Inicio » Relato del presente » Locura total
En 2008 el máximo referente de “artista con consumos problemáticos” fue internado por decisión de su familia. Fue el origen, el punto de partida de una larga recuperación que nos devolvió a una persona menos efusiva que antes, pero nosotros no somos su dueño, es él. El tratamiento le devolvió esperanza de vida, una distinta, pero vida al fin. Y yo agradecí y agradezco que así ocurriera.
Diez años después otro artista llevaba demasiado tiempo sin que su madre lograra hacer que la Justicia interviniera. En un largo derrotero de excesos, nadie pudo frenarlo a tiempo. Él, mucho menos. Un adicto es una persona con la voluntad viciada, un hecho que hasta es reconocido legalmente: no existe la acción penal si no hay voluntad. ¿Y qué es la voluntad para la ley? La exteriorización de una intención. Tan simple y tan complejo como eso.
Decía que éste artista andaba como bola sin manija hasta que se ganó un tratamiento por sus propios medios. Lo consiguió luego de pegarle cuatro tiros en la cabeza a otro tipo.
¿Qué pasó en el medio de los dos casos? ¿Por qué en uno el Estado intervino para garantizar la seguridad de propios y de eventuales terceros? ¿Por qué en el otro intervino recién para juzgar un homicidio? En el medio de esos dos puntos de la línea de tiempo apareció un factor importantísimo: la Ley 26.657 de Salud Mental. Y no hablo de Chano para no marcar otro punto temporal con la muerte que por una vez se apiadó.
Contra toda recomendación de los psiquiatras la ley fue aprobada en 2010. ¿Qué cuestionaban los médicos? Nada. No pudieron cuestionar nada en el Congreso porque no fueron, siquiera, citados. Una ley que trata de salud debe, cuanto menos, escuchar a un profesional de la salud. Se los llama “médicos”. En salud mental, esos médicos son psiquiatras. ¿Cuántos concurrieron al Congreso? Les ahorro el multiple choice: cero.
Bajo el paraguas de la “humanización” del tratamiento se inició un camino de “desmanicomialización”. Debían ser eliminados los manicomios, en una visión absolutamente victoriana en la que los centros de tratamientos psiquiátricos eran el Arkham Asylum de Batman o la Isla Siniestra de Scorsese. Se creó el conjunto interdisciplinario en el que opinan todos, como si la salud mental se tratara de una reunión de consorcio. Antes de tomar una decisión, el Juez debe escuchar a todos los implicados de ese conjunto consultivo: un asistente social, un psicólogo, un enfermero y un psiquiatra. Si alguien encuentra a los cuatro en la guardia de un Hospital, aproveche el golpe de suerte y juegue al Quini.
Como conclusión, nadie puede internar a nadie en contra de su voluntad. Pregunta del millón a los cráneos que crean leyes: ¿cuál es la voluntad de un alienado?
Para 2013, luego de años de advertencias de las distintas asociaciones que nuclean a los médicos psiquiatras, el Poder Ejecutivo tomó una decisión trascendental: le resbaló todo cuestionamiento y reglamentó la ley. Entró en vigor el abandono. Un par de años después, con la reforma al Código Civil, existió una nueva posibilidad de salvar alguna vida. Pero no: el abandono quedó institucionalizado.
Si todavía cree, estimado lector, que hablar de adicciones no tiene nada que ver con hablar de salud mental, usted debería reconsiderar muchas cosas sobre su capacidad de análisis.
El asunto es que esta semana se celebró un nuevo Día Internacional de la Salud Mental. Y como cada 10 de octubre aparecieron notas pedorras en los principales medios del país. Una vez al año, no más. Nadie tiene un problema de salud, nadie tiene a un pariente, amigo, conocido o vecino que padezca alguna complicación mental o una adicción destructiva.
De pronto, pareciera que todos los que trabajan en medios están sanos y no conocen nada de la sociedad. A excepción del 10 de octubre, cuando todos ponen caras serias y solicitan columnas solemnes. Si al menos tuvieran la dignidad de publicar columnas de psiquiatras, sentiría menos bronca. Pero no, van con la de algún médico famoso o algún influencer que tira tips para aprender a respirar.
Pensaba limitarme a hacer algún video para Instagram con la idea de sumarme y sumar a la mayor cantidad de gente posible a la concentración que se llevó a cabo el jueves para pedir una modificación a la puta Ley de Salud Mental. Pero esta semana se inauguró el sábado pasado, cuando me enteré que el Ejecutivo Nacional inició el proceso de cierre del hospital de salud mental Laura Bonaparte. Originalmente, el lugar se llamaba Centro Nacional de Reeducación Social, un edificio enorme dedicado al tratamiento de la salud mental en general, y las adicciones en particular. Luego dijeron que no, pero vamos por partes.
A mí, la sola noticia me resultó una trompada. No por el hospital en sí, sino por el contexto. Espero una modificación que mejore la salud mental y la respuesta del Estado es tirarse el lance para cerrar un hospital psiquiátrico en este país con una sociedad desquiciada. Es un delirio que a ningún delirante se le ocurriría.
Pero aún más duele saber que la excusa para el cierre sea “por falta de pacientes”. Es un insulto a la inteligencia. ¿No cruzaron datos ni mentalmente? ¿Ni siquiera con lógica de tres simple? Pongan un soquete como marioneta en cada mano y repitan el siguiente diálogo de uno a otro:
–Hola, quiero internar a mi hijo porque su adicción está destruyendo su vida.
–¡Hola!, nos encantaría poder internarlo, pero vamos a preguntarle a él, a ver qué opina.
–Pero… Él no quiere saber nada. Ése es el problema, es adicto y no está en condiciones de decidir… La droga habla por él.
–Bueno, pero según la Ley de Salud Mental no podemos hacer mucho.
¿Se entiende la obra? Ahora piensen nuevamente en el dato de “pocos pacientes” y piensen si el problema es el hospital o la Ley de Salud Mental de mierda que tenemos vigente.
Varios días después, llegaron los comentarios de que no, de que nos comimos la curva. Hasta a mí me escribieron algunos amigos para decirme “che, no era así al final”. Al final, claro. Pero la intención estuvo, lo sé, lo leí, lo ví. No nos chamuyen más y aprendan a decir una palabra que ahorra toneladas de ansiolíticos: “perdón”.
Ahora van por la “reestructuración” del hospital. Todavía no registran el nudo de la Ley.
Si de algo puedo hablar con un poquito de autoridad, es de salud mental. Al menos desde el punto de vista de un paciente cada vez más padeciente. Mis problemas con la Ley de Salud Mental son otros: mi total empatía con cada delirante que veo por la calle. ¿Sabían que buena parte de los que se encuentran en situación de calle son alienados mentales? ¿No notaron un incremento en los últimos años? Ni los servicios de salud pueden hacer nada. Sueltos a su suerte, tienen como destino la cárcel o la muerte, lo que llegue primero. La segunda opción nos abarca a casi todo el resto del arco humano. Y mierda si lo sabré, y mierda si se me hizo carne esta semana por razones que no puedo poner en palabras.
Hasta hace unos meses sostenía que hablar de salud mental en este país es un tabú. Hoy creo que es una total falta de interés. A la inmensa mayoría de los que tienen algún tipo de poder de decisión o de comunicación, les chupa uno y medio. O les resbala, que no quiero que nadie se ofenda por mi lenguaje y deje de prestar atención al delirio que estoy relatando, el cual es absolutamente real.
A pesar de la cobertura de mi plan de salud, tengo un gasto mensual fijo insufrible. En términos dolarizados, son 200 verdes. Por mes. Y esto es un cálculo variable pero nunca hacia abajo. Cada caja de pastillas viene en cantidades distintas, algunas son por 28 días, otras por 30 días. A esto hay sumarle el paseo farmacéutico, que nunca jamás en la vida una sola farmacia tiene todo el combo pastillero junto.
¿Cómo hace una persona pobre para costearse un tratamiento? Esto va para los que dicen que la salud mental es un problemita burgués, esa versión porteña del White People Problem. No es que los pobres no tienen problemas de salud mental: no tienen cómo mierda costearlos y, por si fuera poco, no tienen dónde. Y, si hablamos de adicciones, el problema encuentra dos soluciones: la cárcel o el cementerio. Sigue siendo así y a nadie pareciera importarle.
Hoy es una política implícita hablar de “bienestar” en un sentido de New Age: el Wellness. Es genial porque lo que a uno le resulta bueno a otro puede parecerle insuficiente o demasiado. ¿Qué es estar bien? ¿Te sentirías cómodo con un tres ambientes en Floresta? ¿Y si ese tres ambientes fuera el paso siguiente después de vivir en un monoambiente alquilado en un barrio complicado? ¿Y si fueras un millonario de familia que tuvo que dejar su palacete en Barrio Parque? Repito: ¿Quién decide qué es el bienestar? Bueno, con los nuevos conceptos, los parámetros están estandarizados. “Está bien estar mal”. No, no está una chota de bien estar mal, como no está bien tener fiebre, ni tener dolores. Todos los que dicen eso, da la casualidad, están bien.
En cuanto a la salud mental, hay un parámetro básico y elemental: estás sano o no lo estás. Y si no lo estás, necesitás un tratamiento. Y a veces, sólo a veces, este tratamiento requiere medicamentos. En cuestiones de proporciones, son muy poquitos quienes requerirán una internación. Pero así hablásemos del 1% de la población, ese 1% son 450 mil compatriotas. ¿En serio les parece que hay que cerrar hospitales o reestructurarlos?
Ya no sé qué más se me puede ocurrir. Veamos cómo me va con la oferta y la demanda. Supongamos que tengo 450 mil potenciales internados y hospitales vacíos. Evidentemente, tengo una demanda tremenda con una oferta que es impedida de ofrecerse por culpa de una regulación estúpida y que, catorce años después de ser aprobada y tras once años de reglamentada, ya demostró su total, absoluta y cabal incapacidad. ¿Así tampoco se entiende?
Imaginemos otra analogía. Si tuviéramos una cárcel con escasa población ¿qué haríamos primero? Probablemente, mirar las estadísticas de delitos. Si las cifras están por las nubes y las cárceles vacías, ya sé dónde está el problema. Buscaríamos alguna solución que no incluya convertir la cárcel en un condominio de alquiler. ¿No? Imaginen que tenemos leyes penales aún más flojas que las actuales y que nadie va preso por una ley que fue consultada sólo con asistentes sociales, una en la que no se llamó a ningún funcionario policial o judicial, ni al Colegio de Abogados. Medio que nos molestaría. Y mucho.
¿Les parece imposible una ley así? Eso es lo que hicieron con la Ley de Salud Mental.
Repito lo dicho más arriba: no se trata de un hospital, sino de lo que representa el acto en sí, que no es otra cosa que dejar plasmada la total falta de interés en abordar jamás la problemática creciente de salud mental, en un mundo cada vez más conflictuado y con todas las estadísticas en contra potenciadas desde 2020. Ahora, recién ahora trasciende que “puede que se haga otra cosa” respecto del Bonaparte. Incluso no faltó el imprudente que me dijo que me comí “una opereta”. Sé que no. Lo sé porque a eso me dedico. No recularon al darse cuenta de que no podían: les dio cosa quedar en evidencia.
Y ahora me arrepiento de no haberme dado cuenta que también desregularon el sector del transporte de pasajeros en el aniversario de la tragedia del colegio Ecos. Es como si tuvieran un calendario de efemérides y eso les tirara ideas de a quién meterle el dedo en la llaga. Con todo lo que hay que hacer en este país, no entiendo por qué eligen comenzar con las que duelen. Es como una lógica de “no funciona, ¿lo arreglamos o lo tiramos? A la basura y sin reposición. Queríamos eficacia y nos trajeron a Marie Kondo sin explicarle cuáles son las cosas que no queremos que nos tire a la mierda. Y pensar que con un decreto solucionaron todo lo que estaba causando daño.
De todos modos, en materia de salud mental, el daño está hecho y hace mucho tiempo.
Nos soltaron la mano. El Estado nos soltó la mano hace rato. Y el Congreso, aunque no sea el mismo que el de hace doce años, no parece tener interés en arreglar las cosas. Las administraciones progresistas se centraron en la humanización del paciente psiquiátrico y le dieron el derecho de elegir a quienes no pueden elegir porque están presos de sus fantasmas. Y ahora el criterio político imperante, si es que se ajustan a sus libros teóricos a rajatabla –de Engelhardt en adelante– deberían suspender todo sistema de salud pública por considerar inmoral y confiscatorio el cobro de impuestos para satisfacer las necesidades de terceros. Y así estamos, yendo de teoría en teoría, pero con una sola convicción: a nadie se le ocurre mirar qué pasa en la calle. Si quienes toman estas decisiones no miran dentro de sus familias y círculos de amigos, imaginemos la calle.
Los locos somos nosotros, los quejosos, los quilomberos, los que se olvidaron de tomar la pastillita, los faloperos con prescripción médica, los intratables, los inmanejables, los conflictivos, los que te pudren, los que generan ambientes laborales tóxicos, los impredecibles, los imbancables, los indeseables. Y sí, seremos todo eso para un Estado que, sin importar quién gobierne, prefiere no vernos. Pero nosotros, al menos, tenemos un diagnóstico. Sabemos que no somos nada de todo eso que se nos imputa falsa y discriminatoriamente. Un laburante levanta la voz en una reunión de trabajo y es un tipo calentón. Lo hace el que está bajo tratamiento y le falló la medicación. Un tipo se queja en la cola del supermercado y es un micro líder revolucionario de los consumidores. Lo hace el que está medicado y es un loco de mierda.
Pongan el nombre que quieran, pero solo los que pasamos por este infierno y recibimos asistencia sabemos que estaremos locos, pero al menos sabemos que no somos unos hijos de puta. Y también sabemos que hemos tenido mucha suerte. Tuve mucha suerte. Tengo mucha, muchísima suerte. Tengo quien detecte cuando estoy por caer al pozo, tengo una asistencia médica, tengo trabajo para pagar el delirio del costo de tener salud. Y eso, en buena medida, me hace sentir mal.
Soy absolutamente meritocrático. Lo sabe cualquiera que me haya leído en el último siglo. Sin embargo, la salud mental no se gana por meritocracia. Yo no elijo estar así, nadie podría elegir esto. Y yo no hice nada para estar mal, no lo decidí, no hice una mala inversión en la bolsa de valores de la vida. Nada, absolutamente nada. Me tocó y eso es todo. Y saber que la salud mental es una cuestión de suerte, hace que me sienta mal. Fue suerte que me haya tocado a mí. Y, en virtud de la nula importancia que le dan todos a la salud mental, se ve que también tengo demasiada suerte en tener los recursos para intentar encajar en este manicomio gigante al que ustedes llaman sociedad.
Gracias por haber leído. Y un beso al cielo. «Siempre igual: los que no pueden más se van».
P.D: Voy a seguir quemando cabezas hasta que tengamos una ley de salud mental de verdad. Llevo más de una década exigiéndola por todas las vías, puedo seguir.
P.D. II: No todo es economía y este era mi mayor temor. Porque acá, cuando la economía funciona, el resto pasa al sector de objetos perdidos.
P.D. III: Lo que nunca imaginé es la falta de empatía de los que nos conocen hace décadas y hoy justifican hasta lo que nos hace daño mientras nos ignoran. Como si no existieran alternativas.
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(Sí, se leen y se contestan since 2008)
4 respuestas
La ley de salud mental se hizo para bajar el gasto en salud. La «humanizacion» o «desmanicomializacion» fué, es y será una excusa nomas.
No querían ser como EEUU? Ahí esta la libertad negativa que tanto defienden los liberales. Son libres de morirse en la calle o pagarse un tratamiento.
Hola Nico,
Te descubrí hace poco, quizás a través de Flavia Pitella. Me hizo bien descubrirte porque nos une la depresión y el trastorno de ansiedad, y las ganas de hablar sobre eso. Me animé hace poco a hablar más abiertamente de mi depresión diagnosticada hace 10-15 años, medicada y controlada por psiquiatra. Y la vida sigue, más o menos asfaltada y empedrada. Y, también me frustro muchas veces, y me arrepiento de hablar. Y me enojo dentro mío con los demás. Pero, creo que en realidad, y por suerte para ellos, no PUEDEN entender. Es difícil transmitir el infierno que puede ser la mente. Entonces, dentro mío los perdono y me callo. Hasta que vuelvo a hablar, vuelvo a frustrarme, y vuelvo a callarme. Y llego a dudar del beneficio de hablar con quien no puede entender.
A veces cuando me insisten «dale, salí,andá,sos inteligente, vos podés, etc» trato de explicarles que es como decirle a un diabético «dale, fabricá insulina, vos podés, sos inteligente»… No sé si entienden…
Hola Nico,
Te descubrí hace poco, quizás a través de Flavia Pitella. Me hizo bien descubrirte porque nos une la depresión y el trastorno de ansiedad, y las ganas de hablar sobre eso. Me animé hace poco a hablar más abiertamente de mi depresión diagnosticada hace 10-15 años, medicada y controlada por psiquiatra. Y la vida sigue, más o menos asfaltada y empedrada. Y, también me frustro muchas veces, y me arrepiento de hablar. Y me enojo dentro mío con los demás. Pero, creo que en realidad, y por suerte para ellos, no PUEDEN entender. Es difícil transmitir el infierno que puede ser la mente. Entonces, dentro mío los perdono y me callo. Hasta que vuelvo a hablar, vuelvo a frustrarme, y vuelvo a callarme. Y llego a dudar del beneficio de hablar con quien no puede entender.
A veces cuando me insisten «dale, salí,andá,sos inteligente, vos podés, etc» trato de explicarles que es como decirle a un diabético «dale, fabricá insulina, vos podés, sos inteligente»… No sé si entienden… ♀️♀️
Hola
¿Podríamos organizar alguna actividad que dé visibilidad a la salud mental? A mí me gusta el deporte, quizás a otros el arte… algo que muestre que la depresión no es falta de voluntad o quedarse en la cama. No es «enfermedad mental» es «salud mental». Es sacar energía de donde no hay para hacer una caminata, una carrera, una muestra de arte, lo que sea.