Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.

Pero escuchate esto

Pero escuchate esto

De los argentinismos estúpidos que nunca se cumplen, uno de mis favoritos es “de eso no se vuelve”. Por lo general, el concepto es tajante para el emisor, quien fija un punto límite extraño. O sea: te puedo permitir que hagas cualquier barbaridad, pero de eso, exactamente de eso no se vuelve.

En nuestra última versión, se puede encerrar a un país durante dos años, repartir vacunas entre amigos, entregar millones del erario público a un laboratorio para que desarrolle algo que no funcionará, fomentar la represión y el secuestro inconstitucional de la propiedad privada y luego mirar para otro lado con los abusos de las fuerzas policiales, privar a una población entera de la posibilidad de cualquier acto humano de duelo con la excepción de un solo ciudadano fallecido, mandar a la quiebra al aparato productivo pyme, amenazar por televisión, ostentar el privilegio de armar fiestas clandestinas y reventar la economía para intentar que gane un candidato imposible.

Todo, todo eso está bien. De lo que no se vuelve es de fajar a la mujer. Se puede ser corrupto y violento. También se puede tratar a los brasileños de simios. O a los mexicanos llamarles indios. También es posible decir que los chicos contagian por boludos y que los que tienen algún temita son peores porque no entienden. De todo eso se vuelve. Y si de todo se vuelve menos de fajar a la mujer, la pregunta del millón es cuáles son los límites morales de algunos de mis compatriotas. Porque, convengamos, si alguien es capaz de someter a un pueblo entero, no puede ser una sorpresa el sometimiento a una persona.

Creer que el encierro y el aislamiento no produciría una alienación colectiva es desconocer el principal mecanismo de tormento: el encierro y el aislamiento de una persona a la que se quiere quebrar emocionalmente. Masificalo y pensá el resultado.

En toda la historia de la Argentina, está comprobado que hay una cosa de la que no se vuelve: de la Presidencia de la República. En 171 años de vigencia de nuestra Constitución, y a pesar de haber sido interrumpida su vigencia durante un total de 21 años, tres presidentes volvieron a ocupar el cargo después de haberlo dejado y solo uno pudo terminar el nuevo mandato: Julio Roca. Yrigoyen fue derrocado y Perón murió en el cargo.

Nunca, pero nunca antes ni después, una persona que fue Presidente pudo volver. No a ese cargo, al menos. A la política, dicen que vuelven todos, pero deben conformarse con bancas residuales en un Senado cada vez más parecido a un geriátrico de expresidentes y exgobernadores.

Con el paso de los años hemos aprendido a tolerar cosas que antes nos parecían atroces. Muchas veces quedan las barbaridades olvidadas en nuestras “revaloraciones de períodos históricos” que hemos vivido. Un beneficio de inventario que, pasado el tiempo y a la luz de nuevas barbaridades, hacen que otro período nos resulte una bonita fiesta de Primera Comunión en vez de un bacanal al que no estábamos invitados.

Ejemplos sobran. Yo recuerdo los noventas con la emoción de quien era un niño y adolescente, un chico que terminó su Secundaria en 1999. Es obvio que esa época va a estar atravesada por mis emociones. Recuerdo mi viaje de egresados pero tengo que hacer un esfuerzo para recordar que despegamos de Aeroparque una semana después de la tragedia de LAPA. Desde mi ventanilla podía ver la escena todavía en investigación. Incluso somos muchos los que tenemos que hacer fuerza para colocar en el mismo espacio y tiempo al atentado contra la AMIA con la ciudad donde ocurrió, quiénes la administraban y quiénes presidían el país.

De todo pudo volver Menem, menos de haber dañado las ambiciones de Eduardo Duhalde. Si repasamos los resultados de las elecciones de 2003 es fácil deducir que, de haber ido unificado, el PJ se hacía con la presidencia aún con María Estela Martínez de Perón como candidata.

Calculo que todo va de la mano de un flagelo que no logramos disminuir en nuestros mandatarios: la autopercepción, esa desproporción entre el personaje que el mandatario construyó para consolidar su narrativa y las circunstancias que lo obligan a recalcular.

Es difícil cambiar de traje en el día a día, pero todos lo hacemos permanentemente. Nadie llega al trabajo con el disfraz de Buzz Lightyear que usó para el cumpleaños de la bendición. Si un profesor de educación física se pone a saltar la soga en la sala de espera de un consultorio médico, es probable que quede como el orto. Nos adaptamos al entorno que nos rodea y a las circunstancias. Y lo hacemos todo el tiempo. A veces, cada tanto, aparece un conflicto de intereses entre lo que uno quisiera hacer y lo que las circunstancias obligan a hacer. Algunos consiguen adaptarse. A mí, por poner un ejemplo, me cuesta un triunfo.

Les ha pasado a todos los presidentes del siglo XXI y a buena parte de sus funcionarios de mayor perfil: construyen una imagen para llegar al poder y la deben mantener contra viento y marea aunque las circunstancias cambien. Es como ir en contra del famoso teorema de Baglini, pero llevado al discurso. En su momento, Mauricio Macri pagó el precio del diálogo y el fin de la grieta en un país que lo último que quería era cerrar absolutamente nada y en el que nadie pretendía mantener un diálogo sino tener razón.

Alberto construyó la imagen de un tipo común en un cargo tan poco común que hay un solo Presidente de la Argentina a la vez. Sostener su perfil de tipo macanudo, que da clases en la facu y pasea al perro, le hizo hacer el ridículo una y otra y otra vez cuando se ponía a dar clases de epidemiología con sus soporíferas filminas.

Algún turro le hizo creer a Cristina que sus puntos fuertes eran la oratoria y la capacidad de armado. Todavía tenemos la posibilidad de escucharla hablar por horas si le ponemos delante algo que se parezca a un micrófono. 159 cadenas nacionales en ocho años. 54 de ellas, solo en 2015. Un total de casi 5 mil minutos de comunicación obligada. 83 horas. Tres días y pico sin parar. Y solo cuento las cadenas nacionales para olvidar que, luego de cada una, también hablaba al menos una vez más solo a la militancia.

La lista puede seguir hasta la eternidad: Mondino actúa en Twitter como si estuviera en 2022 y no fuera la titular de la diplomacia argentina, Amado Boudou subía con su guitarra eléctrica a cantar con La Mancha de Rolando siendo ya Vicepresidente –¿qué les pasa a los economistas cincuentones con los recitales?– Macri tira pasitos con la banda presidencial desde el balcón de la Rosada, Milei aún está en campaña.

Y eso que bajó veinte cambios en comparación a lo que estábamos acostumbrados.

Sin embargo, esta semana hizo lo imposible por volver al centro de la opinión pública. Con un índice de precios que anuncia que tres salarios mínimos no te sacan de la pobreza y que con dos jubilaciones mínimas sos indigente, las visitas carcelarias de un grupo de diputados y la joda de la brecha cambiaria, cualquiera habría dicho que lo mejor es dejar que el escándalo de Alberto Fernández y su violencia siguiera su curso. De hecho, los números de las primeras encuestas de imagen positiva tras la denuncia de Yañez dieron la sensación de que el Gobierno podría anunciar la privatización de Santiago del Estero, la clausura del partido de La Matanza y la ampliación de la jornada laboral a 160 horas semanales, que el votante acompaña.

Ni siquiera nos íbamos a preguntar cómo se mide la inflación en la cola del súper. Un par de semanas de silencio con la indignación pública puesta en el forro del expresidente y dejar que aparezcan los números al alza de patentamientos de autos y de motos, despachos de cemento, faena de vacunos y recuperación del crédito. ¿Qué más podés pedir?

Pero al igual que los carteles publicitarios de la Casita del Horror VI de Los Simpsons, el Presidente pareciera que solo tiene vida si lo miran a él. Así fue que la versión aplomada de Milei duró lo que tardó en ser corrido del centro de la escena y buscó corregirlo con una serie de tuits con menos frenos que un tren reparado por De Vido.

Primero atacó al Foro de Periodistas Argentinos por algo que hizo una de sus miembros por su propia cuenta y no en representación ajena. Luego cargó contra Diego Leuco por decir que había escuchado mensajes intimidantes de Alberto Fernández contra su padre. El “recién ahora lo dice” apunta a la inmoralidad de no denunciar una amenaza a terceros por parte de un chico de 14 años. Luego hizo un análisis pormenorizado sobre cuestiones judiciales desde su lugar de titular de otro Poder del Estado. Y lo llevó al lugar de la moral. Explicaciones simples que obligan a una identificación inmediata: de qué lado estás.

Y cuando la semana ya estaba cocinada, mandó un texto enorme sobre los “periodistas”. Así, con comillas. El argumento giró sobre la censura, la libertad de expresión y los archivos. Justo acá, que si raspamos un poco encontramos fotos del Presi marchando con Moyano contra Macri y, si hacemos silencio, podremos escuchar como Scioli se rasca el pubis desde su cargo de Secretario de Estado. ¿Archivo? Con el lóbulo frontal alcanza. No así para Willy Francos, que debe agradecer la existencia de 1.800 cargos políticos nacionales arrastrados del gobierno de Violencia Fernández para que nadie pregunte de dónde salió el buen señor.

Como producto político del siglo XXI, el Presidente es un hombre que sabe desenvolverse como nadie. Guste más o guste menos, sus formas logran identificación automática y una adhesión inmensa por parte de la sociedad. De esta sociedad, siempre más propensa a juzgar conductas que a sancionar hechos. Y de esta sociedad que se cree única, cuando el fenómeno es global.

El nuevo milenio trajo respuestas simples a problemas gigantes. Y cuando eso ocurre, la solución es el espejo, un lugar de identificación que contenga frente a lo extraño que nos genera miedo. ¿Fundamentalismo islámico? Que vuelva el fundamentalismo cristiano, en Estados Unidos o en la Argentina. ¿El progresismo se pasó de rosca y hasta George Washington es cancelado en una ola de indignación selectiva? Se les contesta desde el mayor de los conservadurismos y con la misma selectividad. Vamos, que ya sabemos que hay pecados y pecados, que esto no es el medioevo cuando nos conviene.

El manoseo de la navaja de Ockham nos ha indicado, en la cultura popular, que la explicación más simple es la correcta. Nos hemos olvidado del inicio: “En igualdad de condiciones, la explicación más simple es la correcta”. Y así y todo no es un principio irrefutable, dado que a veces las explicaciones son un jodido embrollo inentendible. El abuso de este principio de simpleza ha contribuido a la proliferación de las más absurdas teorías conspirativas.

Es mucho más simple pensar que una agencia gubernamental arroja químicos al aire que entender la complejidad de la atmósfera terrestre, sus variables y la condensación del agua suspendida a altas alturas tras el paso de un avión. Es mucho, muchísimo más simple pensar en un estudio de filmación que dimensionar los siglos de descubrimientos científicos, la millonada de horas trabajadas por grupos de matemáticos, la cantidad de computadoras necesarias y los kilómetros de cálculos requeridos para lograr que un aparato con otro millón de patentes científicas a bordo, lograra depositar a dos seres humanos en la Luna y los trajera con vida de vuelta a la Tierra.

Esa simpleza, paradójicamente, requiere de mucho esfuerzo. Porque ante cada refutación, hay que poner en marcha la imaginación o activar el mecanismo de defensa primario para contraatacar.

A nivel discursivo, el fenómeno de la conspiración ha permeado de tal forma que ya ni hace falta aclarar de qué hablamos. Basta con un par de puntos suspensivos al final de un tuit, un “no vaya a ser cosa de que nos demos cuenta” en medio de una oración o el infaltable “son los mismos que”, lo cual lleva a mezclar todas las conspiraciones en un bowl, meter la mano y señalar al culpable que salga en el momento apuntando a todos por igual y a nadie en particular.

Lo más loco es que no hago una exageración: funciona. Y funciona muy bien.

El péndulo del “me ofendí” ante cualquier gansada se fue hacia el “si llorás, mejor”. Pero todo parado sobre el mismo pedestal: una moralina incapaz de sostenerse desde los pilares sobre los que fue construida nuestra sociedad de tolerancia, aceptación y coexistencia. Pilares impuestos por la fuerza, claro. Porque, convengamos, nos podrá encantar hablar de tiempos pretéritos de tolerancia y folklore chicanero político, pero este es el mundo de moralina retratado en un sinfín de novelas y este es el mundo en el que estuvo muy bien si te cagaron matando por pensar distinto.

Hace tan solo unos días, una compañera, conmocionada por las denuncias contra Fiestández, me preguntó si no me daban ganas de irme. Obvio que me dan ganas, pero de mudarme de planeta. Y así y todo el ser humano tiene ganas de arruinarlo todo con la colonización de Marte. No me veo en otro país en el que no pudiera comprender el idioma ni sus costumbres, y tampoco me dan ganas de mirar, siquiera, los destinos más habituales porque siento que el fenómeno me acompañará, como si fuera un karma por haber nacido bien al sur.

El fenómeno de la simplicidad y la conspiranoia se ha esparcido por todos lados como si la humanidad se hubiera cansado de dar saltos hacia adelante en todas las áreas del conocimiento y hubiera decidido romper todo con un invento que hace que Pandora esconda su cajita pedorra por vergüenza: la opinión de todos sobre cualquier tema a toda y en todo lugar.

A esas sociedades son a las que les hablan los políticos que tienen éxito en sus carreras. A esas sociedades que no logramos comprender aunque habitemos y tengamos casi todos sus vicios. La novedad de la política no es tan novedosa. Podrá cambiar el predicamento ideológico, pero las formas potentes de construir poder son un instrumento del que no podemos desprendernos desde que un puñado de locos prefirió desobedecer a la Junta de Gobierno de Cadiz. Con plata o sin plata, nadie puede prescindir de una buena historia, de una narrativa que enamore.

Por eso me pregunto qué es eso de lo que no se vuelve, cuando el límite es difuso y varía con el paso del tiempo y los cambios de vientos. Cualquiera que haya vivido en el mundo Occidental, donde nos gusta jugar a que somos libres y democráticos, sabemos que nuestras pasiones son muy cambiantes. Cualquiera que haya vivido en la Argentina lo tiene clarísimo y no necesita recurrir a esas estadísticas que dictan que todos los presidentes –menos Néstor Kirchner– llegaron a su cargo con masomeno la mitad de masomeno el 70% del electorado. Y cualquiera sabe que las circunstancias cambian y el viento nos puede llevar a otro rumbo. Bueno, cualquiera menos los personajes, que no logran comprender cómo es que hay gente que sigue con su vida una vez que cae el telón.

Y eso es lo que le dije a Jorge ayer por la tarde… ¿Ah? No, no tengo más chico, dame caramelos. Bueno, un caramelo.

P.D: Tengo libro nuevo. No, no es de política. Es más difícil, todavía.

Nicolás Lucca

 

Compartilo. Si te gustó, mandáselo a todos, que la difusión es nuestra herramienta de demostrar que no estamos solos. Este sitio se sostiene sin anunciantes ni pautas. El texto fue por mi parte. Pero, si tenés ganas, podés colaborar:

Invitame un café en cafecito.app

Y si estás fuera de la Argentina y querés invitar de todos modos:

Buy Me a Coffee at ko-fi.com

¿Qué son los cafecitos? Aquí lo explico. 

Y si no te sentís cómodo con los cafés y, así y todo, querés, va la cuenta del Francés:

Caja de Ahorro: 44-317854/6
CBU: 0170044240000031785466
Alias: NICO.MAXI.LUCCA

Si querés que te avise cuando hay un texto nuevo, dejá tu correo.

Si tenés algo para decir, avanti

(Sí, se leen y se contestan since 2008)

2 respuestas

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Recientes