Un posteo de Navidad

Un posteo de Navidad

A mediados de 2003, con un país atontado y una población en modo automático que no registraba el caos circundante ni lo recordaría en el futuro, una versión mucho más joven que yo tenía un solo amigo dentro del mundillo judicial. Era una persona que llegaba, hacía su trabajo, se tomaba un recreo una vez por hora, y a las 14 horas podías llegar a encontrar su sombra de la velocidad con la que desaparecía. Más allá de describir una normalidad judicial, el tipo era raro. No le gustaba hablar del trabajo ni cuando le preguntaban a qué se dedicaba. “Empleado público” respondía, sin mayores aclaraciones. O sea: sí, lo era, pero no conozco a nadie que no aclare donde trabaja.

Este muchacho al que yo llamo “amigo” lo era sólo porque charlaba con él de boludeces. No sé si era buen tipo o no, nunca demostraba ninguna de las dos cosas. Excepto una vez que hizo algo que, al día de hoy, tampoco sé si estuvo bien o mal. Él se sintió terrible, para mí fue una cosa hermosa. Estaba de turno cuando le cayó un caso de falsificación y uso de documentación. Básicamente, una persona que quiso pasar por el scanner del Aeropuerto de Ezeiza con un pasaporte trucho.

Lo recuerdo totalmente contrariado el día que me lo contó. Una muchacha de Ecuador o de Colombia, que al momento de tomarle la indagatoria ya sabía que no iba a declarar por recomendación de la Defensoría Oficial. Este tipo abrió el acta y comenzó a preguntarle por los datos personales. Pongamos que se llamaba Sonia, de unos 30 años, ocupación: doctora en Psiquiatría. Mi amigote frenó el acta inmediatamente. Él era de los que se preguntaban qué corno pasaba por la cabeza de alguien con posibilidades para llevar a cabo tremenda estupidez de delito. Y ahí comenzó su odisea compartida con Sonia.

Siempre según la versión que mi amigo me contó de la versión que la imputada le dijo, ella se encontraba en una situación de desesperación por tener un hijo de unos 5 años con una enfermedad renal tratable, pero imposible de costear para sus ingresos. A mi amigo, gran puteador del país –esas cosas que teníamos en común– le costaba dimensionar que nuestro sistema de salud será para cagarlo a puteadas, pero que al menos tenemos un sistema de salud. La muchacha no tenía el dinero para costear el tratamiento, pero sí un pucho que le permitía irse a España a juntar la guita rápido. ¿Por qué no lo hizo con su propio pasaporte? Porque el de Argentina valía más a la hora de conseguir un ingreso y permanencia. Aún lo vale.

El asunto es que, luego de conversar por unos minutos, no más, la imputada cambió de idea, decidió no hacerle caso a la defensora oficial –a quien, de todos modos, ni siquiera había conocido– y aceptó declarar. Para qué… Contó que el pasaporte lo había pagado unos 400 dólares y que le aseguraron que era de verdad, que lo único trucho era el pequeño detalle de que no le correspondía tener uno. De todos modos era –y es– un delito, claro, pero el tema pasaba por otro lado: aparentemente había una canilla por la que salían pasaportes argentinos reales. El muchacho terminó de tomarle declaración, fue a ver a su prosecretaria y le dijo que ya estaba para resolver la excarcelación. La Pro le dijo que no, que no tenía domicilio en el país.

Mi amigo estaba verdaderamente atormentado aquella tarde en que me lo encontré en la estación de servicio a donde íbamos a comer los cagatintas sin sueldazos. Él aseguraba que no había nada emocional de su parte, que el hecho de saber que envió al penal de Ezeiza a una mujer extranjera de clase media y profesional no era lo que le preocupaba, sino el cambio de actitud de su lugar de laburo. Y yo creí, y aún creo, que decía eso para no aceptar que se sintió tocado por el factor humano.

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¿Qué es lo que lleva a una persona a hacer lo correcto? ¿Lo correcto siempre es cumplir con la ley? Si mañana nos despertáramos con una ley que sanciona con diez años de prisión a quien mande audios superiores a los 30 segundos por Whatsapp ¿acataríamos, así, sin más? No digo que no sea tentador, pero muchos considerarían que es correcto expresarse en la cantidad de tiempo que les lleve, aunque del otro lado los puteen. En otros países hay leyes que sancionan con prisión a la mujer que se quite el velo de la cabeza y nos parece un horror. ¿Cómo van a ampararse en una interpretación literal de un texto religioso?

No siempre la ley y lo correcto van de la mano. Es más, a veces ni siquiera hace falta una ley injusta: alcanza con una excepción a la regla. Desconozco si mi amigo tenía en mente esto cuando hizo todo lo que me enteré que había hecho. Al día siguiente de la indagatoria, se apersonó en la mesa de entradas una mujer que aducía ser la tía de Sonia. Y Sonia no había dicho que tuviera ninguna tía viviendo en el país. Pero la mujer así lo afirmó y tenía un domicilio físico para aportar, darle alojamiento y control para una eventual excarcelación de la muchacha que disfrutaba de la hospitalidad del sistema penitenciario argentino. No sin hacer juntar orina a todos hasta que llegó la certificación del domicilio cuando ya caía la noche, las autoridades aceptaron darle la excarcelación a Sonia.

Pero el asunto no terminó ahí. Este joven del que hablamos tenía en manos una denuncia tremenda: alguien vendía pasaportes originales a personas que no eran argentinas. La pericia del laboratorio scopométrico comprobaba la veracidad de la declaración de la imputada: el documento que pasó por Ezeiza no era una copia realizada por un falsificador, era de verdad. De algún lado salían esos pasaportes. Sin consultarle a nadie, hizo lo que habitualmente haría cualquier empleado cuando se entera de un nuevo delito: sacar fotocopias y abrir un nuevo expediente por averiguación de ilícito.

Dos meses después, sin fecha para juicio ni posibilidad de buscar empleo, Sonia ya estaba mucho peor que cuando comenzó. Una característica tradición de la Justicia vernácula es la cantidad de sujetos que se dan a la fuga gracias a permisos ridículos de salida al exterior. Se han dado a la fuga hasta empresarios extranjeros con arresto domiciliario y pedidos de extradición. ¿Cómo hicieron? La única forma de pensar bien es que estaban entrenados en las más profundas artes ninjas para poder eludir la custodia policial en la única puerta de sus edificios. Pero a Sonia no se le permitía un viaje de una semana a su país de origen para estar con su hijo cada vez más al borde del punto de no retorno.

Así fue que, en pocos días, llegó un fax del consulado de Ecuador –o de Colombia, no recuerdo– con una descripción espantosa del estado de salud del niño de Sonia y el aún peor pronóstico. La defensoría oficial se acordó de trabajar y, con los cubiertos en la mano, se dispuso a hacerse una fiesta y pedirle al Juzgado un permiso de viaje por razones humanitarias. Sonia viajó con el compromiso de volver en 30 días.

A mi amigote lo vi muy cabizbajo a pesar de que los dos sabíamos que para él había sido un triunfo personal por sobre las trabas burocráticas de un capricho técnico. No es que el Juzgado –o la persona que daba órdenes dentro del juzgado– no estuvieran en lo cierto, no es que la ley no los amparara en sus constantes negativas. Lo que estaba en juego para mi amigo, y para mí por verlo tan mal, era una cuestión que se jugaba en otro terreno, en el de la ética, la moral y esa enorme cancha casi siempre sin luz que llamamos “lo que corresponde hacer”.

Recuerdo que me puse a charlarle de temas triviales, como que ya se iba noviembre y las fiestas me agarraban de turno a mí, que el Juzgado no quería laburar el 25 y yo me moría de ganas de hacerlo para tener la excusa perfecta para rajar de casa y demás boludeces cuando me interrumpe: “no vuelve”. Me lo quedé mirando con la boca llena. Un arqueo de mi ceja izquierda hizo la pregunta. “Porque le dije que no vuelva”, me contesta mi amigo, ahora telépata, para luego agregar que la causa que preparó para investigar si alguien vendía pasaportes originales estaba en los brazos de Morfeo, el dios del sueño que habita en los cajones de algunos funcionarios judiciales.

Cuando me tocó entrar en turno unas semanas después, en lo único que pensaba cada vez que me tocaba uno con pasaporte trucho, era en que no me llegara una Sonia. En eso y en esquivar el próximo hábeas corpus de un preso ucraniano que nos tenía a todos con los huevos al plato. Llamó mi atención no cruzarme con mi amigo en la estación de servicio por varios días. Lo llamé a su interno y se había tomado licencia. Su celular no contestaba y Whatsapp todavía no existía ni en la peor de las pesadillas. Pocas semanas después me enteré de su renuncia. Luego de un mes me llegó un mail con una invitación de café.

Así fue que me enteré que este muchacho paraba en locutorios perdidos para llamar a no sé quién y decirles lo que tenían que presentar para conseguir la excarcelación y luego el permiso de viaje. Que la tía de Sonia probablemente la haya conocido ese mismo día y que, si no volvió al país, es porque él mismo le pidió que no lo hiciera. Con los ojos vidriosos y la voz cortada me confesó que se sintió un delincuente durante todo el proceso porque, básicamente, eso es lo que hace un delincuente: delinquir. Creo que le dije que no había delinquido porque su accionar estaba absolutamente justificado. “Para vos”, me contestó, para luego agregar que la antijuridicidad no juega en el terreno de la moral sino en la objetividad.

Convencidísimo de que había cometido un ilícito, le pregunté si creía que había actuado correctamente: “No lo sé, es lo que me salió hacer”. Así y todo, yo no entendía por qué había renunciado, si nadie estaba al tanto de nada. Aparentemente, hubo un llamado desde el exterior con un agradecimiento enorme, dado que la historia había conmovido a algún desconocido en el camino burocrático extranjero y el niño de Sonia recibió tratamiento. Una semana después, mi amigo renunció. No todos toleran cualquier peso. Hombre terminante, tampoco volví a saber de él luego de ése café.

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Una vez dije que no confío en la estabilidad emocional de ninguna persona que decida exponerse a ser odiado por el grueso de la población de un país. Me refiero a cualquiera que decida ingresar a la política en un lugar de mediana exposición  y de ahí para arriba. Las personas con mejor imagen de la Argentina son Javier Milei y Victoria Villarruel. Cada uno de ellos tiene un promedio de 50% de imagen positiva. En un mundo cada vez más polarizado, el otro 50% no es, precisamente, un «no los conozco».

Yo no puedo resistir una hora si sé que alguien está enojado conmigo y no sé cómo haría para vivir si me enterara de que tengo un enemigo. Por eso digo que el funcionario público promedio sintoniza otra frecuencia. Doy por sentado que hay mucha gente con el cuero un poco más grueso que el mío como para tolerar no ser querido por algún vecino o que no lo aprecien todos los compañeros de oficina, pero creo que nadie toleraría saber que diez, quince o veinte millones de argentinos te odian. Y si eso es lo que tienen los que cosechan la mejor imagen, pensemos en el resto. ¿Cómo se vive con 30 millones de humanos que te putean? ¿Y con 40 millones?

Hacer lo que corresponde por encima de lo correcto es algo que genera resistencias. Siempre lo hará porque siempre habrá otra persona que considere que las leyes están para cumplirlas sin importar las circunstancias. Y aunque la ley acompañe, existen casos en los que hacer lo que corresponde es doloroso. Yo no sé dónde terminará esta experiencia económica, política y social que vivimos. Ni siquiera sé si es que se trata del camino correcto y tan sólo se hace lo que corresponde aunque duela. Sí sé que hay más gente que la deseable con actitudes amparadas en la ley pero que destrozan la estabilidad mental de cualquiera. Más si ese cualquiera vivió la aventura de tener su última encarnación en este limbo llamado Argentina.

Pero como estas épocas del año me ponen introspectivo, no pude evitar caer en estos pensamientos. Sí, me gusta la Navidad y me encantan las semanas previas a ella. Dicho esto, y sin ganas de caer en el costumbrismo de una serie de los noventa, sí creo que hay un mundo hermoso que nos rodea, que siempre estuvo aún en los peores momentos. Creo que hay flores que crecen en trincheras. Que hay un universo maravilloso en el que la gente todavía corre para empujar el auto de un sujeto al que desconoce. Que existe un planeta habitado por seres humanos que viajan de una punta del mapa a la otra para ayudar a totales extraños con quienes, siquiera, pueden comunicarse en un mismo idioma. Y lo hacen sin fotos para sus redes egosociales.

Existe y está ahí. Obvio que es más fácil quedarnos con lo malo. Y lo digo yo, que un solo comentario negativo me quita las ganas de volver a escribir. Pero es así. Por cada imbécil que descarga sus resentimientos sobre nosotros en una esquina, hay cientos de personas que dejarían todo lo que están haciendo por ayudarnos a levantarnos si nos tropezamos. Mientras se ríen, claro.

Prefiero pensar en eso o debería ponerle fin a la farsa. Mi nihilismo es este, uno positivo dentro de todo. Un modo de vida apocalíptico perpetuo en el que siempre puede salir todo mal pero en el que estamos rodeados de personas buenas, realmente buenas aunque ni ellos mismos lo sepan.

No es que recordé la historia que les conté más arriba: la tengo casi siempre presente. Más de dos décadas han pasado y todavía pienso en qué habrá sido de ese muchacho y de Sonia, a quien tampoco conocí. Pasa que me senté a ver una versión nueva de A Christmas Carol –otra más y nunca me parecen suficientes– justo en un día en el que se me cruzó la historia de ese tipo que se fue a la mierda de un trabajo.

¿Mi otrora amigo era bueno o rebelde? ¿Fue bueno al hacer lo que la ley prohíbe? Más allá de que la historia tiene todos los condimentos para la comparación, claro, que hasta tenemos un Pequeño Tim en el combo. Pero a mi amigo no lo ví nunca como a un Mr. Scrooge que hizo un último acto bueno antes de irse. Él insistía en que no hizo nada bueno, sino lo que le salió. Y yo creo que, sin saber mucho más de su vida, tuvo una actitud de buen tipo. Como muchísimos de los que nos rodean.

Personas que no buscan fama para ayudar. Famosos muy famosos que ayudan en silencio y que todos lo sabemos por Radio Pasillo. Y lo respetamos y no lo contamos. Gente normal con actitudes cada vez más anormales en un contexto en el que el maltrato se ha hecho una sana costumbre. Uno que se siente mal por haber sido malinterpretado por un amigo, otro que solo intenta ser amable mientras sobrevive en su absurda existencia, una persona que va por la vida defendiendo causas de personas que no son sus amigas, un extraño que invita unas medialunas a un niño que sólo quería vender un paquete de pañuelos. ¿Vieron esos que reparten comida caliente en las noches de invierno? Ni entre ellos se conocen. Tiran un mensaje, coordinan, cocinan, salen.

A los conocidos es difícil decirles que no. Voluntad de verdad es darle una mano al que no conocés.

Quiero creer que en el mundo ganan los buenos. Cualquiera conoce la diferencia entre qué está bien y qué mal. Los que dejan marca son los que hacen algo más. Necesito creerlo porque, de otra forma, la existencia sería insoportable. No existe guerra eterna, nadie sano quiere tener un enemigo y ningún ser normal se llena de dopamina por maltratar a otros.

El resto, es disfrutar.

P.D: Espero que en esta Navidad tengan mucho amor, que el espíritu de las Navidades pasadas sea ameno, que el de las Navidades presentes los llene de cosas buenas y de lo que más nos hace falta: gente amable. Y que el de las Navidades futuras no les dé miedo.

P.D II: Salud.

Nicolás Lucca

 

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10 respuestas

  1. Nico, un gusto leerte como siempre. Mis mejores deseos para vos y los tuyos en estas fiestas. Te paso un dato, quizas ya lo tengas. En el canal de youtube «En la casita» podes ver unas lindas tomas de Lugano, algunas desde el aire. Tambien (y principalmente) hay buena musica. Nico Franco, por ejemplo, que es un guitarrista a tener en cuenta. Gran abrazo y buen 2025.

  2. Lo legal no siempre es lo correcto. En el Tercer Reich lo legal era denunciar a tu vecino judío para que lo «deportaran». Pero hubo gente que antepuso el valor de lo que es correcto al valor de lo que marcaba la ley y arriesgaron sus vidas para ocultar a su prójimo. Hay que tener valor para enfrentarse al poderío de la ley establecida. Tu amigo fue valiente y además doblemente por asumir las consecuencias aunque nadie se lo pidiera. Un abrazo!

    1. Hay más gente buena que mala. La mala es más ruidosa… hasta que el bueno habla o haces agregaría yo. Hoy di un taller en un centro de reciclaje para mejorar el clima laboral. Mi expectativa estaba por el suelo por las historias de violencia y maltrato que había escuchado. En cuanto empezaron a tener voz los que querían estar mejor todo fue sobre ruedas. Y el violento fue quedando más desubicado qué nunca. Al cierre el quilombero quiso romper y no pudo, y hubo rayos de esperanza del resto que se puede cambiar. Terminé agotado y feliz de aportar mi granito de arena para que los buenos vean que tienen voz.

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