras creencias, nuestros conocimientos previos y eso nuevo que vemos y que queremos procesar. No tener filtros al pensar en voz alta provoca eso que vemos: una contradicción permanente.

Liberal, conservador, nacionalista, iliberal, aliados del mundo libre, aliados de aliados de Rusia, de China, de Venezuela y de Irán. Aliados de lo que se nos parezca. Y si eso que se parece es un corso a contramano por la avenida principal en hora pico, dale para adelante, campeón, que si te hace llorar, mejor. Total, ya se puede decir cualquier cosa. Si el Presidente, tras once meses de mandato, dice que realizó una reforma estructural ocho veces más grandes que las de Carlos Menem sin que nadie diga “pará, Javo, te fuiste al carajo”, es que tá todo bien.

Hay miles de motivos para criticar a Menem, pero hay que tener cara para hablar de cuestiones estructurales. Las privatizaciones, la total desregulación de todo, la hidrovía, los puentes internacionales y los nacionales, las decenas de miles de kilómetros de autopistas y autovías, la Panamericana, la General Paz, la conexión a La Plata, los embalses hidroeléctricos, los dragados de puertos, los teléfonos, los celulares, internet, las miles de viviendas, la creación del Senasa, la Anmat y el Incucai, el primer satélite científico, las nueve universidades nacionales, los seis parques nacionales, la creación del Consejo de la Magistratura, del Inadi y de la Auditoría General de la Nación, los cinco gasoductos para vender gas, Puerto Madero, los aeropuertos a todo culo y unos 75 mil millones de dólares en inversión directa extranjera que equivalen al doble si la actualizamos por inflación. Tres prestamos del FMI que llegaron y se quedaron.

Aparentemente se hizo ocho veces todo esto. Y en once meses.

Contaba al principio la percepción sobre la democracia que tiene el grueso de la gente. No sé si lo mencioné, pero si se toma el promedio de todos los países que consideramos desarrollados –A.K.A. Primer Mundo– nos encontramos con una desilusión que promedia los dos tercios de los votantes. En algunos países mucho más, en otros menos. Pero es lo que hay cuando cada vez más gente siente que, si pierde, el sistema no funciona y, si gana, el que pierde debe fumársela.

Sin embargo, estos porcentajes aún participan de los procesos democráticos porque creen en ellos, no en sus resultados, pero sí en que el sistema alguna vez funcionará, porque no hay otra cosa. Es la realidad percibida contra los listados de sugerencias que llamamos constituciones. No sé dónde puede terminar esto y ningún autor tiene la bola de cristal para darme una brújula: es nuevo porque la democracia occidental, tal como la conocemos, es nueva. El país más veterano apenas lleva un par de siglos de aplicarla, lo cual, en términos de historia humana, es lo que tardamos en pestañear.

Lo que sí me intriga es qué pasará si se profundiza –y nada parece indicar lo contrario– esa zanja entre lo que queremos y lo que la tradición legal nos indica. Nuestra era de la hipocresía terminó hace rato y las leyes nos resultan hipócritas. Ya hay pensadores en el mundo que aseguran que terminaremos en un punto en el que la democracia nos parecerá una buena idea, pero que no funciona. Pobre gente. Esa línea la cruzamos hace rato y es un acto de hipocresía no aceptarlo. El que gana, es la voz del pueblo. El que pierde, a llorar a la Iglesia.

Si es que cree en Dios, claro.

En fin… Como le contaba, licenciada, es por eso que esta semana no pude pensar en lo que me pidió.

P.D: Lo que más odio del verso es tener que defender cosas que no quiero.

P.D.II: Él puede no haber hecho todo, pero que hizo mucho…

P.D.III: Ya lo he dicho, pero va de vuelta. Si Cris fue condenada es gracias a herramientas que fueron instauradas por el fracasado.

Nicolás Lucca

 

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