Inicio » Relato del presente » El rito
Dentro de mi forma de vivir contraria a casi toda estructura tradicional, existen determinadas cosas que debo hacer de una forma bien calculada, casi cronometrada. Obviamente tengo varios comportamientos compulsivos, que no es que hablemos de una persona absolutamente en sus cabales. Pero hay otros comportamientos que muchos podrían ver como una compulsión. Y yo los vivo y los siento como ritos.
Ejemplo número uno y crucial: odio ser impuntual. No tengo problemas con pequeñas impuntualidades ajenas que, incluso, pueden llegar a relajarme la tarde si es que quedamos en encontrarnos en un café. Aprovecho para leer, para bajar un cambio, para meterme en mi mundo. Ahora, cuando se trata de mí, soy mi propio instructor del servicio militar. No llego ni un minuto antes, que también me resulta molesto. Llegar temprano puede arruinarle los tiempos al anfitrión en un evento hogareño. Puede que esté con la toalla en la cintura, el pelo mojado, los platos sin lavar o cualquier otra cosa que dejó para último momento porque es su tiempo y porque me esperaba más tarde.
A la hora de prepararme para un evento, mi orden de vestimenta también sigue un rito. Primero las medias, luego el pantalón del traje y los zapatos. Recién ahí la camisa suelta, el nudo de la corbata, la camisa dentro del pantalón, el cinturón y el saco. ¿Perfume? Luego de agarrar las llaves. Les dije que también había compulsiones, pero se entendió mi rito, ¿verdad?
Detrás de cada rito hay una explicación lógica. Esa lógica es lo que separa un rito de una obsesión compulsiva; un comportamiento racional de un atolondramiento incontrolable. Las medias van primero porque luego es difícil subirlas, y para que el pie se deslice por el pantalón sin que ningún dedo descosa un dobladillo. Los zapatos se colocan antes que el resto de la vestimenta para no arrugar la camisa al calzarse. Tuve que pensarlo para explicar el orden porque es un rito: una forma repetitiva de hacer las cosas prolongada en el tiempo que lleva a que se automatice. Y por automatizada ahorra muchos contratiempos.
Existen ritos sociales que podríamos llegar a confundir con buenos modales. No es lo mismo los modos que los ritos. Decir “buen día”, decir “por favor” y “gracias” son buenos modales. ¿Pero se dieron cuenta de que los decimos de forma automática? Eso ya es un rito: se aprendió por repetición y se hace en determinado orden: primero por favor y luego gracias.
Pero a modo colectivo, nuestros ritos fueron escritos y los fuimos aprendiendo por repetición. Votamos cada dos años y es un rito. Cada cual tiene sus métodos y sus planes para aquel día. No son preferencias, aunque nos guste decirles de ese modo. Pero el rito colectivo está tan naturalizado que si, mañana nos dicen que se suspenden las elecciones, rompemos todo. Lo haríamos, ¿no? O sea: es un rito que está en nuestra Constitución Nacional, nuestra biblia cívica, nuestro compendio ritual colectivo.
Por más que leo y releo cuanto libro de historia me cruce, por más que lea y relea crónicas de época, no logro comprender en qué momento pasamos del rito y los símbolos, lo que nos identifica como pares que piensan distinto, a esta cosa tan narcisista en la que se grita por todo. Se grita para reclamar, se grita para imponerse, se grita porque mi sentimiento es mejor que el tuyo, se grita porque soy superior a vos, se grita porque cuanto más fuerte grito más razón tengo. También hay gritos de desahogo, gritos de gol y gritos de alegría, pero si de eso se tratara este texto, no tendría ningún motivo para escribir.
También me pregunto si está bien quejarnos de las formas violentas del que no me gusta. Aún me causa gracia la gente que se enoja con la falta de pacifismo de nuestra dirigencia política cuando tenemos una historia política que coloca a nuestros libros de historia junto a los de Poe. “Hablar de política, al menos en Argentina, es hablar de violencia”, dije en un libro para marcianos.
“Hoy hablamos de grieta y mezclamos todo, sin darnos cuenta que una democracia republicana necesita de posturas distintas”, decía uno que ya no soy yo en aquellos años en los que todos se reían de “los que no vuelven más”, y agregué: “Y en vez de apuntar a un pacto de convivencia cívica, vivimos postulando una supuesta unidad más propia de los totalitarismos que de un juego democrático sano. Existe una pulsión neurótica en hacer mierda, aplastar, convertir en puré a aquel que no nos gusta. Obviamente, matar no es lo mismo que difamar, pero para los antiguos griegos, si había un castigo peor que la muerte física esa era la muerte civil. Y allí sí que se sigue notando la violencia histórica, sanguínea argentina. Un odio irracional hacia cualquier cosa, por cualquier motivo, disfrazado de causas humanitarias muy loables”.
Nos hemos cagado a tiros desde que a alguien le pareció una buena idea que este cotolengo, último bastión de la civilización al sur del Imperio Español, podía autogobernarse. No existió una elección sin tiros ni cuchilladas hasta bien entrado el siglo XX, cuando la violencia pasó a ser aún peor. ¿Discursos violentos? ¿Qué somos, Dinamarca?
No, no lo somos. Pero podríamos ser nuestra propia versión de gente que acepta el rito colectivo de vivir bajo un mismo techo, de expresarse por los medios correspondientes, de no abusar de sus derechos llorando por sus consecuencias.
Qué se yo, a veces me siento tan apático que me da igual que Valentina Nazi llame a voltear al gobierno o que el Presidente deshumanice a un opositor que no le cae en gracia. Posta, me da igual. De hecho es un serio problema porque, se supone, me dedico a esto. O como se estila decir, me autopercibo periodista. Y mi instinto de supervivencia me empuja a la apatía, a no consumir noticias. Y eso sí que es un problema ya no tanto para mí.
Paso a explicarme. Hace un par de textos dije que vivíamos un gobierno telenovela, de emisiones periódicas que impide que logremos digerir la novedad del día anterior. Y como bajé mil cambios por consejo de los profesionales que me asisten, entré en una suerte de ocio activo que es algo que hoy no debería permitirse. De hecho, casi todas las empresas de comunicación hacen lo imposible por impedirlo. ¿Qué es el ocio activo? El contemplativo. Mirar al techo, básicamente. Hacer nada. ¿Probó hacer nada? ¿Cuántos segundos tarda antes de levantar el teléfono por las dudas?
Es el problema de ser “lo nuevo”. Hace casi dos siglos, Soren Kierkegaard ya lo abordaba en “La Repetición”, al decir que uno sólo puede cansarse de lo nuevo. Fiel a su estilo, que dejaba las conclusiones al lector, hablaba de la fascinación, que por definición, no puede durar. Como el enamoramiento, que puede derivar en otras cosas, pero nunca ser una constante. Ser lo nuevo, vivir la excitación de ser lo nuevo, es una droga que nunca vuelve a pegar de vuelta por más alta que sea la dosis.
Y vaya que vienen siendo altas.
Esta semana tuvimos, nuevamente, un anuncio para el quilombo por día con un breve descanso otorgado por una huelga. El lunes, sin ir más lejos, el gobierno anunció que las prepagas ya no estarían obligadas a cubrir las pastillas prescriptas por médicos que no sean de la cartilla. El argumento radicó en hacerle un bien a la sociedad hiper medicada. Y uno que creía que una de las bases del individualismo era poder elegir con qué veneno envenenarme. Si Don Javier llega a leer entero a su superhéroe Jesús Huerta de Soto y no sólo aquello que le conviene, quizá se encuentre con la apología a la despenalización total de cualquier estupefaciente.
Pero volviendo a las cuestiones farmacéuticas ¿cómo pueden utilizar de argumento que “hay odontólogos que prescriben medicamentos oncológicos” sin que se les caiga la cara en el mismo acto? ¿Justo esos dos ejemplos? Si sabés de un odontólogo que hizo eso, denuncialo, campeón. Pero meterse en mi relación con mi médico de cabecera y obligarme a recurrir a uno de la cartilla, me resulta una paradoja liberal solo comprensible en este mundo en el que el liberalismo levanta más la bandera “Dios, Patria y Familia” que la del laissez faire.
En su defensa semanal en la agencia Todo Milei, Arnold Sturzenegger aseguró que “el estilo del Presidente viene de su pasión por el país”. Yo no sé si le llamaría “estilo” a algo que necesita ser justificado. Tampoco insistiría en la cuestión de los “valores” cuando la realidad dicta que la guía telefónica de despachos estatales está copada por funcionarios de la gestión anterior. Hay dos opciones: o se gestiona y se ocupan todos y cada uno de los cargos, o se juega a lo nuevo todos los días. Y, como ya dijimos, lo nuevo tiene que darnos algo nuevo a diario. Pero ahí existe un gran problema: lo nuevo nos aburrirá de todos modos. Porque es lo nuevo en sí, y no lo que hace lo nuevo, lo que llama nuestra atención.
No deja de intrigarme qué será de nuestro Presidente, de sus adláteres y de nosotros cuando la economía termine de acomodarse. Me intriga casi tanto como qué será de quienes nos quejamos de lo económico porque es una parte de nuestra vida, y no toda ella.
Decía que los libros y datos antiguos no me sirven. Una vez le pregunté a mi abuelo cómo se hizo soportable la última dictadura. El cagazo a la subversión fue el inicio y el pánico del Rodrigazo permitió que esa economía inflacionaria no molestara tanto. Supongo que algo de esto influyó en la reelección de Menem en 1995, sin que les pregunte a mis padres: el cagazo a la híper estaba todavía fresquito y qué importa lo institucional, la AMIA, la Embajada, Amira Yoma, Junior y todo el descontrol institucional que ya se sabía.
La máxima “mientras la economía funcione” mi generación la vivió en carne propia a principios de siglo. El descontrol de la economía de 2002 fue el Metro Patrón para medir todo lo que sucedió después. ¿Empleados bancarios, choferes y jardineros devenidos en empresarios multimillonarios? Se supo desde el día cero. ¿Copamiento de todas las instituciones y organismos de control? También. Pero el 2002 permitió tolerar la inflación –moderada, en comparación– y retomar el consumo alcanzó y sobró. ¿El resto? Problema de mañana.
Esa es nuestra nueva normalidad. Nadie es liberal, ni peronista, ni izquierda, ni derecha y somos todo junto a la vez, que da igual y solo alcanza con decir ser, más que parecerlo ni mucho menos serlo.
Al mencionar “valores morales”, los tomamos como símbolo de superioridad. Los míos son mejores que los tuyos. Hemos convertido a los valores en un objeto de consumo a presumir, sin darnos cuenta de que, como todo objeto de consumo, se consume. Presumir de ellos es narcisismo puro, como todo lo que se presume, y ahí está otra hermosa paradoja.
Cuando comenzamos a hablar de “grieta” (palabra copyright de Jorge Lanata), lo primero que habían desaparecido fueron los símbolos, cosas que todos damos por presentes, aunque no nos gusten. Un semáforo es un símbolo que todos conocemos, algunos no los respetan, pero todos sabemos qué está bien y qué está mal. No es una cuestión subjetiva, no es “me parece qué”. Bien o mal, sin matices. Pero, de pronto, todo fue debatible. Todo fue según “desde dónde lo dice” y no “qué dice”. Todo pasó a ser subjetivo.
Al no haber símbolo, al no existir una definición correcta y precisa de qué es lo que encarna el Presidente y su grupo, todo se remite a lo nuevo que, diez meses después, ya no lo es. Todo se resume a “las ideas de la libertad” y “la gente de bien”, dos conceptos tan abiertos que no pueden ser nunca un símbolo por ser tan, pero tan subjetivos que, casualmente, cada persona tiene su visión. Lo que a usted lo hace libre, a mí me agobia. Lo que a mí me hace libre, a usted puede parecerle una ilegalidad. Y la gente de bien que he conocido no pueden ser presentados a mis padres. ¿Se entiende? No hay precisión, no hay símbolo, adiós ritual y todo tiene que acelerarse para mostrar cosas nuevas y mantener una imposible sensación de novedad permanente.
Macri lo dijo claramente esta última semana: “todo bien con la moneda, pero sin institucionalidad, nadie va a venir a invertir”. Puede que lo diga como empresario, puede que lo diga como expresidente. Las instituciones son símbolos y la institucionalidad es el ritual. A veces nos cansa por las tensiones, pero nunca nos aburre la idea de vivir en democracia. Ni lo pensamos, en realidad. Es nuestro ritual.
Las instituciones son símbolos, la institucionalidad es el ritual. Tener instituciones fuertes es algo que por acá pregonamos desde el otoño de 1789 y, sin embargo, nunca está de más repetirlo.
Y ya se ha dicho numerosas veces que creemos votar con razones, pero que en realidad lo hacemos de forma emocional. Después buscamos razones para justificar –y justificarnos– ese voto pero, a la hora de los bifes, ganó la emoción. A diferencia de la razón, la emoción es inmediata y transitoria. La comunicación urgente, tan propia de nuestros tiempos tuiteros, es 110% emocional. Y si algo le faltaba a nuestra triste decadencia política universal, es que la política comenzara a comunicarse casi exclusivamente por redes sociales. Incluso para extremistas como Weber, que consideraba que la política es lucha, hay una base de razón: un objetivo por el cual luchar. Y una emoción no puede ser un objetivo. Una razón, para que funcione, requiere un tiempo de maduración. Imposible. Totalmente imposible si se lo deja a la suerte.
La institucionalidad es el mayor rito que nos hemos dado como sociedad aunque nos importe tres carajos. Y plurarizo del mismo modo que decimos “nosotros” cuando hablamos de cosas que pasaron en el siglo XIX cuando somos nietos o bisnietos, con suerte, de gente bajada de un barco mucho tiempo después. Pero nosotros, a través de la educación ritual, repetitiva, obligatoria, hemos aprendido símbolos que nos hacen conservar un cachito de civilidad. Incluso los que ya olvidaron el Preámbulo de la Constitución, tienen un mínimo de noción de qué entendemos por libertad, respeto y república.
Sabemos quién es nuestro ministro de Justicia y no nos importa. No tenemos idea de quiénes controlan las políticas de Salud ni qué planes tienen y no nos importa. Sabemos que reventaron a la cúpula de la AFIP y que no bajó ni bajará un punto la presión impositiva que hace que el 50% de cada producto se vaya en recaudación y no nos importa. Quizá mañana baje o levanten algún impuesto y lo festejaremos, mientras seguiremos sin saber cuál sería el viento de cambio en la Aduana si el nuevo funcionario lleva 30 años dentro de la estructura. Año 2024 y seguimos sin radarizar el país y no nos importa. El vocero convirtió a su familia en una Pyme estatal y no nos importa. ¿Está mal que lo haga? No sé, no fui yo el que criticaba a la familia estatal y, a la primera de cambio, metió a laburar a toda la libreta de familia.
Mientras tanto, el Presidente hace uso de su libertad de expresión para arruinar la imagen de otros presidentes. Sin necesidad y aprovechando la efeméride número 41 del regreso al rito social por excelencia: votar. Agredir la memoria de un expresidente es algo nunca visto, jamás, never in the puta life. Una novedad que aburre, no por repetitiva, sino por no ser novedosa en muchas formas, entre ellas, la agresión a la imagen de un expresidente y la agresión en sí misma.
Ser auténtico e innovador puede generar una emoción de enamoramiento en el otro que es imposible sostenerla. Literalmente. Entonces se fuerza a una innovación que choca de frente con la realidad. Ahora al Presidente se le dio por echar a Diana Mondino por votar a favor de levantarle el embargo a Cuba. El mismo Presidente que no le ve nada malo a mantener las relaciones comerciales con una China tiranizada por un Partido Comunista que sostiene campos de concentración en pleno siglo XXI. En lugar de Mondino pone a un tipo más Cristinista que inaugurar una canilla. Sigue creyendo que es nuevo, creativo, impoluto, cuando no deja de ser una actitud harto conocida por todos: incoherencia frente a la billetera de un país rico. Y también esa supuesta disrupción se encaja en la larga tradición argentina de tener en la Cancillería al cargo más volátil de cualquier ministerio: 159 ministros en 160 años. Nuestra política de Estado.
Los principales defensores de este estilo de vida que llevamos adelante desde hace un tiempo, se han convertido en levantadores de hombros olímpicos. Cuando me los cruzo ya tienen la musculatura hipertrofiada de tanto gesticular el “y qué querés”, en el inicio de una oración cuyo desenlace ya se compra al por mayor: “es esto o la nada”.
No me molestan determinadas guapeadas, incluso hasta valoro el coraje. Pero pegarle a un expresidente muerto es un acto de valentía un tanto dudoso. ¡Con tanto hijo de puta bien vivito para darle! ¿Qué tiene para decir el Presidente del compañerazo Gildo Insfrán? Se han intervenido provincias por el 1% de lo que Insfrán hace en un día. Y sin embargo, ahí está, bien campante en su Estado Libre Asociado a la Confederación Argentina.
Ya que hablamos de ritos, nada más antiguo que expresar el dolor. Nada más moderno que manifestar el duelo con una foto propia junto al fallecido. Y nada más patético que todo el símbolo. Se fue Sebreli y deberían alegrarse en vez de manifestarse dolidos: ya no está ese que les recordaba, con solo estar vivo, que estamos en un momento circense a nivel mundial. Un símbolo menos en un contexto en el que un mamarracho que apoyó una dictadura sangrienta es presentado como “el prócer máximo de las ideas de la libertad”. Se fue un homosexual que se le plantó a dictaduras horrorosas y dijo lo que quiso de todo facho con poder que haya habitado suelo argentino, que generó kilómetros de textos sobre las bondades de ser libres de alma y vida.
Y todo para que ahora puedan jugar al Photopalooza sin poder justificarse a sí mismos cómo es que pudieron tener esa foto y, tiempo después, justificar cualquier pisotón a la libertad en nombre de la libertad en un país en el que el biógrafo presidencial es el rey de la homofobia y la intelectualidad cuestiona cualquier pilar del liberalismo histórico, que es mucho más que bajar la inflación.
Ahora que he perdido los pocos amigos que me quedaban, continúo: estoy aliviado con el rumbo de la economía. Literalmente, aunque el país se haya encarecido en dólares y duela parir cada compra, al menos tengo un cálculo mental posible. Y sé que vivo preocupado y trasladando la preocupación por esa pulsión tan argentina de permitir cualquier cosa mientras la economía no joda.
Mi esperanza en una economía saneada sigue intacta. Y mi esperanza en la institucionalidad, también. Por una sencilla razón: lo nuevo, en la búsqueda de la repetición novedosa, genera hastío. No falla ni falló nunca desde que los primeros revolucionarios franceses lo descubrieron por las malas. No falla ni falló nunca desde que los primeros sociólogos primitivos trasladaron esa conducta colectiva a la individualidad humana. Sólo hay un instante para ser nuevo. Un cero kilómetro deja de serlo en el mismo instante en que se lo puso en marcha.
Sí, es cierto que hemos hecho pamento por mucho menos y también por mucho más. Es cierto que decíamos “qué barbaridad” cuando otro gobierno hacía de más, hacía de menos o decía una brutalidad. Y es cierto que ahora se tolera el festejo de esas barbaridades en pos de la libertad. Espero que cuando lleguen las consecuencias indefectibles de los actos de libertad, nadie venga a llorar. Porque la economía se puede arreglar y este país ha dado sobradas muestras de ser una excepción a toda regla de fracaso y recuperación económica.
Tan cierto como que somos siempre un polvorín a punto de estallar en el que lo único que impide que alguien entre fumando al sector de los tambores de pólvora son nuestros ritos y nuestros símbolos. Y no me refiero a la bandera, la escarapela y el himno. Creo que ya fui claro.
Estamos en tiempos en los que, en joda, decimos que no podemos aburrirnos. Y lo peor es que creemos que aburrirnos está mal, cuando es esencial para descansar nuestra cabeza. No es lo mismo aburrirse que entretenerse, no es lo mismo hacer nada que hacer algo distinto. Queremos rajar de nuestra insoportable rutina con series que nos distraigan y las devoramos tan rápido que ni recordamos de qué se trataban. Las tachamos como si fuera un álbum de figuritas. En ese contexto de novedad permanente para escapar de la rutina, nuevamente tenemos que reconocer que tenemos el gobierno que mejor nos representa: incapaz de mantener un silencio por más de dos horas y con novedades cada vez más estrambóticas que, cuando se raspan un poquito, son repeticiones de cosas que ya vimos, pero con otros actores, otros formatos, otras presentaciones. Como las remakes.
Vivir al límite no es sano. Nunca lo fue para el individuo, imposible que lo sea para el conjunto de individuos que conforman una sociedad. Gobernar al límite tampoco es sano. Nadie dice que no se pueda vivir eternamente así, pero qué aburrimiento, por favor.
¿Recuerdan cuando decíamos que el gobierno ideal es ese del que no nos enteramos qué hace porque nos deja en paz? Bueno, nos tocó el que viene con Trastorno de la Personalidad Histriónica.
Con todo respeto.
P.D: Si sos mi terapista y estás leyendo esto, sí, ya sé, no hice nada de lo que pediste e hice todo lo que me sugeriste que no hiciera. Es más, creo que la sugerencia vino con un “no, por favor, no”. Lo charlamos en la próxima sesión.
P.D II: Buen viaje, J.J.
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(Sí, se leen y se contestan since 2008)
Un comentario
Hola Lucas, te felicito, es excelente todo lo escribís, es como si pusieras en palabras todo lo que pienso, y en esta nota decís «Estamos en tiempos en los que, en joda, decimos que no podemos aburrirnos.» y yo agrego que tampoco podemos perder la capacidad de asombro, porque cuando creemos que ya vimos todas las cosas que se pueden hacer mal, queriendo o por ignorancia, hacen algo o toman medidas que nos hacen caer la mandíbula inferior como en los dibujos, no paran nunca, y nunca piensan en el bien común sino en el propio. Gracias