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Con los archivos llenos

Con los archivos llenos

Visto y considerando:

Los hechos sucedidos en la República Argentina en las últimas décadas, las variaciones de repercusión de este sitio de lectura desde su creación en 2008 afectadas coincidentemente con los distintos cambios de gobierno, y las pocas ganas que me quedan de abordar siempre un tema nuevo en un país que es una repetición constante de la misma obra con distintos actores, es que me presento con el objetivo de decir lo que se me pasa por la cabeza sin aplicar más filtros que los del lenguaje agradable.

Hechos.

Corría el año 2002 cuando un abogado de la matrícula se presentó ante la mesa de entradas de un Juzgado. Puntualmente, uno del Poder Judicial de la Provincia de Buenos Aires. En su escrito, el letrado informó que había sido notificado de una audiencia con posterioridad a la fecha en la que, dicha audiencia, no pudo ser llevada a cabo por su indeseada ausencia.

Hablamos de tiempos en los que los registros judiciales se anotaban a mano en pesados libros de movimientos y las cédulas de notificación se entregaban en papel en domicilios reales o, cuanto mucho, en algún casillero a nombre del matriculado.

El anoticiamiento de la falencia en el sistema de notificaciones no habría pasado a mayores si el letrado, una persona extremadamente culta y versada en cuestiones literarias, poeta en su tiempo libre y famoso por sus presentaciones judiciales creativas y ácidas, se hubiera limitado a pedir una nueva audiencia y sugerir un mayor control en las vías de notificación.

Pero he aquí que el letrado pidió a Su Señoría que elija entre dos opciones y en términos muy particulares. Esperables por tratarse de quién hablamos, pero no por ello menos sorprendentes. La primera opción consistió en una previsible solicitud de nueva fecha de audiencia y una efectiva notificación “preferentemente antes de llevarse a cabo el encuentro”. La segunda de las alternativas sugeridas fue una solicitud de que el Juzgado arbitre los medios necesarios a fin de conseguir “algún ser humano que oficie de medium y entienda idiomas” a efectos de lograr “una conversación con Albert Einstein” para que “derogue la dependencia del espacio con el tiempo” y, de este modo, cualquier ser humano pueda estar presente en la fecha que se la antoje. Como medida subsidiaria, y “en caso de que el Doctor Einstein no pueda ser hallado en el más allá, se procure el contacto con Orson Welles para que facilite al letrado de los planos de una máquina del tiempo”.

De más está decir que mi versión veinteañera primero estalló de risa. Luego comenzó a sudar frío de solo pensar que debía entregarle ese escrito a la Prosecretaria. Ella, al ver tamaño texto dirigido al Juez, pediría –y pidió– que se lo muestre al Secretario. Obviamente, el titular de la Secretaría Única vio la presentación y comenzó a llorar de risa y le pidió a mi versión joven que lo acompañe a llevárselo a Su Señoría para tener testigos de su reacción. De haber existido teléfonos celulares con cámaras, probablemente habría pedido que filmara y todo.

El juez leyó en silencio y solo quienes lo conocían pudieron notar cómo su presión arterial comenzaba a subir. Acto seguido, le pidió al pinche de la Mesa de Entradas que tomara asiento en su propia computadora para dictarle.

En palabras que recuerdo como si hubiera ocurrido ayer, el Magistrado comenzó con las formalidades. “En atención al escrito obrante a fojas blablablá” indicaba cierta parsimonia que no era tal dado que un Juez rara vez dicta de forma personal proveídos tan cotidianos. Cuestión que la cara del joven pinche comenzó a ponerse seria al tener que tipear “se le hace saber al letrado que, independientemente de las creencias personales, es deber institucional centrarse en ciencias comprobadas y, por ende, descartar el acceso a alguna persona que oficie de medium”. Por otro lado, se le anotició de que “Albert Einstein, de existir en otro plano y, por sobre todas las cosas, de tener ganas de contestar a una solicitud tan pueril, no podría derogar ninguna ley porque tan solo las descubrió, no las dictó”; y que “de hecho, si Isaac Newton tuviera ganas de intervenir y, en un acto de rebeldía, dispusiera que la fuerza de gravedad no existe, la Luna seguirá orbitando la Tierra”.

Por si faltaba algo, el Juez agregó que “se le hace saber al peticionante que ninguna teoría especulativa sobre viajes en el tiempo considera factible un salto al pasado y que el autor de La Máquina del Tiempo no es Orson Welles, sino Herbert George Wells”. Para finalizar, Su Señoría fijó nueva audiencia. Y ordenó enviar una copia de todo lo actuado al Colegio Público de Abogados. En tiempos burocráticos –que sí se mueven en una línea temporal distinta a la del resto de los humanos– el ente disciplinario del Colegio suspendió la matrícula del abogado luego de hallarlo mentalmente incapaz de llevar a cabo su trabajo, quedando su rehabilitación supeditada a un tratamiento psiquiátrico efectivo.

Siempre me ha gustado imaginar a las instituciones básicas de la República como si fueran tres unidades abocadas a la administración del tiempo. Me resulta divertido y bastante práctico pensar que el Poder Ejecutivo se ocupa del presente contínuo, el Poder Legislativo se encarga del futuro y el Poder Judicial administra el pasado. Las características de cada una de estas instituciones así las moldean. Nadie va a un Juzgado si es que no le pasó algo. Pasó, en tiempo pasado. O en caso de algo que esté ocurriendo en tiempo contínuo, tuvo un inicio y debe ser reparado.

Dentro del gigantesco entramado que conforma el sistema judicial argentino, en pocos lugares queda más plasmado lo de la administración del pasado que en el fuero penal. Nadie es juzgado por un hecho que no haya ocurrido. O al menos no debería. Pero, para poder investigar, tiene que existir la sospecha de que algo pasó y para juzgarlo tiene que haber terminado en algún momento.

Ningún gobierno tuvo esto en cuenta. Al menos no lo tuvo en toda su dimensión. Y el hecho de desconocer estos factores también es un indicador de la calidad democrática: prueben con encuestas profundas sobre percepción de “la Justicia” y comenzarán a creer realmente en aquel viejo dicho –atribuido a Churchill pero sin una sola fuente– que dice que “el mejor argumento en contra de la democracia son cinco minutos de conversación con el votante promedio”.

Si alguien se hubiera calentado en algún momento, quizá el grueso de los programas periodísticos no girarían en torno a las causas judiciales iniciadas hace lustros o décadas. No quedaría otra que hablar del presente o del futuro. Y todos sabemos que son dos cuestiones que los políticos en general no tienen muchas ganas de que se ponga la lupa.

Cuando digo que nadie se calentó, no hablo de intromisiones en la funciones de otro Poder del Estado. Hablo de denuncias contra jueces en el Consejo de la Magistratura que nunca prosperan, hablo de cargos vacantes en Juzgados que se acumulan hasta que ninguna gestión puede nombrar a todos sin colonizar al Poder Judicial, hablo de la insolvencia de contar con un ministerio de Justicia cuando desde hace tres décadas existe el Consejo de la Magistratura.

Pero hay una cuestión que me parece fascinante respecto de los que comandan los destinos de la Nación que tiene que ver con la confusión de qué convierte a una persona en Estadista. Ah, qué palabra tan utilizada y tan poco comprendida. No vamos a irnos hasta Aristóteles porque en los últimos 2.500 años han existido cientos de formas de comprender e imaginar al Estado, pero en tiempos modernos aceptamos la definición de que el Estadista excede al político por imaginar políticas a largo plazo a pesar de la impopularidad inmediata, mientras que el político raso se dedica a la administración del Poder por el Poder en sí mismo. Visto desde este punto de vista, el Presidente y su prédica de desmantelar todo lo que él mismo considera funciones innecesarias del Estado, puede colocarlo en el rol de Estadista. Pero eso solo ocurriría si esas políticas que él impulsa son sostenidas a largo plazo.

La promesa de la eliminación del Banco Central aún entra en la discusión del plano intelectual. No hay planes ni plazos para su concreción. ¿Es una idea de un Estadista? Sin lugar a dudas. ¿Es su concreción lo que convierte a su autor en un Estadista? Depende. Básicamente, porque el principio rector de cualquier sistema democrático es que alguien que crea algo puede eliminarlo, y ese mismo método puede ser utilizado para volver a crearlo. No hay ningún resorte legal que obligue a que, diez días después de aprobarse una ley para la disolución del Banco Central, el mismo Congreso sancione otra para volver a crearlo. De hecho, ya quedó demostrado que ni siquiera hace falta un recambio legislativo para que los legisladores cambien de idea en un par de semanas.

Es en esta línea temporal del futuro en la que me pregunto por qué se utilizan determinados argumentos –y no otros– para desacoplar a la Argentina de lo que vulgarmente se conoce como Agenda 2030. Más que nada porque pareciera que el Presidente desconoce los contenidos de dicha Agenda y, como buen consumidor de redes sociales –como todos– puede llegar a estar confundido y cree que todo se reduce a una cuestión de fomentar la degeneración de los niños de la Patria. Es la realidad en la que vivimos hace años: no importan la verdad ni la mentira, importa cuánta gente crea en ellas.

El mejor argumento contra la Agenda 2030 es que un país con los niveles de contaminación de la Argentina y su situación de subdesarrollo industrial, no tiene por qué sumarse a una ola de restricciones de emisión cuando ni siquiera figuramos en el top 20 de los países más contaminantes. No sé si estoy de acuerdo o no, pero permítanme al menos ofrecerlo como argumento. Pero el Pacto para el Futuro es mucho más que todo eso. Lo que conocemos como Agenda 2030 no es un plan comandado por Bill Gates en conspiración con Rothschild y Soros para el dominio mundial. Vaya paradoja: comprar una teoría de la conspiración con una raigambre bien antisemita mientras nos ponemos espalda con espalda con Israel. Esto último lo banco y bancaré y bien que hizo en decirlo.

El Pacto para el Futuro también hace un listado de otros compromisos que deberíamos conocer antes de despegarse. ¿Estamos en contra de la universalidad de los Derechos Humanos como algo inclaudicable? ¿Nos oponemos a la reducción de las desigualdades económicas en la misma semana en la que nos dicen que la pobreza puede ser aún más insoportable? Después vemos cómo la resolvemos, simplemente me pregunto si nos oponemos a reducirla, si no está en nuestra voluntad. ¿Estamos en la vereda de enfrente de políticas tendientes a la reducción de la xenofobia? ¿Queremos asimilar a los extranjeros o pretendemos que, directamente, no vengan? ¿Estamos en contra de que la asistencia a países en desarrollo llegue a países en desarrollo como el nuestro? ¿Tampoco estamos de acuerdo con la implementación de medidas que garanticen el comercio multilateral como motor del crecimiento de los países? ¿De verdad estamos en contra de que exista una preferencia en las exportaciones de los países en vías de desarrollo como el nuestro? ¿Somos conscientes de que somos un país en desarrollo?

Uno de los puntos que sí entiendo que no haya caído bien es el del inciso h del punto 23 dentro de la Acción 4 del Pacto: “redoblar los esfuerzos que se están haciendo para prevenir y combatir los flujos financieros ilícitos, la corrupción, el blanqueo de dinero y la evasión de impuestos, eliminar los paraísos fiscales y recuperar y devolver los activos
procedentes de actividades ilícitas”.

Por ello:

Reducir todo a una cuestión de perspectivas de género, Educación Sexual y otras taras de gente que tiene miedo de que sus hijos sean pervertidos por George Soros me resulta, cuanto menos, un argumento inconsistente. Que sea el sentir de una porción de la población que se expresa activamente en distintos ámbitos digitales, es una cosa. Que sea el accionar del Estado, es otra. Más que nada cuando cualquier persona que conozca algo del funcionamiento del Estado conoce bien lo que es el Derecho de Reserva y el Derecho de Aclaratoria, dos medidas que contempla nuestra Constitución y la mayoría de las cartas magnas de Occidente cuando de pactos internacionales se trata. No es otra cosa que poder suscribir a un acuerdo internacional y aclarar que en un punto creemos otra cosa o reservarnos que no aplicaremos algún ítem. De hecho, lo hicimos a la hora de incorporarnos al Pacto de San José de Costa Rica.

Tanto hablar de comunismo, al menos, tiene su correlato en el Congreso de la Nación, donde los sindicalistas argentinos podrán conservar sus privilegios de un modelo creado para combatir al sindicalismo comunista hace 80 años. No habrá reforma sindical. El futuro llegó y pasó de largo.

Otro sí digo, y para no dejar sin cerrar la historia del abogado del inicio del texto, resultó ser que no estaba loco. O sea, era un loquito, pero no una persona que tuviera sus facultades mentales alteradas, no sé si se entiende. Como pasa siempre, las vidas de las demás personas entran en pausa cuando nosotros dejamos de verlas, así que no sé bien qué fue de ese señor tan ingenioso y provocador que, por no medir sus palabras, dejó en bolas a sus patrocinados. Lo último que supe es que había abandonado el ejercicio de la profesión. Eso disparó alguna que otra leyenda, como que estaba en una colonia psiquiátrica, escribía poesía o se había convertido en Coach Ontológico.

El asunto es que siempre recordé aquella anécdota como un momento gracioso. De vez en cuando la pienso en otro tono, más vinculado a la comunicación. Me refiero a medir las palabras. En tiempos de autocensura, creemos que decir lo que se piensa es no tener filtros o ser rupturistas. Es cierto que me autocensuro, pero no tiene nada que ver con medir qué decimos ni cómo lo hacemos. Después de todo, yo me puedo hacer cargo de lo que digo, no de lo que los demás interpreten de aquello que dije. Pero si afirmo que existe un plan de dominación mundial, debo dar nombres, señalar culpables y presentar las pruebas. Todo lo que haga por fuera de eso, será tan solo una forma de llamar la atención. Y no está nada mal cuando uno quiere hacerse conocido o irrumpir en el concierto de naciones. Ahora, cuando ya nos conocen y saben quiénes somos, quizá se espere alguna propuesta o cualquier cosa que supere a las palabras.

Por lo pronto, y aunque no sepa a quién le toca, cierro con una cita del ya mencionado H.G. Welles: «Adaptarse o morir, ahora como siempre, es la naturaleza inexorable del mundo». O puede que sea de Orson, que ya estoy mareado.

Es todo.

Creo.

P.D: No me autocensuro en redes sociales. Simplemente no tengo ganas de recibir puteadas gratis. El lado bueno: gano algo de salud mental. La mala: el algoritmo empuja cada vez más abajo.

P.D. II: La anécdota del inicio parece ficción pero ocurrió de verdad.

P.D. III: Todos pasamos un psicotécnico, nadie pasa un examen en profundidad. Después de todo, un paciente sano es un paciente mal estudiado.

Nicolás Lucca

 

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